Opinión

Andrés Ordóñez y la diplomacia cultural

Desde hace por lo menos un cuarto de siglo el escritor y diplomático mexicano Andrés Ordóñez ha sido una de las voces más reflexivas, críticas y propositivas de la manera en que en México se concibe, ejecuta –y en muchos sentidos se desperdicia– nuestra diplomacia cultural.

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En 2003 conocí al mismo tiempo su muy documentado libro Devoradores de ciudades, cuatro intelectuales en la diplomacia mexicana (Ed. Cal y Arena), y su liderazgo al frente de la Unidad de Asuntos Culturales de la cancillería mexicana, cuando me desempeñaba como agregado cultural de la Embajada de México en China. En ambas tareas –la del intelectual crítico y la del diplomático profesional con una esmerada trayectoria en el servicio exterior– Andrés Ordoñez ha edificado por igual una obra literaria diversa y sólida, y una presencia pública notable que culminó en 2013 con su nombramiento como embajador de México en Marruecos, pero que se extiende hasta el día de hoy en el que se desempeña como director del Centro de Estudios Mexicanos de la UNAM en España.

A finales de 2021 Andrés Ordóñez contribuyó al anuario “El Español en el mundo” –que regularmente pública el Instituto Cervantes para dar cuenta de la presencia y la proyección de nuestro idioma en el planeta– con un ensayo titulado “Del objeto al concepto: hacia una diplomacia cultural en el mundo hispánico”, y que es el motivo de esta entrega.

Si la “diplomacia cultural” (el entrecomillado es mío y alude a la incesante manera en la que en México hemos manoseado y desvirtuado el término) ha sido por décadas arrinconada a la tarea ornamental, propagandística y onanista de quien –desde el más folklórico atavismo– aspira a demostrarle a los otros que “como México no hay dos”, Andrés Ordoñez prefiere entenderla no como un objeto para exhibir nuestros particularismos, sino como un concepto líquido y en expansión que nos permite proyectarnos hacia el exterior no a partir de lo que nos hace “diferentes y únicos”, sino más bien para explicarle a nosotros mismos –y por lo tanto a los demás– todo aquello que nos integra, desde la diversidad, a la ronda de las civilizaciones contemporáneas, y en particular al paisaje multicultural y fragmentado del mundo hispanohablante.

“Es necesario –escribe– dar un nuevo paso hacia adelante, generar un discurso que enuncie, articule y proyecte nuestra identidad positiva: yo soy yo, tú eres tú, te reconozco en mí y me reconozco en ti”.

El ensayo de Ordóñez toma vuelo a partir del reconocimiento de un pleonasmo al que nos hemos habituado: toda diplomacia es cultural. “Es imposible ejercer la diplomacia sino es desde la cultura. No hay manera de llevar a cabo la diplomacia si no es a través de instrumentos derivados de la cultura”. La diplomacia, como el acto de llevar un mensaje con la representación de una nación a otra o de un soberano a otro, “es indefectiblemente un ejercicio de traducción cultural, lo cual hace que tanto o más importante que el contenido del mensaje lo sea su forma”.

Más adelante esboza la multiplicidad de cambios que en las últimas décadas se han operado en el campo de la diplomacia: la diversificación de sus actores, que le ha restado a los Estados la exclusividad de la interlocución; la revolución de las comunicaciones y las tecnologías digitales y la dilución de las antiguas fronteras que ellos supone; la irrupción de las redes sociales que fragmentan hasta atomizar la construcción de los consensos, entre otros. Todos estos, a su modo y en estricto sentido, cambios culturales de gran magnitud que, pese a todo, no han evitado que a la diplomacia cultural –especialmente a la mexicana y la hispanoamericana– se le siga reduciendo a los intercambios de lo ornamental y se preserve la vieja narrativa de las exaltadas identidades nacionales como moneda de cambio. “La cultura –nos dice– sigue siendo concebida como objeto de intercambio”:

“De lo anterior se deriva el escaso interés que tradicionalmente ha despertado el área cultural al diplomático profesional en prácticamente la generalidad de los servicios exteriores hispánicos. No podría ser de otro modo si el progreso del diplomático en su carrera ha estado vinculado a su desempeño en áreas consideradas prioritarias que no incluyen a la cultural”.

Expone enseguida que la cultura es un elemento de primer orden para entender fenómenos de nuestro tiempo como “la cuestión de género, la migración, la crisis de la democracia liberal, el racismo, el extremismo religioso, el separatismo, la inteligencia artificial, el big data e incluso la pandemia de COVID-19”, y sin embargo seguimos abonando a una práctica y un concepto de la diplomacia cultural “vinculada a las bellas artes y a sus vehículos habituales: exposiciones, conciertos, conferencias, (los cuales) continúan siendo los vehículos de interacción entre la cultura y la diplomacia”:

Para darle un giro a esta trasnochada concepción y a estas prácticas el idioma español se nos presenta como una herramienta fundamental. “Cualquier diplomacia hispánica (…) debe tomar en cuenta la fabulosa ventana de oportunidad que le ofrece su pertenencia a un polo de civilización transcultural, transoceánico y transétnico, cuya diversidad encuentra unidad en el poderoso instrumento de preservación, renovación y transformación de la identidad, por definición, cultural, que es el idioma”.

Los 493 millones de hispanohablantes en el mundo, siendo la tercera lengua más hablada del planeta, las 24 millones de personas que en la actualidad estudian español en todo el mundo, entre otros indicadores, nos arriman una certeza elemental: nuestra diplomacia cultural del siglo XXI sólo se cumplirá si la convertimos en la diplomacia del idioma español, el idioma como el principal instrumento civilizatorio de diálogo y desarrollo del que disponemos, y que a su vez es la llave que nos abre las puertas al reconocimiento y la preservación de la diversidad lingüística de nuestros pueblos originarios.