Gobernar con un Plan
En México, aunque resulte difícil de recordar, existe una Ley de Planeación que obliga al gobierno en turno a elaborar un Plan Nacional de Desarrollo para encauzar las actividades de las dependencias y entidades que conforman la Administración Pública Federal. La Ley fue publicada en 1983 durante el gobierno del presidente Miguel de la Madrid y reformada en diversas ocasiones por los gobiernos subsecuentes. La última modificación data de abril de 2023.
No todos los gobiernos han tomado en serio esta ley, y los que se esforzaron en diseñar un plan tuvieron enormes dificultades para cumplirlo. Hubo gobiernos que abiertamente pregonaron que el mejor Plan era el que no existía, exhibiendo así el prejuicio, muy extendido entre extremistas neoliberales, de que la óptima asignación de los recursos públicos y privados, es la que se lleva al cabo por los incentivos y señales de un libre mercado sin restricciones ni responsabilidades y del que el gobierno debe ser su facilitador sin más.
El fracaso estrepitoso de la planificación practicada en los antiguos estados auto proclamados socialistas, contribuyó al descrédito del ejercicio racional de gobernar mediante planes y proyectos específicos. La concentración del poder en pocas manos hizo que la planeación en esos países se centralizara y fuera el resultado de ocurrencias e ideas, muchas veces absurdas, para satisfacer los deseos, inquietudes e intuiciones personales del líder, o de las directrices altamente ideologizadas del comité central del partido.
Existe entre algunos economistas y políticos una discusión de orden teológico, casi bizantino, sobre si tiene o no sentido la elaboración de un plan para gobernar. La discusión termina, me parece, con una elemental pregunta de Perogrullo: ¿No es mejor pensar muy bien una cosa antes de llevarla a cabo? El propósito explícito debe preceder a la acción, a la estrategia. Pues, bien, de eso tratan en lo fundamental los ejercicios de elaborar planes, proyectos y programas para resolver los problemas sociales. Más aún, tratándose de la utilización de los siempre escasos recursos con los que cuenta el Estado, esta tarea se vuelve imperativa.
La Ley de Planeación establece que el gobierno deberá establecer objetivos, metas, estrategias y prioridades, así como criterios basados en estudios y diagnósticos. Con base en lo anterior, se asignarán los recursos y responsabilidades entre las diferentes áreas de la administración pública y se coordinarán las acciones entre los tres niveles de gobierno. También se deberán establecer los mecanismos para evaluar los resultados y, en su caso, corregir los errores en el diseño y la ejecución de las políticas públicas. Es responsabilidad de la Cámara de Diputados aprobar el Plan y formular las observaciones que estime pertinentes durante la ejecución y revisión del propio Plan.
La planeación, dice la ley, debe ser democrática. Esto es, se deberá convocar a los diferentes grupos de interés en cada tema y promover la participación de los especialistas que aporten su conocimiento y recomienden las mejores prácticas en la solución de los problemas.
Se otorga a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público la responsabilidad de coordinar las actividades del Plan Nacional de Desarrollo y dar seguimiento, entre las dependencias y las entidades, de los avances en el cumplimiento de las metas y los objetivos de los programas específicos y de publicar los resultados en su portal de transparencia.
Las acciones del presidente no deben ser discrecionales, sino que deben estar enmarcadas en la planeación nacional. Los proyectos de leyes, reglamentos, decretos y acuerdos que formule el Ejecutivo -establece la ley- señalarán las relaciones que existan entre el proyecto de que se trate y el Plan y los programas respectivos.
En el sexenio que terminó el 30 de septiembre, se hizo caso omiso de lo que establece la Ley de Planeación vigente. Enormes proporciones del gasto, la inversión y diversas políticas públicas no atendieron a los criterios de planeación democrática, ni a los del Sistema de Evaluación del Desempeño, ni a la Ley de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria y, menos áun, a los de transparencia.
Muchas de las decisiones gubernamentales, aunque algunas pudieron tener relativo éxito, no se apoyaron en diagnósticos estudiados, ni en análisis de factibilidad económica, financiera y social. En muchos casos, y más allá de las supuestas buenas intenciones que pudieron motivar las decisiones personales del presidente, los resultados generaron más problemas de los que se intentaron resolver y el desperdicio económico y financiero fue notable. La ausencia de la evaluación del costo de oportunidad en el uso de los escasos recursos, generó restricciones y carencias en diversos ámbitos de la responsabilidad social del Estado.
Como en el mito de Heracles y la Hidra de Lerna, al actuar por la mera intuición personal del líder, sin la previsión, sin medir las consecuencias y las reacciones adversas de las acciones, se enfrentan ahora muchos problemas en asuntos que eran ya de por sí graves. Las ocurrencias y limitaciones personalísimas del héroe mostraron su ineficacia en no pocos temas.
El día de ayer se inauguró un nuevo ciclo de gobierno. Para algunos, existe la esperanza de que el gobierno de una mujer y una “científica” se desenvolverá con más apego a la racionalidad y menos a la fe ideológica. Eso está por verse y más nos vale que así sea porque, como lo apunta Joseph Campbell, citando a Ortega y Gasset: cuando creemos en algo con fe viva, cuando esa creencia nos basta para vivir, y creemos en algo con fe muerta, con fe inerte, ello no actúa eficazmente en nuestras vidas y nos hace cometer innumerables errores.
Campbell pone como ejemplo de la aseveración de Ortega y Gasset a Don Quijote de la Mancha, que emprendió su idealista lucha por el bien general y su honor personal con un fervor que lo cegaba. Enajenado por su propia visión del mundo se encontró con decenas de molinos de viento en la “lejana llanura” a los que decidió combatir con decisión.
“-La aventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o poco más, desaforados gigantes, con quienes pienso hacer batalla y quitarles a todos la vida.
-¿Qué gigantes? -dijo Sancho Panza.
-Aquellos que allí ves -respondió su amo- de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
- Mire vuestra merced -respondió Sancho- que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
Pero el caballero ya había espoleado a su jamelgo y, con la lanza en ristre, ya estaba en su camino.”
La objetividad de Sancho pudo menos que la locura de Don Quijote.
2 de octubre de 2024