Hegemonía e identidad popular
El Obradorismo es demostración contundente de la identidad existente entre una enorme porción de la sociedad mexicana, de un lado y de otro, del encapsulamiento intelectual y deterioro ético-político de la oposición.
El respaldo mayoritario al principal movimiento político social pacífico de la historia de México acredita el pronóstico del 2018: una mayoría ciudadana es capaz de gobernar través de élites reclutadas electoralmente sin despeñarse en ninguna tentación autoritaria o catástrofe económica.
Lo hará, ya por dos sexenios consecutivos. En el centro de la comprensión de este fenómeno está la capacidad de Andrés Manuel López Obrador de crear un sólido proceso de identificación con la mayoría de la población vulnerable y al menos con la mitad de todas las clases medias e incluso acomodadas de la nación.
Además, el proceso se confirma con el traslado de su legado político simbólico en la figura de Claudia Sheinbaum Pardo y con Clara Brugada en la capital nacional.
En la democracia, las minorías deben estar representadas en una proporción donde se refleje con claridad la fuerza política de cada partido y en la cual, evidentemente, el partido hegemónico tenga la mayor representación. Los márgenes de ese predominio se revisan en una negociación normativa, aritmética y también política con la medición de la proporcionalidad aun discutiéndose en algunos tramos del conteo y asignación de curules y escaños. Sin embargo, lo fundamental se ha consumado y el Obradorismo tiene una segunda magnífica oportunidad de permanecer en el centro de la historia política de la nación y la CDMX.
En apenas 13 años de vida, Morena se ha convertido en el partido más joven con mayores logros. En siete años alcanzó la presidencia de la República y la CDMX dos veces —como algunos pronosticamos puntualmente—, gobernará en 24 estados y tendrá la mayoría en 27 Congresos estatales.
Hegemonía y voluntad de gobernar y legislar para todas y todos los ciudadanos son complementarias. Esa es la democracia, el reconocimiento —como el ofrecido por Brugada el sábado al recibir la constancia como Jefa de Gobierno electa de la CDMX— tanto a quienes votaron por ella como a quienes lo hicieron por otras opciones políticas.
El proceso electoral significa la justa distribución partidista, de acuerdo con lo obtenido en la votación. En la capital nacional, la representación en el Congreso busca dar espacio a las minorías, aunque no de manera artificial.
La representación proporcional es un sistema electoral diseñado para reflejar de manera más precisa la voluntad del electorado en los cuerpos legislativos, con la asignación de escaños en proporción al porcentaje de votos recibido por partido. El modelo tiene sus raíces en la teoría de la justicia representativa y se ha desarrollado para mejorar la equidad política.
Aunque presenta desafíos, su capacidad para incluir a minorías y reducir el desperdicio de votos la convierte en un pilar de los sistemas democráticos contemporáneos. Su adopción y adaptación es un tema central en el debate, como lo fue en el pleno del IECM, donde el centro de la discusión de los partidos opositores estuvo en la mayoría calificada que puede tener el movimiento gobernante.
Con los diputados adicionales, Morena alcanza la mayoría absoluta en el Congreso capitalino, puede modificar legislaciones y, en conjunto con sus aliados, tendría mayoría calificada para hacer cambios a la Constitución local. Este tipo de dinámica legislativa permite mayor facilidad para aprobar leyes y reformas sin negociar la identidad central de un Obradorismo del cual se espera mucho y se vigilará más.
La alineación en CDMX, gobernada por Martí Batres, entre el Ejecutivo y el Legislativo puede reducir conflictos interinstitucionales, crear un entorno más estable para la toma de decisiones y mayor gobernabilidad. Beneficia a la ciudadanía, si se ejerce con responsabilidad.