Opinión

Pepi, Luci, Bom…

Creo que fue “Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón” (una película de 1980) en donde quedó mejor grabado el espíritu de aquella época, el zeitgeist del destape y la transición a la democracia españolas. Una sociedad acelerada, consciente de haber perdido demasiado tiempo en el rancio franquismo, ansiosa por ser moderna y que necesitaba olvidar con rapidez la enmohecida etapa de la tiranía, dejar atrás las intransigentes retóricas que dividieron a España durante décadas y, sobre cualquier otra cosa, quitarse la vergüenza, liberación sexual, emular a sus vecinos, convertirse en europeos.

Franco había muerto en 1975 y aquella nación era entonces tan desigual y tan pobre como México. Su democracia era frágil, amenazada por asonadas militares como las del coronel Tejero, por primera vez en medio siglo sus partidos políticos salieron a la arena pública para ser reconocidos por una sociedad modernizada y a la vuelta de 1976, por desgracia, aquel país entraba a una severa crisis económica.

PEPI, LUCI, BOM Y OTRAS CHICAS DEL MONTÓN

PEPI, LUCI, BOM Y OTRAS CHICAS DEL MONTÓN

Especial

Parecía repetirse la coyuntura funesta de la segunda república de los años treinta, en donde la quiebra económica llevó también a la quiebra de la democracia. Pero —en una inusual fortuna histórica— España contaba con un elenco de políticos en todos los flancos ideológicos que supieron evitar lo peor y encauzar la situación entre acuerdos, compromisos y pactos, animados sobre todo por un presidente sin carisma, proveniente nada menos que del falangismo, pero sinceramente reconvertido a la democracia: Adolfo Suárez.

Como si fuera dirigida por Pedro Almodóvar, todo en aquella nación sucedía en película rápida: la matanza de Atocha en enero de 1977; la legalización del Partido Comunista en abril y las elecciones generales, en junio, los primeros comicios de la democracia envueltos en un ambiente de crisis: una tasa de desempleo del 25 por ciento, una moneda devaluada, una inflación del 26.5 por ciento y la suspensión de pagos de su deuda.

Si bien Adolfo Suárez y su Unión de Centro Democrático (UCD) habían logrado una amplia mayoría en esas elecciones, eran conscientes del

inmenso desafío que encaraban tan pronto tomaran posesión de un gobierno que no tenía el suficiente poder para pedir nuevos sacrificios a sus ciudadanos.

De modo que los hombres fuertes del gabinete tendrían que hacer un triple esfuerzo: formular un plan económico de shock, establecer relaciones con dos mundos que habían permanecido hundidos (las organizaciones sindicales y patronales) y ofrecer un pacto político al conjunto de fuerzas de aquella España trémula.

La profundidad de la crisis y el histórico riesgo político fueron los acicates de los “Pactos de la Moncloa”. “Pactos” porque fueron dos complementarios: uno de estabilización económica, pero condicionado a cincelar el modelo de seguridad social español mediante una reforma al conjunto del sistema fiscal (extremadamente precario, hasta entonces) y en el que se introdujo el concepto de plusvalías del suelo urbano, es decir, el soporte de la obra pública que España protagonizaría después en sus ciudades y capitales.

Por su parte, y esto es igualmente notable, el pacto político se ocupaba de garantizar las libertades cívicas esenciales: el derecho a la libertad de expresión, de reunión y de asociación políticas. Cambiaba la vetusta ley de Orden Público y del Código Penal para incorporar a las mujeres a la vida pública, despenalización del adulterio y legalización de los anticonceptivos. Las chicas de Almodóvar podían, por fin, salir a escena.

De modo y suerte que por diferentes razones, aquellos pactos convocaron por igual a la derecha posfranquista de la Alianza Popular, al Partido Comunista, nacionalistas catalanes, vascos y a las distintas fuerzas de centro y socialistas, además de los principales sindicatos y agrupaciones empresariales.

Aunque duraron poco tiempo, gracias a esos pactos España pudo entrar a la fase de mayor crecimiento del gasto público de su historia, la que pudo enfrentar lo mismo las demandas de descentralización exigidas por las autonomías que las potentes reivindicaciones sociales que provenían de una población impaciente por liberarse de las beatas restricciones de la época que querían dejar atrás.

En esa vorágine de acontecimientos, el Estado de Bienestar español se volvió factible. Si en 1975 los gastos en prestaciones sociales significaban un poco más del 10 por ciento de su PIB, en 1985 se habían duplicado para alcanzar el 21 por ciento y subiendo.

¿A que viene todo esto? A reivindicar la doble idea de los grandes acuerdos por un lado y las tareas del Estado de Bienestar, por otro, dos nociones que el oficialismo obradorista y nuestra derecha nativa quieren cancelar de este debate.

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Pero volviendo a lo importante, dice Joaquín Estefanía, los de la Moncloa se convirtieron en un compromiso histórico, un puente entre la dictadura y la democracia. Aún sin hacerlo explícito, aquellos personajes, fuerzas y acuerdos habían sentando las bases, nada menos que de la nueva constitución del siguiente año (diciembre de 1978). Una constitución que no quiso mirar y ni siquiera mencionar al pasado y que, por el contrario, quería incorporarse, parecerse, homologarse a las normas políticas, sociales y económicas de los países europeos más avanzados.

No es nada casual que ese documento fundador de la democracia, tenga como sus primeras palabras "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho", el Estado de Bienestar como propósito maestro de aquella, envidiable y destapada nueva república, de Luci, Pepi y Bom.