
La última palabra escrita por la filósofa Hannah Arendt fue “Judging” (“Juzgar”). La encontraron en una hoja a medio comenzar en su máquina de escribir tras su muerte, el 4 de diciembre de 1975. Medio siglo después, en la era de la instantaneidad, esa palabra resuena como una pregunta urgente: ¿Qué le ocurre a una sociedad que pierde la facultad de juzgar?
La banalidad del mal: del burócrata al ciudadano digital
El concepto de la banalidad del mal nació para Arendt tras observar el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, un hombre que jugó un papel central en la aniquilación del pueblo judío en la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Allí, en el banquillo, Arendt no encontró un monstruo (sorprendentemente), sino a un hombre poco más que mediocre, cuya defensa se basó en clichés burocráticos. Descubrió entonces que su mal no surgía de una perversión deliberada, sino de una ausencia de pensamiento y de la incapacidad de detenerse a preguntarse qué estaba haciendo.
Hoy, esta banalidad no requiere de un burócrata detrás de un escritorio, pues como muchas otras cosas, la tecnología la ha democratizado. Es el ciudadano quien comparte, repite y reproduce contenidos sin pensar.
Las plataformas digitales nos ofrecen la “tranquilidad de pertenecer a un grupo que piensa igual” y la comodidad de no tener que cuestionar nada. Delegamos nuestro juicio a algoritmos que priorizan la viralidad sobre la verdad y construyen burbujas donde todo confirma lo que ya creemos. Como señaló Arendt, el peligro no es el mal radical, sino que cualquiera puede caer en la banalidad del mal: solo basta con dejar de pensar.
La era de la mediocridad algorítmica
El mecanismo de la banalidad ha evolucionado pues ya no necesita la fría eficiencia de la burocracia estatal, en el mundo de hoy le basta con el diseño de un feed o timeline.
Las plataformas digitales fomentan el juicio instantáneo sobre un pensamiento matizado, premian la reacción emocional sobre la reflexión y convierten a los usuarios en repetidores automáticos de discursos prefabricados.
Esta dinámica ataca directamente la voluntad de pensar, pues la manipulación mental no ataca la inteligencia, sino la voluntad de usarla. ¿El resultado? una mediocridad sistémica donde la irreflexión se amplifica a través de redes que nos convierten en “burócratas” de contenidos que ya no cuestionamos.
La capacidad de juzgar y la empatía
Frente a esta crisis, Arendt nos recuerda que el antídoto no está en la neutralidad, sino en la capacidad de ver la grandeza y la humanidad en todos los lados de un conflicto, sin por ello perder de vista la verdad de lo ocurrido.
Esto implica tener el coraje de mirar la realidad tal como es, incluso cuando es dolorosa o contradice nuestras narrativas cómodas, conformistas y hasta cierto punto reconfortantes.
En el debate público actual, no se trata de dar siempre igual peso a dos versiones, sino de tener la valentía de establecer y defender los hechos comunes.
El odio: la forma de no pensar
Arendt también nos ofrece una clave para entender la polarización tóxica de nuestras redes: “Se odia para no pensar”.
El odio se ha convertido en una herramienta política que bloquea activamente el juicio. Ofrece una identidad clara y alivia la ansiedad de tener que comprender la complejidad del mundo y de los otros, y eso es una respuesta emocional que reemplaza el esfuerzo del pensamiento crítico.
“Judging”: un testamento para la era digital
La palabra solitaria en la máquina de Arendt era, en efecto, su testamento político. En un mundo intoxicado de información pero hambriento de sentido, el juicio es más vital que nunca.
La voz de Arendt sigue hablándonos a 50 años de su muerte y nos recuerda que el peligro mayor no es el “mal”, sino la renuncia —cotidiana, cómoda e inescrupulosa— a pensar. Hoy nos enfrentamos a una maquinaria de irreflexión digital, y recuperar la capacidad de juzgar es un acto de resistencia.
Claro, esto no es cómodo ni fácil: requiere crear “espacios de silencio mental” en medio del ruido al que estamos acostumbrados en la actualidad, dudar metódicamente de lo que creemos y, sobre todo, asumir la responsabilidad radical por nuestros actos y pensamientos en el mundo común que, día a día, seguimos construyendo o destruyendo.
Arendt no escribió para nuestro tiempo, pero de alguna manera lo describió sin saberlo…