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El horror en un drenaje: los crímenes de la Descuartizadora de la Roma

Las viejas obsesiones sobre la honra de las mujeres y de sus familias encontraron una eficaz servidora en el México de los años 40: discreta, profesional, sin sentimentalismos o principios que estorbaran su labor. Pero en la mente de Felícitas Sánchez había algo más que el oficio de partera y abortista: un impulso violento y oscuro la llevó a convertirse en una terrible asesina que no pocos consideran serial.

Cuando Felicitas Sánchez declaró ante el Ministerio Público, afloró una historia de miseria y violencia que se amplificó en las páginas de los periódicos.

Cuando Felícitas Sánchez declaró ante el Ministerio Público, afloró una historia de miseria y violencia que se amplificó en las páginas de los periódicos.

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Estaba cansada, agobiada, harta de la vida. No podía moverse por ninguna parte de la ciudad sin que alguien la reconociera, y entonces la increpara o intentara agredirla. No era extraño. Su rostro se había publicado en toda la prensa de la Ciudad de México, en aquella, la primavera de 1941. Seiscientos pesos le habían costado a su pareja, el Beto, o el Güero Covarrubias, sacarla bajo fianza de la cárcel, en medio de la indignación general. Nadie se explicaba cómo era que Felícitas Sánchez Antillón, partera que se ganaba la vida practicando abortos, vendiendo niños, y si mucho apuraba, asesinándolos, estaba en libertad. Pero lo cierto es que, por falta de pruebas, el juez no había logrado encarcelarla por el delito de provocar abortos, y la lluvia de acusaciones de infanticidio tampoco habían podido probarse. No obstante, la prensa sensacionalista aseguraba que eran “más de cien” las pequeñas víctimas de la mujer.

Pero aquello ya no era vida. Ni siquiera la llamaban ya por su nombre. Era conocida por los espantosos sobrenombres que los cabeceros de los periódicos capitalinos, dándose vuelo, habían inventado para ella: la Descuartizadora de la Roma, la Ogresa de la Roma, la Trituradora de Angelitos.

No había sitio para esconderse: a donde quiera que fuera, la perseguiría el juicio de hombres y mujeres. Había perdido su miscelánea, La Quebrada, en la que había invertido todas las ganancias de su otro “negocio”. Y, desde luego, nadie había ido en su ayuda. ¡Ingratas! ¡Ingratos! Tantos problemas que le había solucionado a la “gente decente”, y nadie, ni siquiera por debajo del agua, había movido un dedo para sacarla del aprieto. Nada había qué hacer. Treinta años de andar en sus “negocios” en la ciudad de México, acabaron por pesarle. Pero aquel coro de voces violentas, iracundas, que a todas horas la tachaban de “asesina”, en un país que llevaba una veintena de años exaltando la figura materna de modo ruidoso y alborotado, no la abandonaban. Las escuchaba en todas partes; no importaba qué tanto se escondiera, qué tanto cerrara los ojos y se cubriera los oídos, las voces llegaban hasta ella.

Así, y sin hacer ruido, para no despertar al Beto; dispuestas tres cartas, una para él y otras dos para los abogados, se preparó para partir. No dedicó mucho tiempo a pensar en la hija que tenía: allá el Beto que se las arreglara. Al diablo todo. Al diablo todos.

Cuando Felicitas Sánchez declaró ante el Ministerio Público, afloró una historia de miseria y violencia que se amplificó en las páginas de los periódicos.

Felícitas había invertido todas sus ganancias en una miscelánea. Cuando se suicidó, una de las notas que dejó afirmaba que uno de los abogados que la defendían se había aprovechado de la situación para despojarla del comercio/.

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Felícitas Sánchez, la Descuartizadora de la Roma, tomó el frasco de Nembutal, e ingirió todos los comprimidos que pudo. Luego, se acostó a morir. Cuando el Beto despertó, por la mañana, ella ya estaba fuera de este mundo. No obstante, volvió a ganar la primera plana de todos los periódicos. Era el 16 de junio de 1941.

Un problema en el drenaje

El escándalo reventó el 8 de abril de 1941, cuando el abarrotero Francisco Páez mandó llamar a un plomero. Otra vez, se había tapado el drenaje que salía del pequeño edificio marcado con el número 9 de la cerrada de Salamanca, a pocos metros del sitio donde años antes Enrico Caruso deslumbrara a los capitalinos con su voz maravillosa. El problema venía del edificio y llegaba hasta la alcantarilla de los interiores del comercio. Páez mandó por un plomero y algunos albañiles para que arreglaran el desperfecto.

Al abrir la alcantarilla empezó el horror. El olor a podredumbre era intolerable. Hubo que levantar el piso del negocio para introducir en el drenaje algo que pudiera resolver aquello. El hallazgo aterró a los trabajadores: bloqueaba el drenaje una masa de carne en descomposición, mezclada con gasas y algodones ensangrentados. Venciendo el asco, los trabajadores continuaron la labor. El miedo les nubló el entendimiento cuando entre aquellos restos apareció el cráneo de un niño muy pequeño.

Páez llamó a la policía, desde luego, pero también llamó a los reporteros del periódico La Prensa, quienes se apersonaron con prontitud: tenían una nota de las grandes.

Empezaron las indagaciones. La única persona que podía ser señalada como sospechosa era Felícitas Sánchez Aguillón, inquilina única de la propietaria del lugar. Como la dueña solía estar fuera casi todo el día, nada podría decir acerca de los hábitos y costumbres de esa mujer a la que, los vecinos advirtieron, solían visitar numerosas señoras y señoritas “de clase”.

Interrogada por la policía, la propietaria no vio reparo en abrir las habitaciones que rentaba a Felícitas. Según los reporteros de La Prensa, había un cuadro estremecedor: un altar con velas, y dispersos, objetos como agujas, ropa de bebés, fotografías de infantes y un cráneo humano. Tanto policías como periodistas llegaron a la conclusión de que esa mujer practicaba abortos en esas habitaciones, y luego arrojaba los restos por las cañerías.

Felícitas había invertido todas sus ganancias en montar una miscelánea. Cuando se suicidó, una de las notas que dejó afirmaba que uno de los abogados que la defendían se había aprovechado de la situación para despojarla del comercio.

El hallazgo de restos humanos en el drenaje de la colonia Roma escandalizó a la capital entera. El caso de Felícitas Sánchez fue materia de primera plana de principio a fin/

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Muy pronto, la historia ya estaba en todas las bocas de la capital. La celebración de la maternidad era cosa joven en México; hacía 20 años que, por iniciativa del diario Excelsior, se celebraba el Día de la Madre, y era ya un hábito darle obsequios a la mujer, localizada por los reporteros, que más hijos tuviera, en una alborotada celebración de la fertilidad femenina bajo las leyes de la sociedad.

En ese México de los años 40, la mirada crítica hacia las mujeres que no acababan de someterse al canon de la madre abnegada era vista todavía con desconfianza; una mujer que no manifestara el anhelo de tener hijos o que maltratara a los que tenía, recibía, inmediatamente el calificativo de “desnaturalizada”; no podía ser considerada sino un monstruo aquella mujer que negara la que entonces seguía siendo considerada la vocación femenina por excelencia: la maternidad.

Por extensión, una mujer que contribuyera a la comisión de uno de los dos delitos que el Código Penal de la época tipificados como “contra la vida”, el aborto, no podía sino ser calificada por los valores y creencias de la época, como otro monstruo: tan criminal era la mujer que no deseaba al hijo concebido como aquella que la ayudaba a deshacerse de él. Quienes practicaban abortos eran llamados por la prensa policiaca, con retorcido ingenio, “fabricantes de angelitos”. Y aunque el aborto no era, ni de lejos, un fenómeno reciente, con múltiples causas y orígenes sociales, culturales y económicos, en 1941 la prensa entera, incluso los diarios más serios, se unieron a la condena: Felícitas era una criminal y como tal había que tratarla.

La búsqueda y el proceso

La policía acudió a la miscelánea La Quebrada, en busca de Felícitas. Pero ella, enterada por los chismes, que corrieron más rápido que las autoridades, decidió escapar en compañía de su pareja, el Beto Covarrubias.

El escándalo creció hasta niveles brutales en la prensa, y, de ser una mujer que practicaba abortos, Felícitas empezó a ser señalada como asesina de niños pequeños, de infanticida. Los reporteros de nota roja afirmaron que la mujer también vendía a los recién nacidos no deseados. Cuando no había manera de colocar a los pequeños, eran asesinados. Las investigaciones fueron asignadas a un detective, José Acosta, que, un año más tarde se haría todavía más famoso al ser quien arrestara a Goyo Cárdenas.

Felícitas no pudo escapar. Fue aprehendida el 11 de abril, y sus declaraciones se publicaron diariamente en los periódicos. Así se conoció una historia de miseria y violencia. Veracruzana, nativa de una comunidad llamada Cerro Azul, había nacido en 1890 y su madre no la quería. Los exámenes que le aplicaron aseguraban que en su infancia se entretenía maltratando y matando animales domésticos. Logró salir de su pueblo y estudiar enfermería. Se casó y tuvo unas gemelas. Algunas historias de la prensa aseguran que Felícitas quiso vender a las niñas y eso acabó con su matrimonio. Luego, ella prefirió irse a la ciudad de México, donde se estableció en 1910, con el oficio de partera.

En 1941 se dijo que desde sus días veracruzanos, Felícitas entró en la práctica de abortos y de venta de niños. Los reporteros insistieron en que ahí estaba el origen de su vocación criminal, que ejercía en sus habitaciones de la calle de Salamanca, a donde la visitaban damas en apuros, deseosas de liberarse de un embarazo, o no deseado, o que ponía en peligro “su honor”, condenándolas al desprestigio público y a no lograr un “matrimonio adecuado”.

Las declaraciones de la mujer electrizaban a los lectores de periódicos. Afirmó que llegaban a ella mujeres con problemas de embarazos o con sangrados terribles, y ella las ayudaba. Parecía que en esto había una cierta defensa de sus actividades, que, desde luego, el juicio popular descalificó.

Se apresó a un plomero, Salvador Martínez Nieves, que se encargaba de arreglar el caño de Salamanca 9 cuando las actividades de Felícitas tapaban el drenaje. Admitió ser cómplice de la mujer, porque recibía una buena paga por su trabajo y por ser discreto. Las revelaciones del plomero solamente consolidaron el juicio brutal contra la partera.

Hubo audaces que calcularon en más de 100 los abortos practicados y los niños asesinados por Felícitas. Pero lo cierto es que el juez que la procesó no pudo condenarla por esos delitos, porque carecía de pruebas. La acusación de aborto no se pudo demostrar por falta del cuerpo del delito. Tampoco se pudo detener a mujeres, justo en el momento de que Felícitas las atendiera, ni datos concretos acerca de las decenas de niños muertos que la prensa aseguraba. De hecho, el único delito por el que se pudo condenar a aquella mujer fue el de violación a las leyes de inhumación, y como la pena máxima era de seis meses de prisión, Felícitas Sánchez Aguillón pudo salir al pagar una fianza de 600 pesos.

Desde luego, el escándalo no amainó. Para Felícitas, la vida se había terminado. A dondequiera que fuera seguiría siendo la Descuartizadora, la Ogresa.

Prefirió el suicidio.

Una redada

A las pocas semanas del escándalo de la Descuartizadora, la policía detectó un consultorio médico donde se practicaban abortos. Sin vacilar, acudió a Isabel la Católica 88, para detener al doctor Manuel González de la Vega, a su personal, y a las 20 pacientes que hacían antesala. Aunque la prensa continuó el juicio moral que había emprendido contra Felícitas, las cosas fueron distintas. Entre las pacientes del médico había víctimas de violación, o mujeres cuyo embarazo ponía su vida en peligro, y estaban en el consultorio incluso con el apoyo de sus maridos. La buena fama profesional del médico González de la Vega y los detalles de cada uno de los casos diluyó el escándalo. Pudo el galeno rehacer su vida, pagando una multa de tres mil pesos. Felícitas Sánchez jamás dejó de ser la Descuartizadora de la Roma.