Opinión

Goyo Cárdenas, el estrangulador de Tacuba: un clásico del crimen

Los periódicos mexicanos le pusieron toda clase de sobrenombres: El Barbazul mexicano, el Vampiro de Mar del Norte, monstruo, bestia humana. Apareció a fines de 1942, un año particularmente intenso en materia de violencia y criminalidad: México entró en estado de guerra, de parte del bloque Aliado; las calles se habían llenado de ciudadanos furiosos, de todas las edades, que exigían “armas” para defender a la patria, después del hundimiento del petrolero con bandera mexicana “Potrero del Llano”, a causa del ataque de submarinos alemanes. Fue el año en que estuvimos en guerra, y, con todo lo que implicaba eso, hubo hechos de sangre estremecedores, que provocaron escándalo y discusión pública. Pero ninguno de aquellos sucesos fue tan sonado como el de Gregorio, Goyo Cárdenas, asesino de cuatro mujeres.

Todavía resonaba en la imaginación de la gente de a pie el horror causado por una mujer a la que la prensa bautizó como “la descuartizadora de la colonia Roma”, presunta responsable de numerosos abortos provocados a señoritas o señoras que deseaban mantener su buena reputación.

Entonces, en septiembre de 1942, una de las formas más inquietantes del homicidio, el asesinato serial, apareció en el México ensimismado en su participación en la guerra mundial, habituándose a los apagones, a los simulacros de bombardeo de aquel año, al servicio militar obligatorio, al nacimiento de un peculiar programa de radio, La Hora Nacional.

Entonces, Goyo Cárdenas apareció en la vida pública, desde una casita en la calle de Mar del Norte, en el barrio de Tacuba. Allí, bajo una capa de tierra, el horror, en forma de cuatro cadáveres, esperaba el momento de salir a causar el escándalo nacional.

LA NOTORIEDAD DE GOYO

Aquel hecho insólito llenó páginas y páginas de los periódicos y los semanarios de la época. No se sabía de un criminal así desde los lejanos tiempos porfirianos, cuando el torvo “Chalequero” asesinaba mujeres a la orilla del Río Consulado. Esta vez, el horror tenía la forma de un hombre joven, flacucho, con aspecto tímido, responsable de la muerte de cuatro mujeres jóvenes. Su nombre era Gregorio Cárdenas. Durante décadas, la prensa se referiría a él, familiarmente, como “Goyo”.

“Estudiante monstruo asesina a 4 jovencitas”, cabeceó algún periódico el 4 de septiembre de 1942, cuando Cárdenas fue encarcelado, al encontrarse los cuerpos de cuatro mujeres, estranguladas y enterradas en el patio de su casa, de la calle Mar del Norte, en Tacuba. Todo el país se estremeció, entre el horror y la compasión hacia las víctimas, que no disminuyó cuando se supo que algunas de ellas se dedicaban a la prostitución.

A Goyo lo llamaron de mil maneras, todas resabios del imaginario periodístico que en tiempos pasados volvía novela cada caso de nota roja: chacal, monstruo, troglodita, bestia humana, “de rostro simiesco” (¡), barba azul, erotomaníaco infrahumano, sádico y cínico criminal; lobo feroz, tigre, el asesino máximo de todos los tiempos.

Nunca dejó de sorprender su aparente serenidad. A veces, parecía agobiado, engentado, pero no mucho más. Se desató el debate: ¿el asesino era un criminal o simplemente estaba loco? Con la indignación colectiva a flor de piel, el semanario Tiempo le preguntó a los ciudadanos: ¿Debe restablecerse en el Distrito Federal la pena de muerte? Cinco mil 325 capitalinos dijeron que sí; 4 mil 838 opinaron que no.

En un intento por esclarecer lo que bullía en la mente de Cárdenas, se sucederían, uno tras otro, concienzudos análisis y dictámenes siquiátricos. El caso Cárdenas contiene veinticinco de estos estudios.

Los crímenes de Goyo competían en las primeras planas con la aprobación, en la Cámara de Diputados, del proyecto de ley que daría origen al Instituto Mexicano del Seguro Social; mientras Pemex pregonaba con abundante publicidad las bondades de los aceites lubricantes que producía, tan buenos para dejar unos patines en espléndida forma y también para poner al centavo las máquinas de escribir.

Y mientras la “juventud patriota” se arremolinaba para recibir una instrucción militar elemental, Goyo era ingresado en un hospital siquiátrico, después de que todo el país se había enterado de sus aterradoras descripciones de los asesinatos cometidos: confesó que extraños accesos lo invadían, con mareos, súbitos calores, torbellinos silbando en sus oídos; accesos que surgían después de tener relaciones sexuales con una muchacha y terminaban con esa misma chica, muerta, a sus pies.

Goyo se volvió una celebridad del mundo carcelario mexicano. En su honor, el Taller de Gráfica Popular, que cada año producía sus calaveras, para regocijo de los lectores, e influenciadas por los sucesos del momento, se superó a sí mismo: ya habían publicado las “Calaveras aftosas” –por la epidemia de fiebre aftosa, desatada por el consumo de leche bronca de vacas infectadas- y las “Calaveras Chamuscadas (por la guerra); las del día de Muertos de 1942 fueron, naturalmente, las “Calaveras Estranguladoras”.

GOYO Y SUS VÍCTIMAS

Costaba trabajo creer que ese muchacho flacucho, un tanto esmirriado, había sido capaz de matar a cuatro mujeres. Pero ante el juez 14 de la Quinta Corte Penal, Goyo dijo que, la verdad, jamás se había preocupado por hacer ejercicio. Con mayor razón se discutieron sus declaraciones, según las cuales, un acceso que lo sumía en una extraña inconciencia, lo convertía en una furiosa máquina de matar.

La policía llegó hasta la casa de Gregorio Cárdenas siguiendo los pasos de una estudiante de preparatoria desaparecida. El padre de Graciela Arias, de 21 años había acudido a las autoridades cuando su hija no volvió a casa. Mencionó, entre las amistades cercanas de la muchacha, al famoso Goyo, estudiante de química, empleado de Petróleos Mexicanos y propietario de una pequeña casa en Tacuba.

En uno de esos casos en que la policía actuó con celeridad, el padre de la muchacha desaparecida puso la denuncia el 3 de septiembre de 1942. Al día siguiente, policías designados para el caso hallaron el cuerpo de la muchacha, enterrado en el patio de la casa de Goyo.

Los condiscípulos de Graciela dijeron que la noche del miércoles 2, ella subió al auto Ford, con placas B-901, que, sabían, era de Cárdenas. Era una noche de fuerte aguacero, y a nadie le extrañó que la chica abordara el coche. La policía decidió seguir la pista.

En la casa de Mar del Norte, los policías encontraron a la madre de Goyo. Su hijo, afirmó, “se había vuelto loco”. La noche anterior lo había internado en un sanatorio mental de Tacubaya. Recelaron los gendarmes. ¿era una coartada, un engaño para sacar al muchacho de la investigación? Se fueron a Tacubaya en busca del que ya era un claro sospechoso.

El “loco” hizo honor a su diagnóstico: dijo que era “el hombre invisible”, que con pastillas inventadas por él, podía volver invisible a la gente. Pero la policía no le creyó. El demente era muy listo y estaba fingiendo.

Se determinó catear la casa de Mar del Norte 20. En el patio, el detective José Acosta Suárez y sus colaboradores vieron tierra removida. Se acercaron a revisar. Ahí los aguardaba el horror del asesinato múltiple.

Cuatro cadáveres femeninos estaban ahí, casi a flor de tierra. Las azoteas de las casas vecinas estaban llenas de curiosos. Ahí estaba el cuerpo de Graciela Arias. Las investigaciones determinarían después que los otros restos correspondían a María de los Ángeles González, de 16 años, a Raquel Martínez León, de 14, y Rosa Reyes Quiroz, de 16. La policía aseguró, después de indagar quiénes eran esas mujeres, que se dedicaban a la prostitución. A ellas, según confesó después Goyo Cárdenas, las mató en agosto: a María de los Ángeles el día 10, a Raquel el día 23, y a Rosa el 29 de agosto. Graciela Arias, de la que dijo, “era su novia”, la mató la noche del 2 de septiembre.

La sociedad se escandalizó de tanta violencia. El loco Gregorio siguió hablando. De sus primeras tres víctimas dijo que había tenido relaciones sexuales con ellas y después las había matado. Pero de Graciela estaba enamorado. Dijo que sí había tenido sexo con ella, que luego la había matado, y después había violado el cadáver.

EL PROCESO Y LA REIVINDICACIÓN DE GOYO.

Después de muchas discusiones que intentaron determinar si Cárdenas era o no un enfermo mental, se le recluyó en el viejo manicomio de La Castañeda, de donde se había escapado, “de vacaciones”, una Navidad, la de 1948 El suceso puso al descubierto que las autoridades policiacas consideraban un derroche ponerle un guardián a Goyo, que lo vigilara dentro del manicomio. Para evitar una nueva fuga, finalmente lo habían llevado a Lecumberri. Duraría encerrado 34 años y se convirtió en una celebridad del ámbito criminal.

¿Por qué el horror empezó a disiparse? Porque tras las rejas de Lecumberri, Goyo se transformó en un personaje peculiar, en un preso modelo: estudió Derecho, pudo titularse, y ayudaba a algunos reclusos con sus procesos. Colaboraba en los talleres de oficios que mantenía la prisión, y hasta se dio tiempo para conseguir novia, casarse y tener cinco hijos.

En los años 70 del siglo XX, cuando se discutió la posibilidad de convertir las cárceles en centros de rehabilitación, según novedosas corrientes criminalísticas, las autoridades mexicanas consideraron que Goyo era la prueba de que un criminal podía rehabilitarse y convertirse en un ciudadano útil para la sociedad.

Goyo, se concluyó, podía salir en libertad: pero su liberación no fue ni discreta ni serena. Se convirtió en un espectáculo político.

A Gregorio Cárdenas, culpable de cuatro asesinatos en el verano de 1942, se le aplaudió, nada menos, que en el Senado de la República, treinta y cuatro años después de que enterró a aquellas muchachas en el patio de su casa. El testigo de honor era Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación.

Era septiembre de 1976: el Palacio Negro, la cárcel de Lecumberri había sido cerrada apenas un mes antes. Con su cierre, nacía un nuevo modelo carcelario, una estrategia que conseguiría, verdaderamente, la reintegración de los reclusos a la sociedad, convertidos en ciudadanos útiles. Goyo parecía ser la encarnación de esos anhelos setenteros.

Cuando puso un pie fuera del Reclusorio Oriente, a donde lo trasladaron al cerrar el llamado “Palacio Negro”, Goyo volvió a ser nota de primera plana. Aquel sesentón de aspecto afable había recibido un indulto del presidente Luis Echeverría. Nadie recordaba los tiempos en que generó histeria colectiva, cuando se escapó de La Castañeda, y las mujeres de la capital se negaban a estar en la calle al anochecer, temiendo un nuevo ataque del asesino de Tacuba.

Se dijo en 1976 que Goyo, era “un caso de éxito”, y la prueba de que las cárceles mexicanas sí eran centros de readaptación. “Tanto en su conversión de hombre a monstruo como de monstruo a hombre”, dijo el secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, “había habido una fuerte influencia de los aparatos económicos, políticos y culturales”.

EPÍLOGOS INQUIETANTES

Goyo murió en 1999, a los 84 años de edad. Jamás volvió a dar de qué hablar, en cuanto a comportamiento violento. No ha dejado de fascinar a los seguidores de la nota roja y a los estudiosos de las enfermedades mentales. Hay investigaciones recientes que, incluso, han vuelto a analizar sus declaraciones y se permiten dudar acerca de la culpabilidad del Vampiro de Tacuba. Hoy, a estas alturas del siglo XXI, cuando México vive tiempos en que se normaliza la violencia y los feminicidios sin resolver constituyen uno de los grandes problemas nacionales, hay quien afirma que, si apareciera un nuevo Goyo Cárdenas, el sistema de justicia se vería en problemas para saber a dónde recluir al personaje, ¿en una cárcel o en un hospital para enfermos mentales?

Lo terrible, ochenta años después, es que ya hay sucesores de Gregorio Cárdenas. Y deben muchas más vidas.

Son peores que el criminal legendario.

Costaba trabajo creer que aquel joven flacucho había sido capaz de matar a cuatro mujeres

Costaba trabajo creer que aquel joven flacucho había sido capaz de matar a cuatro mujeres