Cuando se comenzó a fincar en lo que se llamó Nueva España una forma de vivir que no era ni completamente europea ni completamente indígena, la cerveza ya era cosa antigua al otro lado del mar. Popular y consumida en abundancia durante la Edad Media, los hombres del Renacimiento nunca le hicieron el feo, y no fueron pocos los monasterios que ganaron fama por sus buenas cervezas, y se volvió un asunto de mercado y oferta. Las rutas de peregrinaje hicieron que aquellas bebidas monacales fuesen ganando en calidad para atraer clientela. Así, la bebida arraigó y generó su propio espacio. ¿Cómo dio el salto a los reinos americanos?
Apenas terminaba la etapa más cruenta de la Conquista, cuando aún Tenochtitlan estaba en ruinas, comenzaron a configurarse nuevos hábitos respecto al consumo de bebidas: mientras los españoles mantenían sus costumbres y bebían grandes cantidades de vino, los indígenas, liberados de las duras restricciones que las costumbres mexicas imponían respecto de la ingesta del pulque, se aficionaron en extremo a tomarlo. Así, las dos bebidas alcohólicas más populares de la Nueva España fueron, durante muchos años, el vino y el pulque.
Por eso, llama la atención que, todavía no se cumplían ni treinta años de la caída de Tenochtitlan, cuando ya estaba desembarcando en la Nueva España, en 1542, un caballero llamado Alonso o Alfonso de Herrera, que traía bajo el brazo una cédula real que lo acreditaba como maestro cervecero, con autorización para establecerse en el reino. Herrera había tenido la iniciativa de proponer la idea, pero el responsable último era un hombre apasionado por la buena comida y la buena bebida, a pesar de los achaques que tales aficiones le acarrearon. Su nombre era Carlos V, el gran emperador, que, a la larga se construyó una sólida fama de exigente glotón.
EL EMPERADOR TIENE HAMBRE
Están documentadas, con abundancia y detalle, las exigencias gastronómicas de aquel rey, en cuyos dominios nunca se ponía el sol. Se afirma que era de voraz apetito, y algunos testimonios hablan de un hambre constante. Flamenco de origen, heredero de la rica cultura borgoñona, capaz de rivalizar, y por temporadas hasta opacar el boato de los reyes de Francia, su paladar era complejo, variado y definitivamente glotón.
A Carlos V lo vio comer un diplomático inglés llamado Roger Ascham. Impresionado, contó después cómo vio al emperador despachar tajada tras tajada de buey cocido y de cordero asado, para luego pasarse a la liebre guisada al horno, y luego entrarle a los pollos capones. Todo, desde luego, acompañado por varios tarros de vino del Rhin. Se sabe que, como vicio de familia, tenía pasión por los melones -se contaba que su bisabuelo, el emperador Federico, había muerto de una congestión provocada por un atracón de melones. Carlos V solía decir, convencido, que “es mejor un ruin melón que un buen pepino”.
Tanta gula, y aquella hambre constante, desde luego, le acarreaban frecuentes indigestiones. Pero ningún malestar le quitaba el apetito a Carlos V. Alguna vez, le visitó un famoso médico milanés, Giovanni Andrea Mola, que le prescribió dos cosas: beber menos cerveza y disminuir sus raciones de comida. El monarca contestó que eso, para un flamenco como él, era mucho pedir. Demasiado pedir. Casi un insulto. Y luego, lo ignoró.
Ni siquiera en aquellos famosos tiempos pasados en retiro, en el monasterio de Yuste, Carlos V se moderó. La revisión de la correspondencia que del emperador se conserva, revela que la comida era una de sus preocupaciones esenciales, y se la pasaba escribiendo a la corte, incordiando a su hijo, Felipe II, para que le mandaran esto o aquello, quejándose o dando detalles rigurosos de lo que deseaba.
En torno al emperador se tejió una intrincada red de obsequios gastronómicos que aquel hombre engullía con entusiasmo: de Valladolid le mandaban pasteles de anguilas, de Zaragoza, terneras, de Gama, perdices, de Denia, salchichas, y de Cádiz anchoas; Sevilla enviaba ostras, Lisboa lenguados, Extremadura aceitunas y Toledo mazapanes. El corregidor de Palencia se jaloneaba con los conventos y monasterios para sacarles golosinas y exquisiteces para tener contento al real tragón.
La lista de sus antojos y comidas en enorme. A la par corría la lista de bebidas, y en ella la cerveza tenía un lugar preponderante. Cuando se fue a Yuste, se llevó a un maestro cervecero Enrique Van der Trehen, con todos los artefactos necesarios para producir la bebida.
Es Carlos V quien lleva la cerveza a España. En 1537, ya había un maestro cervecero produciendo en Madrid. Costó trabajo promover el consumo de la nueva bebida, que al principio solamente tomaba el emperador y todos los caballeros alemanes y flamencos que había en su corte, y, en realidad, hasta el reinado de Felipe II se consolidaría la producción de cerveza en España.
Pero Carlos V había dejado su huella, como en otras muchas cosas, en el mundo de la comida y la bebida, y accedió que Alfonso de Herrera cruzara el mar para empezar a producir cerveza novohispana.
EL RASTRO DE LA CERVEZA
Antes de que autorizara el emperador la fabricación de cerveza en este reino, ya se había traído la bebida, procedente de Flandes y de los reinos germanos. A mediados de 1542, Carlos V firmó la cédula que autorizaba la producción novohispana, con dos condiciones: la corona española recibiría un tercio de las ganancias, y el fabricante costearía el viaje de los maestros que operarían los calderos y todo el equipamento que fuera necesario. Eso sí, De Herrera recibió lo que hoy se llamarían beneficios fiscales: podía cultivar todos productos necesarios para elaborar la cerveza y, para garantizar la operación de la cervecería, recibió permiso para importar 200 esclavos, sin pagar los impuestos correspondientes.
Muy contento, De Herrera escogió el lugar adecuado para la cervecería: la Hacienda del Portal, en Amecameca, a la que llamó Brazería. Se decidió por un emplazamiento casi al pie de los volcanes, por el agua, abundante y de excelente calidad.
Así empezó a difundirse la cerveza novohispana. Quienes la probaron dijeron que tenía muy buen sabor, incluso, mejor que el del pulque. Pero la cebada y el trigo eran escasos y caros, y eso convirtió a la bebida en algo prácticamente inaccesible. Una botella de cerveza costaba la estratosférica cantidad de ocho reales. Para abaratarla, a De Herrera se le ocurrió adulterar la cerveza, y, nuevamente, quienes probaron aquello dijeron que era un brebaje repugnante.
Gobernaba en esos años el primer virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza, que, a causa de una escasez temporal de vino -que se traía de Europa- discurrió que el hueco podía subsanarse con cerveza, y ahí estaba el señor virrey, con todos sus servidores y funcionarios, bebiendo cerveza para promoverla y atraer a la gente al consumo del producto. Pero la gente no mordió el anzuelo, y la cerveza siguió siendo un artículo de escasa circulación.
Pasaron los años. Gobernaba ya el virrey Luis de Velasco, cuando en 1558 murió Alfonso de Herrera, el primer fabricante de cerveza de América, casualmente, el mismo año en que falleció Carlos V. El negocio se apagó. Pasarían siglos antes de que la producción de cerveza en México tuviera un perfil industrial y se convirtiera en uno de los indispensables de la cultura nacional.
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