
Parece ser la distopía del año y en ella Wes Anderson nos dice que la historia se repite. “Hace diez siglos, antes de la Era de la Obediencia, los perros merodeaban con libertad marcando su territorio”. Sin embargo, la dinastía Kobayashi “arremetió contra las desprevenidas bestias de cuatro patas” y “en vísperas de la aniquilación canina total un niño guerrero, en desacuerdo por el asedio a los desvalidos perros, cortó la cabeza del líder del clan Kobayashi traicionando a su especie”. De esa manera los perros sobrevivieron, crecieron y se multiplicaron.
Ahora los Kobayashi siguen gobernando y se lanzan otra vez contra el enemigo histórico para que nuevamente un niño rescate a los perros de la isla donde han sido confinados y donde están a punto de ser exterminados.
En su película no son los ciudadanos japoneses los que se opondrán a la política del alcalde en su sexta reelección. La postura crítica de la sociedad está representada por una estudiante norteamericana que organiza la oposición visible.
La portadora de los ideales libertarios y ciudadana de Ohio, Estados Unidos, acaba triunfando en un país donde sólo la prosapia de Atari puede remediar el entuerto. Para Wes Anderson es la nación norteamericana la que lleva el pensamiento de libertad a un país de dictadores dinásticos, y es Japón el país de la obediencia.
Esta manera de plantear las cosas es común en los directores norteamericanos. A veces parece que, para los que crecen en la tierra de Donald Trump, «estereotipo es realidad».
Lo curioso es que la vigencia de la pena de muerte en los Estados Unidos parece ser ignorada por el director de la película. Japón y EU conservan la pena de muerte como muestra de que es posible la convivencia entre la barbarie y la riqueza económica. Ambos países mantienen esta retrógrada y brutal costumbre que delata su primitiva manera de entender la justicia. La pena de muerte en estos países muestra que el desarrollo económico no implica desarrollo general y que todo el dinero del mundo no alcanza para comprar un Víctor Hugo, un Tomás Moro, un Tolstoi o un Gabriel García Márquez.
Con todo esto el director decide moderar al sobrino malagradecido que condena a su tío a la pena capital. Para esto ocupa la intervención civilizatoria de los EU en Megasaki.
En fin, todo resulta previsible viniendo de cine gringo. También el hecho de presentar una historia de machos en que el lado femenino sólo contempla el devenir de las cosas mientras despliega algunas de sus gracias ante el héroe de voz grave y aire distraído. Del lado humano la rebelde opositora es mujer, pero esto es comprensible por que viene de Cincinnati, EU.
Todo es usual en La Isla de Perros, excepto por algo: Un científico japonés que no logra vincular sus logros en el laboratorio con el activismo social representa a la minoría razonable con soluciones sensatas.Ya en arresto domiciliario Watanabe recibe comida envenenada. Él se percata a tiempo de la presencia de una sustancia tóxica en el wasabi. La potencia mortal del veneno es diez veces mayor que la necesaria para matar a una ballena, pero aun así decide comerla para transformar un atentando en suicido. El científico se convierte así en la única víctima de la canina historia.
Es inusual encontrar en el cine científicos como éste. El romanticismo del siglo XIX no es lo que uno esperaría en una película del siglo XXI. Lo más común en la pantalla grande es la presencia del científico que promueve la destrucción a partir de su insensible relación con los demás. Sin embargo, Isla de Perros nos muestra a un científico atormentado y melancólico. Sólo la muerte lo libera del fracaso y de un mundo invadido por la tristeza y la desesperación.
* Investigador del Cinvestav
Copyright © 2018 La Crónica de Hoy .