Opinión

Posverdad y escepticismo

Retrato de un hombre con sombrero y gafas
Retrato de un hombre con sombrero y gafas Retrato de un hombre con sombrero y gafas (La Crónica de Hoy)

En tiempos de posverdad, fakenews y demagogia populista, sería prudente apelar a la cultura del escepticismo. A diferencia de lo que se suele repetir, los escépticos no son quienes siembran incredulidad. En la antigüedad, el escéptico era reconocido como un buscador de la verdad, antagonista del dogmatismo de las escuelas filosóficas. La vida del filósofo se concebía como una interminable odisea, donde la certeza era un animal peligroso. La verdad se representaba como una metáfora del viaje. Lo importante no era la meta, el lugar a donde quieres llegar. Viajar era la experiencia. La búsqueda se convierte en el único objetivo. Como lo ha escrito Claudio Magris, “no se viaja para llegar, se viaja para viajar”. El escepticismo antiguo fue un arte nómada, con itinerarios móviles y a salto de mata. Nada más arriesgado que la tranquilidad de ánimo del sedentario. Nada más hospitalario que la mudanza intermitente. Cuando no se tiene un final, tampoco hay un punto de salida, solo existe el movimiento continuo.

A partir del siglo XVI, en coincidencia con la difusión del pensamiento renacentista, surgió el escepticismo moderno. Su tarea crítica inventa un nuevo ejercicio de la duda. Los escépticos renacentistas —el mayor testimonio son los Ensayos de Michel de Montaigne— cuestionan la doctrina clásica. Su designio ya no es una interminable exploración del cosmos, sino otra pasión, quizá menos ambiciosa. Abandonan el nomadismo de sus antepasados y disparan sus dudas como un arma de conocimiento. Su escepticismo renacentista radica en una suspensión del juicio. El conocimiento ya no se sostiene en un andamio de certezas sino en el persistente desafío de la crítica. Más que la verdad, lo fundamental es falsear nuestras pálidas certidumbres. Su idea de la reflexión gravita en torno al ensayo de la duda y la escuela de la sospecha. La filosofía debe tratar de demoler nuestros prejuicios, tanto como amenazar y hostigar nuestras seguridades. La tarea del escéptico moderno consiste en ajustar cuentas con nuestras “sospechosas certezas”, para drenar el pensamiento de los desechos que lo obstruyen. Más que recorrer los senderos de la razón establecida, abrir caminos al pensar. En el caso de los antiguos: la verdad es una búsqueda infinita; para los modernos, el valor de la verdad está en la refutación de las certidumbres o los prejuicios.

Nietzsche plantea un nuevo paradigma que atañe no a la relación con los objetos de conocimiento, sino a la conducta frente a la mentira y la simulación. Quien aspira a la verdad, no pretende la libertad o la sabiduría; aspira a algo más mundano: evitar ser perjudicado por el engaño:

“Los hombres no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados mediante el engaño; en este estadio tampoco detestan en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas clases de embustes. El hombre nada más desea la verdad en un sentido limitado: ansía las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida; es indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias e incluso hostil frente a las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos”.

La pregunta por la verdad está en el centro de la esfera pública. Cómo constar que la información difundida es real. Cómo verificarla. Cómo reconocer el engaño y la trampa. Hoy la respuesta a este debate invita a releer a los autores escépticos para reconocer que la verdad es un animal escurridizo, que tiene camuflaje y extraños recursos para evadir a sus cazadores.

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