Con la cuchara grande
Conforme se disipan los polvos de la batalla electoral, el sistema político mexicano se adentra a una decisión que marcará su propia naturaleza. Y es que no es lo mismo una amplia mayoría, que una mayoría exagerada, malhabida, una mayoría capaz de cambiar -ella sola- la Constitución.
Acordemos: solo los más necios pueden dudar o poner en cuestión la amplitud del triunfo electoral de Morena el pasado 2 de junio. Se sabe: 45.5 por ciento de la votacion para Claudia Sheinbaum, 40.8 por ciento para senadores y 40.8 para diputados. A estas cifras debe añadirse los votos que se emitieron y canalizaron al PT y al PVEM, con ellos la candidata ganadora se lleva 59.7 por ciento del total y en diputados, la suma de la coalición triunfante (Morena, PT-PVEM) alcanza el 54.9 por ciento del total.
Estamos ante una conformación que el país no veía desde la segunda mitad de los años setenta, esta vez, fruto de un proceso que expresa la voluntad del pueblo (con una secuencia larga de abusos estatales e ilegalidades diversas) que forman parte de la misma historia.
Por ahora, concentrémonos en un nuevo abuso: la coalición gobernante no solo obtuvo la mayoría, sino que -vía rápida- quiere hacerse de una mayoría calificada, mayor al 66 por ciento y para eso se prestó la secretaria de gobernación.
Afortunadamente, se ha puesto la discusión en la palestra y de mi parte, quisiera agregar otro argumento sobre la lógica histórica que ha esculpido a nuestra constitución para evitar mayorías abusivas, o sea, mayorías que no se corresponden con las mayorías que emergen de las urnas.
En 1977 fueron 100 y luego, en 1986, 200 diputados plurinominales que se introdujeron a la integración de la Cámara precisamente para corregir la distorsión mayoritarista. Así se habló y así se discutió en esos años y en esos términos: los diputados de representación proporcional existirán para amortiguar distorsiones: si obtienes el 40 por ciento de los votos no te puedes llevar el 60 por ciento de los diputados.
Desde entonces, lo que la constitución y la ley electoral mexicanas buscan es el reflejo más exacto entre votos y escaños, y por eso existe esta otra disposición: que ningún partido pueda llevarse más de 300 diputados por ambos principios.
Luego, en 1996 se introdujo un tercer elemento, un tope explícito a la sobrerrepresentación: en ningún caso una coalición o partido podrá tener más diputados que votos dentro de un límite de 8 por ciento.
Este es nuestro diseño constitucional: lo democrático es que cada fuerza política tenga tantos diputados como porcentaje de su votación. Tantos votos, tantos escaños, sin trampas, ni transferencias.
El problema que tenemos hoy, consiste en que la regla no ha sido aplicada con rigor en las últimas tres elecciones y, por inercia, Morena y sus aliados que acudieron en coalición a las elecciones, pueden alegar que dejaron de serlo a la hora del reparto. Una ficción que defrauda la ley.
Mi argumento es que el hecho de que la fórmula de reparto no se haya aplicado bien en elecciones anteriores, no nos condena a seguir así: violando y suspendiendo a la constitución por toda la eternidad. Al contrario: el asunto requiere una corrección, una nueva interpretación de las autoridades electorales que devuelva legalidad y constitucionalidad a la conformación de la Cámara baja.
Quien obtuvo mayoría no puede reclamar que le sea regalada mayoría calificada. Eso no es constitucional ni democrático. Es la incontinencia de quien, a costa de los demás, gusta por servirse con la cuchara grande.