El 27 de junio de 2022, en el discurso central anual de la asamblea del Banco de Pagos Internacional, Agustín Carstens gerente general, advirtió que “la inflación se podría intensificar durante un tiempo prolongado” y exhortó a “actuar con rapidez y decisión”. El también ex gobernador del Banco de México remató con enfásis lo que ha repetido hace tres décadas: ante la posibilidad de “un aumento a los salarios en los próximos meses, la inflación podría ser elevada durante mucho tiempo” (https://tinyurl.com/y9jz6du5).
La sabiduría del señor Carstens está fuertemente anclada en esa creencia: el gobierno de la inflación (entiéndase, los bancos centrales) debe asumir como uno de sus instrumentos esenciales no solo a la masa monetaria, tasas de interés, tipo de cambio, manejo de expectativas, sino que en una invasión absoluta de esferas, fuera del ámbito monetario… a los salarios. Y su credo sigue siendo escuchado y premiado por un mainstream economicista que, a estas alturas, todavía no se hace cargo de las graves consecuencias de su feroz modelo de liberalización: la peor crisis financiera desde el crack del 29 (en 2008) y el consecuente empobrecimiento global, enésima recesión en solo una generación y frustración de masas frente a la democracia.
Aún y con esas, o más bien, por esas, Carstens fue galardonado el viernes pasado con el Premio de Economía Rey de España. Ha sido “actor principal” en la transformación de México dicen “hacia una economía abierta y moderna… hacia un mercado emergente… con uno de los mercados de deuda pública más sofisticados del mundo emergente”.
Es cierto: estamos ante uno de los responsables principales. Como tesorero y director general del Banco de México. Como subsecretario de Hacienda del presidente Fox y como secretario de Hacienda en el periodo de Felipe Calderón, antes de ser gobernador del Banco central en el sexenio de Peña Nieto. Un récord de continuidad.
El jurado (constituido entre otros, por un exclusivo club de banqueros centrales) señalan la participación de Carstens en “la estabilización macroeconómica después de la crisis del Tequila en 1994, en la reforma de pensiones y en el régimen autonómico de Banxico”. Están allí, también, sus formularios de objetivos de inflación que son utilizados en muchas partes del mundo. Carstens es así “uno de los responsables de política económica más importantes e influyentes en el ámbito iberoamericano en las últimas tres décadas”. Y tienen razón.
Carstens es uno de los comandantes de ese ejército de ocupación de las agencias económicas del gobierno mexicano. Es el demiurgo de una argumentación -una ideología en realidad- que sigue dominando la formulación de políticas públicas hasta hoy.
Incluso en este pasaje de polarización extrema, su economicismo es una creencia compartida por López Obrador, igual que por el PAN, el PRI y buena parte de la academia: el gobierno tiene que ser mínimo, barato, austero y ese bajo costo, está encima de los propósitos económicos y sociales que el Estado debería resolver.
Pero Carstens, además, tropicalizó un meta-guión según el cual el aumento a los salarios (especialmente los mínimos) traerían desempleo, crearía informalidad y generaría inflación. Y solo es dable un aumento, acaso, si aumenta la “productividad” del trabajo.
Suposiciones de mediados del siglo XIX, estilizadas en 1950 por G. Stigler de Chicago, que se ha demostrado rematadamente falsa y fuera de evidencia, en Inglaterra, Alemania, Canadá, Uruguay, del siglo XXI e incluso, en estos cuatro años trastornados de populismo mexicano: el salario mínimo ha subido en dos terceras partes sin causar ninguna de sus advertencias. ¿Porqué? Entre otras cosas, porque nuestros salarios son rematadamente bajos.
Sin embargo, a pesar de esas evidencias, Carstens lo continúa repitiendo: no suban salarios, ayer con el pretexto de la “atracción de capitales”, antier por no descontrolar el sistema de precios y ahora, para no crear una “espiral inflacionaria”. Siempre, la misma historia.
Desde los Pactos de Estabilización en los ochenta, se usó y abusó del salario, especialmente del mínimo, para ubicarlo por debajo de las necesidades ¡alimentarias! de los trabajadores. Podríamos argüir que era un momento de emergencia, pero como vieron que funcionaba, los economicistas prolongaron la depresión salarial, usándola continuamente para contener la inflación y amortiguar las recurrentes crisis, producto de su propio modelo.
Y algo más. Desde finales del siglo pasado la evidencia empírica ha mostrado que no hay tal relación automática entre aumentos salariales e inflación, entre otras cosas, porque los salarios, casi siempre exigen incremento como respuesta a aumentos de precios que ya sucedieron, son una reacción de recuperación. Un estudio reciente del FMI (ningún sospechoso de socialismo) muestra que “Las espirales definidas como una aceleración sostenida de precios y salarios, son difíciles de encontrar en el registro histórico reciente. De 79 episodios identificados que se remontan a la década de 1960, solo una minoría de ellos experimentó una mayor aceleración… en casi todos los casos, los salarios nominales tendieron a ponerse al día con la inflación para recuperar parcialmente sus pérdidas reales” (https://cutt.ly/xMVBddD).
Ese estudio de la realidad, como cientos de otros, son los que el premiado Agustín Carstens y el maisntream que lo escolta, se siguen negando a reconocer, en una actitud más cercana a la ideología que al supuesto rigor técnico.
Entendámonos: mi objeción a Carstens no es que en su mandato como gobernador de Banxico no haya contenido, en un rango razonable, la inflación. Mi objeción es a costa de qué lo hizo. Invadiendo esferas de gobierno y provocando que millones de trabajadores pobres durante décadas, con salarios atados artificialmente, para que el galardonado pudiera jactarse del cumplimiento de su mandato único.
Y luego se aterran del descontento y de la cargadísima, amenaza populista.
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