Opinión

El fin justifica mis miedos

Desde luego que la discusión respecto de la constitucionalidad, convencionalidad, necesidad, carácter oficioso y otras cuestiones más acerca de la prisión preventiva es importante, de ahí que en las últimas semanas este tema haya acaparado cualquier cantidad de espacios, públicos y privados, de los que no me pude exceptuar. Sin embargo, más allá de la discusión formal que pudo concluir transformando una parte importante del sistema penal y además trascender de forma sensible en materia de derechos humanos, subyace una lucha inacabada de fragmentación social que muchas veces, fruto de la manipulación y otras tantas por voluntad propia, protagonizamos.

Todavía hoy existen muchas personas que no sólo siguen apostando por la intervención dura y desmedida del Estado, amparado bajo el peligroso apotegma de que el fin justifica los medios, sino que además son consecuentes con esa convicción que expresan con fervor, así sea sólo desde la comentocracia.

Prisión preventiva

Prisión preventiva

También de forma opuesta a lo que se puede pensar, el sistema penal suele ser frágil y requerir de muy pocas evidencias para absorber la vida de una persona. Así, sin demasiado esfuerzo, sin demasiadas condolencias para con la persona implicada y demás afectadas colateralmente, el Estado -encarnado claro está, por individuos poderosos- con un estándar bajísimo y sin inversión de energías o de grandes recursos o capacidades institucionales de indagación, es capaz de arrebatar la libertad de personas, que hoy en México se cuentan por miles.

Los mirmidones de la prisión preventiva oficiosa sustentan su defensa en un supuesto temor fundado de sustracción al largo brazo de la ley. Esta afirmación, que de suyo constituye un reconocimiento implícito de incapacidad de control, a partir de una suposición que se tiene casi por dogma, sostiene que las personas, por gozar de buena posición económica, contar con amistades en el extranjero, disponer de visa y pasaporte, tener dos o más casas, son buenas y suficientes razones para apresar a alguien.

Imagínese a usted mismo, no a su vecino ni a un completo desconocido cuya detención se anuncia efusivamente en medios de comunicación, sometido a una acusación penal por el delito que le plazca suponer. Sin recursos económicos de sobra como para contratar una portentosa defensa, se conforma, aun a sabiendas de sus limitaciones, con los servicios públicos de defensoría. Su defensora asignada, con total justificación por el número de carpetas a su cargo, no le asegura nada, menos un futuro promisorio. Preso, con absoluta sensación de impotencia y desamparo, sobre usted, su familia y amistades, se cierne el lúgubre halo de desesperanza de un largo y tortuoso camino que apenas comienza. Unos cuantos días en prisión deben bastar para ablandar a cualquiera, piensa el Estado. Cual corona de espinas, el Ministerio Público le ofrece la alternativa del procedimiento abreviado cuya implicación no es menor. Usted reconoce la responsabilidad de un delito que está más que lejos de haber sido acreditado y, por ese generoso reconocimiento, con base en prácticamente nada excepto en una especie de confesión con fuerte tufo al pasado inquisitivo del Derecho Penal, que tanto nos hemos esmerado por olvidar, recibe una pena significativamente más baja que la que obtendría en caso de ser hallado culpable dos, cuatro, cinco, diez o quince años más tarde. Quizás pueda parecer un breve cuento de terror o un invento ocasional. Sí es de terror pero no es cuento ni invento, es la vida diaria de seres humanos.

Ayer expresó de forma contundente el Ministro Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, -lo parafraseo- que la prisión preventiva oficiosa no debe ser usada como política pública de combate al delito ni como herramienta de seguridad pública. El fin del Estado justifica mis miedos porque, desde otro poder se ha dicho precisamente lo opuesto y ese otro poder, más determinado y poderoso, va ganando.