Opinión

A solas con Ómicron

Si el día cero es el día de aparición de los primeros síntomas, entonces el mío fue en el que descubrí un inusual flujo nasal en mi cubrebocas, durante una caminata. Una alergia invernal, me dije, para mi propio consuelo. Aquel domingo todo siguió siendo aburrido, en la tarde y por la noche, hasta la llegada del día uno, en el cuál, el cansancio y una sensación de abulia invadieron la mañana. En flagrante contravención con las indicaciones de las autoridades, comprendí que era hora de hacer la prueba (PCR).

Variante ómicron

Variante ómicron

Más de 3 mil pesos constantes y sonantes en un laboratorio donde “si había pruebas a disposición” fueron la primera merma del viacrucis que veía anunciarse entre pequeños malestares entreverados, ninguno grave, todos soportables, pero en conjunto, una pléyade que anunciaban a las claras mi contagio.

Por la tarde, la inexcusable cita médica -a distancia- cuya anticipación obligó ya a dosis tempranas de paracetamol, loratadina y betametasona, todo junto, cada doce horas. Lo que siguió es el testimonio que -lector, lectora-quiero poner sobre la mesa, no porque se trata de una experiencia original, no porque se trate de un caso especialmente grave, sino precisamente por lo contrario: esto es por lo que están pasando miles de mexicanos y millones de personas en el mundo. Si no han vivido éstas, quizás les convenga conocer detalles de tal posibilidad, que acecha. Si ya la vivieron, pues, estoy con ustedes, como no.

El día tres empezó a revelar de que se trataría: una sucesión de malestares -a veces juntos, a veces uno por uno- pero que en conjunto no permiten concentración, ya no digamos trabajo, ninguna actividad de provecho. 

Quien crea que el Covid sigue un mismo patrón de ataque, se equivoca, su marcha por el cuerpo es azarosa, zigzagueante, un sube y baja continuo que dura más de 8, 9 o 10 días aún para personas que como yo, contamos con las dos primeras dosis de vacunación y que esperaba la tercera, justo cuando me infecta ómicron.

Escalofríos y mocos. Su omnipresencia distingue los primeros días (si todo fuera como eso), manos heladas y ciertos tembeleques repentinos que te postran en el primer sillón. Los problemas arrecían cuando la fatiga se convierte en una sombra y ya no te abandona, minando humor, ánimo y voluntad.

En paralelo, aparecen ráfagas de estornudos y poco a poco, se cierne sobre ti una cerrazón en el pescuezo que te torna ronca la voz. Es entonces cuando sobreviene la rutina del miedo: tres veces la oxigenación, tres veces la temperatura, tres veces la presión arterial, cuando menos. Y la polifonía de sesudas recomendaciones, ya saben, familiares y amigos: radiografías imprescindibles, estudios de sangre, preparar el acceso a los tanques de oxígeno, la neumonía inminente, etcétera, un estado psicológico que pasa a formar parte de la enfermedad misma. Siempre el miedo de que todo vaya para peor.

Fiebre, en mi caso muy episódica, aturdimientos, junto con la lenta invasión de dolores musculares en espalda y piernas que vuelven a subrayar el carácter de tu postración.

En este trayecto -del que todavía no salgo- he dicho al 

menos cuatro veces que “los peores días fueron el 4 o el 5… el 7 o el 8”, porque vives una sensación de mejora durante 24 horas, pero solo porque la enfermedad prepara su nueva inquina con un nuevo síntoma o con la agudización de los preexistentes. Pero son los ataques nocturnos de tos, que llegan a convertirse en arcadas estentóreas, el episodio más negro ofrendado por ómicron.

He cumplido puntualmente con los estándares sintomáticos que mandan los CDC norteamericanos: secreción nasal, dolor de cabeza, fatiga, estornudos, dolor de garganta, tos insoportable, voz ronca, escalofríos, fiebre, neblina mental y dolor de músculos… ¿lo ven? casi todos, pero quizás lo peor, está en los entresueños, cuando busco reconciliar el descanso y aparezco ahí en convalecencia, conectado a tres docenas de máquinas, con tres docenas de tubos en los orificios del cuerpo, que exigen comer con cuchara tazones de caldo, hasta que una neumonía redentora me salva de máquinas, tubos y de sopas.