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El poder que enferma. Racismo y epidemias en América Latina

El racismo no solo tiene que ver con la raza/cultura, de forma aislada, también se relaciona, desde la denominada como interseccionalidad

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El racismo se puede observar, a partir de lo que las personas pensamos y hacemos desde la acción racista.

El racismo se puede observar, a partir de lo que las personas pensamos y hacemos desde la acción racista.

Luisalvaz vía Wikimedia Commons

El racismo ha estado presente en la historia de América Latina desde la llegada de los europeos al continente y la denominada como “conquista biológica” (Cook, 2005), que diezmó en un 90% a la población americana facilitando su dominación, y ha influido en el comportamiento de las epidemias y en su afectación diferenciada según la posición de poder, y de acceso a los recursos, que han ocupado, y actualmente ocupan, los pueblos dominantes y los dominados. Si bien el racismo ha sido entendido de diversas maneras a lo largo de la historia podemos definirlo como una ideología basada en la existencia de distintas razas humanas que tienen diferentes biologías y/o culturas (como un eufemismo de la biología) que los aproxima en mayor o menor medida a lo denominado como naturaleza, que debe ser dominada, o como civilización, que domina. Su función es justificar la organización social del trabajo, las inequidades en el acceso a los recursos y a los derechos y la mayor o menor legitimidad que se le atribuye a los conocimientos y saberes de las personas, en una sociedad dada, en función del grupo social definido por la raza/cultura al que son asignados (por ejemplo, blanco-mestizo-indígena-afrodescendiente). En otras palabras, “el racismo es la consecuencia de la lectura, en los cuerpos, de la historia de un pueblo. Es la lectura del aspecto físico de los pueblos en tanto que vencedores y vencidos, y la atribución automática, prejuiciosa, de características intelectuales y morales que, de forma alguna, son inherentes a esos cuerpos” (Segato, 2017:6).

El racismo se puede observar, a partir de lo que las personas pensamos y hacemos desde la acción racista, de cuatro formas: a) El infrarracismo a partir de la existencia de doctrinas y la difusión de prejuicios y de opiniones que tratan de revindicar la identidad (étnica, religiosa, nacionalista, etc.) a partir de la existencia de otro al que se debe diferenciar y segregar. b) La segregación y la discriminación entendidas como acciones fragmentadas. c) Cuando se convierte en un principio de acción de fuerza política, creando un movimiento político que capitaliza las acciones racistas y los prejuicios inscribiéndolos en tradiciones ideológicas que reclaman medidas y proyectos de discriminación y segregación. d) Cuando es un proyecto de Estado que mantiene a un grupo dominante en el poder separando y oprimiendo a las minorías a partir de políticas, programas y proyectos de discriminación, exclusión o destrucción masiva (Wierviorka, 1995).

El racismo no solo tiene que ver con la raza/cultura, de forma aislada, también se relaciona, desde la denominada como interseccionalidad (Crenshaw, 1989), con el género y el sexismo que justifica la división sexual del trabajo (por ejemplo remunerado y reconocido si se es hombre e invisible y no remunerado si se es mujer trabajadora doméstica), con la clase social y el clasismo en función del estrato socioeconómico al que se pertenece y con la nación y el nacionalismo que distribuye derechos de ciudadanía (trabajo, educación formal, atención en salud, vivienda, etc.) a partir de que se reconozca o no la pertenencia de una persona o comunidad a un país. El racismo, por estas razones, afecta a la salud de las personas racializadas y a los grupos sociales a los que pertenecen. Pero ¿se puede observar el racismo y sus efectos en la salud?

Una forma de observar el impacto diferenciado en la salud de las relaciones de poder vinculadas con el racismo es a partir de los datos. Cuando comparamos las condiciones de salud de grupos dominantes racializantes (que se aprovechan (directa o indirectamente) de privilegios raciales (Guillaumin, 1972), como las personas blanco-mestizas, y de otros racializados (que reciben un trato desfavorable en función de una categoría racial socialmente construida y asignada), como las indígenas o afrodescendientes, observamos que los peores indicadores los tienen estos últimos. Y ello ocurre en diversas enfermedades de las que tenemos datos en la región, como es el caso de aquellas que prácticamente no afectan a los grupos dominantes o se pueden curar o controlar y convertir en crónicas, mientras que para estas poblaciones continúan siendo mortales. Por ejemplo, la tuberculosis, el VIH o el Covid-19 (Oliveira et al. 2020; Muñoz, 2023). Si bien en diversas ciudades de Brasil el Covid-19 fue detectado en los barrios de las clases acomodadas, en su mayoría blancas, la mortalidad fue mucho mayor en las favelas en las que vive una mayoría de población afrodescendiente pobre (Oliveira et al. 2020). En México las defunciones en la población indígena por casos confirmados de Covid-19, el primer año de la pandemia, fueron del 20.4% mientras que para la población general fueron de un 11% (Horbarth, 2021). En estos procesos influyen las condiciones sociales desfavorables en las que viven, el desigual acceso a las vacunas y/o a otras medidas profilácticas, así como las dificultades estructurales para una detección, atención y seguimiento oportuno (Muñoz, 2023). En este sentido, el racismo organiza a escala global los recursos disponibles en función de si se vive en el Norte Global (por ejemplo, Estados Unidos o la Unión Europea) o en el Sur Global (por ejemplo, Latinoamérica), así como a escala local respecto a la población dominante y con más recursos políticos y económicos y aquella racializada. Para ello se inscribe en los mercados y en los Estados de nuestras sociedades de distintas formas. Una de ellas refiere a la lógica de la priorización del mejor comprador (de vacunas, personal de salud, infraestructuras o medicamentos) en un mundo en el cual el mercado desempeña un papel cada vez más importante a la hora de decidir quién enferma, muere o sana y sus actores no compiten en igualdad de condiciones. Otra ocurre en el diseño e implementación de las políticas y programas de salud pública que pretenden dirigir la prevención y atención en salud a “toda la población”, pero evitan reconocer que el racismo es un importante mediador en las relaciones medioambientales, económicas, educativas, laborales, de representación política o, entre otras, con las instituciones de salud, lo cual tiene repercusiones en el derecho a ser beneficiado por dichas políticas.

Debido a que la ciencia no es neutral y siempre implica formas de poder al conocer y clasificar los fenómenos del mundo, el racismo está presente en ella y en las disciplinas que estudian la salud y la enfermedad. Los racismos científicos y epidemiológicos se expresan de distinta manera a partir de lo que dicen o silencian. Pondré tres ejemplos. El primero remite al valor que se le otorga a los conocimientos y prácticas relacionadas con un grupo social dominante, véase la medicina alopática (ciencia), menospreciando y silenciando aquellas de los grupos minoritarios, véase la denominada como curandería (magia). El segundo tiene que ver con atribuir los problemas de salud a las culturas de los grupos racializados afectados (“se enferman porque solo creen en los curanderos y en las hierbitas y no en los médicos y en sus tratamientos”) y no tanto a las condiciones sociales desfavorables en las que viven ni a la discriminación o inadecuación cultural de la práctica médica. En este sentido pueden darse dos movimientos en los que el racismo cumple un papel importante: a) Para los grupos dominantes las minorías racializadas son siempre “ellos”, un sector “despersonalizado y generalizable”, (los indígenas, los migrantes (pobres)…) siendo más sencillo “culpar a la víctima” y “relativizar” su sufrimiento, sin embargo, los miembros de dichos grupos dominantes tienen “nombres propios” (Pedro, María…) y su sufrimiento es siempre “más visible, comprensible y cercano”. b) Ya que todos somos vulnerables a las enfermedades y los recursos disponibles son limitados y distribuidos inequitativamente, se requiere de una ideología que, en este caso a través de los estudios científicos que atribuyen a la cultura y a la actitud del sujeto su enfermedad, permita ocultar el vínculo entre las condiciones de vida que provocan padecimiento en aquellos grupos “despersonalizables” y privilegio en los que “tienen nombres propios”. Véase las condiciones laborales precarizadas y sin seguro de salud de trabajadores/as de una multinacional, en su mayoría migrantes y/o minorías étnicas locales, cuyo propietario es blanco y, gracias a dichas condiciones, multimillonario. El último ejemplo del racismo científico en el estudio de la salud refiere a considerar que hablar de raza/cultura es racista y que, dado que ya se incluyen algunos factores económicos y sociales en grupos vulnerables de la población general (por ejemplo, “la prevalencia de VIH en mujeres y hombres trabajadores sexuales”), no es necesario tener datos sobre las condiciones sociales y de salud específicas de sectores racializados. Lo que sucede entonces es que si no hay números oficiales no hay problema, ni por tanto políticas públicas, programas, investigaciones ni otros tipos de acciones institucionales para entenderlo y enfrentarlo, como es el caso del devastador impacto del VIH en la población indígena en México y en otros países de la región (Muñoz, 2023).

¿Es posible vivir de una forma más digna y justa? A pesar de la naturalización del miedo al otro y de la desigual correlación de fuerzas entre el racismo y el antirracismo, la creatividad humana y el deseo de justicia nos han demostrado que sí. Un ejemplo de ello son las diversas acciones individuales y colectivas antirracistas en el mundo con consecuencias positivas en la salud de los grupos desfavorecidos (desde los movimientos sociales indígenas en América Latina (Bueno et al. 2021) hasta los mediadores sociosanitarios o las prácticas interculturales en salud mental en Europa (Muñoz, 2021). Si el modelo dominante de sociedad actual invita a vulnerar para ser menos vulnerable y una forma de hacerlo es a través del racismo, entonces, como dice Angela Davis, “en una sociedad racista no basta con no ser racista, debemos ser antirracistas”.

Bibliografía:

Bueno, Flavia et al. (2021) Etnografía virtual de movimientos sociales frente a la Covid-19: experiencias colectivas y comunitarias en América Latina. Fiocruz.

Cook, Noble David (2005) La conquista biológica: las enfermedades en el nuevo mundo. S. XXI.

Crenshaw, Kimberle (1989) "Demarginalizing the Intersection of Race and Sex: A Black Feminist Critique of Antidiscrimination Doctrine, Feminist Theory and Antiracist Politics," University of Chicago Legal Forum(1)

Guillaumin, Colette (1972) L'Idéologie raciste, genèse et langage actual. París/La Haye, Mouton.

Horbath, Jorge Enrique (2021), “Análisis de supervivencia de pacientes indígenas mexicanos contagiados con COVID-19 iniciando la pandemia”. Revista Latinoamericana de Población, vol.16.

Muñoz, Rubén (2021) Antropología, psiquiatría y alteridad. De los médicos etnógrafos a la colectivización intercultural del cuidado. Universidad Rovira I Virgili (Tarragona). http://llibres.urv.cat/index.php/purv/catalog/book/466

Muñoz, Rubén (2023) Pueblos indígenas ante la epidemia del VIH. Política, culturas y prácticas de la salud en Chiapas y en Oaxaca. Casa Chata. CIESAS.

Oliveira RGD et. al. (2020) “Racial inequalities and death on the horizon: COVID-19 and structural racism”. Cad. Saude Publica.36(9).

Segato, Rita (2017) “Racismo, discriminación y acciones afirmativas: herramientas conceptuales” en Rosa Campoalegra y Karina Bidaseca (eds) Más allá del decenio de los pueblos afrodescendientes. Clacso.

Wierviorka, Michel (1992). El espacio del racismo. Paidos.

* Investigador CIESAS Ciudad de México