Escenario

‘Ikiru’: La vida es corta…pues no existe tal cosa como el mañana

CORTE Y QUEDA CLASSICS. En nuestra revisitación a los grandes clásicos del cine nos encontramos esta vez con una de las obras más fascinantes de Akira Kurosawa que este año cumple 45 años de su llegada a México

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Fotograma de 'Ikiru'.

Fotograma de 'Ikiru'.

ESPECIAL

Producida por Toho en su 20 aniversario, Ikiru – Vivir es una de las cintas más memorables dentro de la exitosa carrera del director japonés Akira Kurosawa. Exhibida por primera vez hace casi 71 años, este filme llegó a salas mexicanas hasta agosto de 1978, hace casi 45 años. Considerada por muchos una obra maestra de la cinematografía, este proyecto consolidó a su director como uno de los autores más importantes del séptimo arte, presentándose después de la trascendental Rashomon (1950) y justo antes del gran éxito de la épica Los Siete Samurai (1954).

Siendo la cinta número 13 de las 30 que realizó, Ikiru – Vivir nos presenta a Takashi Shimura (Los Siete Samurai, Gojira) quien es el elegido para interpretar a Kanji Watanabe, un funcionario público que, durante 30 años no ha faltado una sola vez al trabajo, no ha salido de vacaciones ni ha pedido permisos especiales. Parco, serio, su postura en la oficina es la de alguien gris, no sonríe en absoluto. Sin embargo, Kanji recibe una terrible noticia: tiene cáncer de estómago, por lo que no le queda mucho tiempo de vida. Esto sacude su existencia por completo.

A partir de este funesto anuncio, Watanabe se dedica a tratar de encontrar la alegría de vivir. ¿Qué puede hacer para, según la filosofía griega, tener una buena vida con tan poco tiempo? Esta búsqueda lo lleva a conocer a personajes variopintos como un escritor de segunda que lo lleva a una noche de despilfarro y fiesta. Pero es en su compañera de trabajo, la joven y alegre Toyo (Miki Odagiri) que percibe esa chispa necesaria para dejar meramente de existir sino sentir esa dicha de lo que implica estar vivo.

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Kurosawa divide la historia en un par de actos interesantes donde el mayor peso recae en la experiencia de Kanji y su vida monótona, siendo un traje más de varios andantes, con un apego característico por su sombrero negro. “Solo pierde el tiempo, nunca ha vivido”, dice el narrador acerca de él en una dura reflexión de una sola frase que comienza a plantear los problemas existenciales del filme. ¿De verdad vivimos o simplemente dejamos pasar el tiempo sin hacer algo que nos guste o importe?

Mientras seguimos la travesía hacia la inevitable muerte de Watanabe, parte de los dilemas que salen a la luz son los que aquejaban de repente a Kurosawa, mismos que sirvieron de inspiración para el relato. “A veces pienso en mi muerte, en dejar de existir… es a partir de esas reflexiones que nació Ikiru – Vivir”, reflexionaba el nipón entre sus anotaciones previas a la escritura de la historia para justificar este duro pero emotivo filme que habla del perfecto complemento de la existencia humana: la vida y la muerte.

En la primera mitad del filme, Kanji, burlonamente apodado por Toyo como La Momia, enfrenta la insoportable levedad de su realidad, ese que se está extinguiendo poco a poco, tratando de descubrir por su cuenta el significado y diferencias del existir y el meramente ser. Pero donde la pieza adquiere un nivel más interesante gracias al guión de Shinibu Hashimoto, Hideo Oguni y el mismo director, es en el segundo acto, pues el funeral y fallecimiento de Watanabe le dan una capa donde las cuestiones existenciales se orilla hacia las preguntas del legado, del impacto de una persona en los demás y en qué tan profundo el sentido de la vida así como el enfrentamiento de la muerte afectan a todos.

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Dentro de esta cinta hay secuencias inolvidables donde Kurosawa juega con la aventura de la vida y la inevitable muerte. Una de ellas es la última cena con Toyo, donde se celebra un cumpleaños mientras Watanabe le explica la búsqueda de la felicidad en vivir que está llevando a cabo. Es memorable ver a este parco moribundo correr al bajar las escaleras al darse cuenta de algo que le puede dar sentido a su existencia.

Asimismo, la secuencia de ese pasaje nocturno al lado del escritor que lo lleva, cual Mefistófeles, a través de un mar de libertinaje donde Kanji conoce por primera vez todos los vicios y placeres mundanos que se había prohibido durante toda su existencia. Aquí, Kurosawa no sólo lo lleva hasta un frenesí incómodo donde la sorpresa y el dolor agobian al protagonista sino que se percibe también la maestría e influencia en el director de una de sus grandes pasiones, el teatro kabuki.

Otro gran complemento para el relato es la música de Fumio Hayasaka (Rashomon, El Ángel Borracho), constante colaborador de Akira en su momento, la cual es un constante recordatorio del destino que le depara al protagonista pero también de esa constante búsqueda a contratiempo de Kanji está realizando sin encontrar el resultado deseado.

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También, el director nipón, al lado de su director de fotografía de cabecera, Asakazu Nakai, se centra en cuadros cerrados pero sobre todo en el rostro de nuestro protagonista. A través de su postura, su mirada y ese contrastante brillo usado en matices del blanco y negro del filme, somos testigos de la agonía y alegría de Watanabe, de sus lágrimas y sonrisas cómplices, hasta ese último plano en que aún lo vemos con vida, creando uno de los fotogramas más conmovedores de la historia del cine.

Es así que Ikiru – Vivir, que siempre fue la cinta favorita hecha por Kurosawa, es una pieza que conjuga el existencialismo con el humanismo, regalándonos una profundidad filosófica a través de una narrativa universal donde la vejez, el sentido de la vida y la aventura de vivir adquieren una resonancia trascendental que le da una virtud atemporal al filme pues ¿quién no se ha enfrentado a la cuestión de la muerte alguna vez? Y es que, como la emblemática canción que entona Kanji en momentos claves del filme (Gondola no Uta), “la vida es corta…pues no existe tal cosa como el mañana, después de todo”.