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¿Quién es el monstruo? Una mirada al humanismo de Guillermo del Toro en su película “Frankenstein”

“Frankenstein” de Guillermo del Toro

Todo comenzó para el tapatío Guillermo del Toro en su odisea cinematográfica con “Cronos”. Nos sorprendió con la magia de transgredir las leyes naturales: un artilugio que otorga la inmortalidad y luego la contradicción, el contrapunto; vivir por siempre puede convertirse en una maldición que termina torciendo la débil psique de este moderno Dorian Gray. El hombre sufre la transformación más definitiva y sentencial: la de convertirse en una abominación.

Del Toro y sus monstruos… los que ama y retrata con indulgencia y redención de mil formas: en “El laberinto del fauno”, “La forma del agua”, “Hellboy”… En todas sus películas la maldad no es intrínseca a una apariencia singular ni al horror de una deformidad sobrenatural. ¿Quieres verdadera fealdad, una que no se ve pero que está presente y manifiesta? Exhúmala del alma del hombre de apariencia gentil que, con todo engaño, disimula su ser desalmado y misántropo.

“Frankenstein” de Guillermo del Toro

En “Frankenstein”, Guillermo sublima esta premisa. No es una película de terror; es más bien un drama psicoanalítico que nos plantea el problema de la paternidad cuando esta falla en su misión de imprimirle humanidad al hijo, esa humanidad tan necesaria para darle sabor y color, sentido y belleza, a la vida.

No es una película más sobre el monstruo concebido por Mary Shelley, el nuevo Prometeo. Es el filme para el que Guillermo del Toro se había estado preparando a lo largo de su prolífica carrera como director de cine. Su versión trae de vuelta a la pantalla el drama de este ser reconstruido con retazos de cadáveres.

“Frankenstein” de Guillermo del Toro

¿Qué podría nacer de los despojos humanos revividos por el genio delirante de un científico émulo de Dios? Un científico que sufre y sublima su problema de aceptación paterna y de ausencia materna creando vida a partir de lo muerto, de lo marchito, de lo inerte. En sus delirios de lograr lo imposible, de desafiar a la muerte, va destruyendo su humanidad en su afán de crear una quimera humana, un ser monstruoso que no debería existir.

“Frankenstein” de Guillermo del Toro

En el arte más que en la ciencia de darle existencia, Víctor Frankenstein se transforma en el verdadero monstruo: un megalómano sorprendido de sí mismo, de lo que pudo lograr. Como efecto colateral, va alejando a sus seres amados y quedando irremediablemente solo con su deforme, pero a la vez inocente creación. En su bien montado laboratorio, en una inspirada secuencia, lo dice: “He cruzado el umbral de los dioses. Ya no soy un hombre que crea, sino que resucita”.

Como es habitual en muchas de sus películas, Del Toro le quita la máscara a la monstruosidad, esa que verdaderamente pervierte nuestra humanidad: la soberbia. Sin embargo, Víctor no está satisfecho con su creación, así como su padre no lo estuvo con él. El ser al que revivió con el poder del relámpago exhalado por la tormenta es inmortal y desdichado a la vez. No recibió de su creador un mínimo de amor paternal, sino cadenas e insultos. Al verse al espejo, solo pudo decir el monstruo: “Eso soy yo… o lo que tú hiciste de mí”.

“Frankenstein” de Guillermo del Toro

¿Qué le depara a esta criatura de laboratorio? Solo rechazo, soledad y persecución. El mundo de allá afuera le es desconocido y hostil, y el trato ríspido que recibe de su creador se lo anticipa. Lo sentencia el monstruo: “Tú me diste ojos para ver la belleza, y el mundo solo me muestra horror”.

Víctor solo siente repulsión por su creación: desprecia al ser formado por su arte casi alquímico e intenta destruirlo. ¿Qué desalmada paternidad desea la muerte de su propio hijo? No sin razón lo musita este émulo de Dios: “¿Puede algo creado sin amor tener alma?”.

“Frankenstein” de Guillermo del Toro

Pero esta tragedia moderna, con revestimiento victoriano, concluye con la redención que da el perdón. El monstruo, con voz serena, le dice a su creador: “No pedí nacer, pero existo… y eso ya es un castigo”. Víctor, a su vez, confiesa: “Y a mí me condena haber querido ser Dios”.

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