
El segundo mandato de Donald Trump ha dejado en claro que los excesos de su retórica electoral se han convertido en decisiones de política exterior con consecuencias tangibles. Lo que antes parecía simple bravata, hoy se traduce en órdenes firmadas al Pentágono, barcos de guerra navegando en aguas sensibles y la militarización de un discurso que coloca a América Latina nuevamente en el centro de la geopolítica de Washington.
El 8 de agosto, el New York Times reveló que Trump rubricó una orden clasificada que autoriza al ejército estadounidense a “emplear la fuerza” contra ciertos cárteles latinoamericanos. Lo novedoso no es la hostilidad hacia el narcotráfico, sino la redefinición de esos grupos como “organizaciones terroristas”. Esta etiqueta, que en la historia reciente ha justificado intervenciones en Medio Oriente y Asia, abre la puerta a una estrategia mucho más agresiva: despliegues militares unilaterales, sin necesidad de coordinación plena con gobiernos locales.
No pasó mucho tiempo antes de que la teoría se transformara en músculo bélico. El 15 de agosto, la Marina confirmó el envío del Grupo Anfibio Iwo Jima, con capacidad de realizar desembarcos a gran escala y sostener operaciones prolongadas. Tres días más tarde, la agencia Reuters informó que tres destructores –el USS Gravely, USS Jason Dunham y USS Sampson– se dirigían hacia aguas próximas a Venezuela, acompañados de submarinos de ataque, aviones de patrulla y más de 4,000 efectivos. En suma, una fuerza que excede con mucho lo que se necesitaría para “vigilar” rutas del narcotráfico.
El Caribe, conviene recordarlo, ha sido desde la Guerra Fría un tablero donde se miden pulsos de poder. Hoy, mientras Rusia refuerza su presencia en Caracas y China avanza con inversiones en telecomunicaciones y puertos estratégicos, Washington envía un mensaje inequívoco: recuperar hegemonía, incluso a costa de tensiones militares.
La clasificación de los cárteles como terroristas sirve de argumento legal para intervenir “donde sea necesario”. Pero en la práctica, también puede ser un arma de doble filo. ¿Qué impide que mañana se utilice este pretexto contra gobiernos incómodos? La advertencia hacia el régimen de Nicolás Maduro es transparente: “Estamos aquí y podemos actuar en cualquier momento”.
Para México, el panorama es aún más inquietante. Trump insiste en señalarlo como origen y ruta del narcotráfico con alcance global. Si se extiende la lógica del “narco-terrorismo”, la narrativa podría usarse para justificar operaciones en territorio nacional bajo el argumento de defensa propia. La Cancillería mexicana ha reaccionado con mesura, reiterando cooperación en seguridad sin conceder soberanía, pero la pregunta es si esa prudencia bastará frente a la presión estadounidense.
El despliegue en el Caribe tiene además un efecto colateral: presiona a países vecinos a alinearse. Venezuela denuncia un preludio de invasión; Colombia, dividida políticamente, debate si apoyar o mantener distancia; Cuba y Nicaragua se refugian en el discurso antiimperialista; y naciones como Brasil o Argentina se ven obligadas a calcular si conviene confrontar o guardar silencio. La región se enfrenta al dilema de construir una postura común o dejar que cada país enfrente a Washington en solitario.
Detrás de la narrativa de seguridad subyace un cálculo político. Trump entiende que necesita enemigos claros para cohesionar a su base electoral. Si en 2016 el terrorismo islámico fue el enemigo útil, hoy ese rol lo ocupa el “narco-terrorismo latinoamericano”. El discurso de mano dura alimenta su proyecto interno y distrae de problemas domésticos, trasladando la atención a una amenaza externa que legitima el uso del poder militar.
El riesgo de esta estrategia es evidente. Una interceptación fallida, un choque con fuerzas navales venezolanas o un error de inteligencia que provoque víctimas civiles podría desatar una crisis regional de enormes proporciones. América Latina, tan golpeada por la violencia, no puede permitirse ser el escenario de un nuevo conflicto bélico donde se mezclen intereses electorales estadounidenses con tensiones locales.
Por ello, la diplomacia regional enfrenta una prueba de fuego. México, Brasil y Argentina, junto con los principales actores latinoamericanos, deben trabajar en un frente común que defienda soberanía y proponga alternativas serias de cooperación internacional contra el narcotráfico. Si cada país actúa por separado, Washington impondrá su lógica de fuerza. En cambio, una estrategia colectiva que sume respaldo de organismos multilaterales y combine presión política con propuestas concretas podría contener la deriva hacia la intervención militar abierta.
Lo que hoy ocurre en el Caribe no es un simple despliegue táctico. Representa el nuevo paradigma de seguridad de Estados Unidos, en el que el combate al narcotráfico ya no se limita a policías o agencias de inteligencia, sino que se libra con portaaviones, destructores y submarinos.
Latinoamérica se encuentra, otra vez, en la disyuntiva histórica: o reafirma su soberanía con soluciones multilaterales y responsabilidad compartida, o quedará atrapada bajo la lógica del garrote militar que Trump, sin disimulo, ha colocado en el centro de su agenda.
La historia juzgará si los gobiernos latinoamericanos estuvieron a la altura del desafío o si cedieron, una vez más, a la sombra implacable del músculo estadounidense.