
- Nos gusta pensar que vivimos en el presente, pero en realidad siempre estamos llegando tarde.
Todo lo que nuestros sentidos son capaces de percibir - el sonido de una conversación, la luz del sol, el tacto de una superficie áspera - ya ocurrió hace unos instantes.
Nuestro cerebro no registra el ahora, sino que lo reconstruye a partir de los estímulos recibidos. La luz tarda en viajar, los impulsos nerviosos en procesarse, las neuronas en interpretar lo que perciben y el pensamiento en formarse.
Cuando estamos convencidos de vivir el momento, en realidad estamos viendo su huella: una versión ligeramente atrasada de lo que fue hace apenas un instante.
En promedio, el cerebro necesita entre 80 y 150 milisegundos para procesar una imagen o un sonido. A nuestra escala parece insignificante, pero en términos cerebrales es una eternidad: en ese tiempo la luz recorre más de treinta mil kilómetros, la Tierra avanza medio kilómetro en su rotación y el sistema financiero global mueve millones de dólares.
Durante esos milisegundos, el mundo ya cambió.
Sabemos que al ver caer un vaso y escuchar su ruptura, el sonido que percibimos, la imagen que observamos y la emoción que sentimos no ocurren de forma simultánea. Nuestra mente los alinea para que parezcan sincronizados, como si todo sucediera en un único “ahora”.
Sin embargo, ese presente existe solo para nosotros, y de manera distinta para cada persona. Dos observadores de una misma escena nunca comparten exactamente el mismo presente. Nuestro “ahora” es una simulación creada por nuestro sistema nervioso. La física nos dice algo similar, pero a escala cósmica.
La luz del Sol tarda ocho minutos en llegar a la Tierra; la de la Luna, poco más de un segundo. Es decir, cada vez que miramos al cielo, contemplamos el pasado a través de una luz que existió hace tiempo.
Incluso cuando observamos a otra persona, la luz que refleja su rostro viaja fracciones de nanosegundos antes de llegar a nuestros ojos. También ahí estamos viendo el pasado.
Vivir es, literalmente, percibir versiones antiguas de la realidad. El universo no se presenta ante nosotros en tiempo real; siempre vemos aquello que fue y sin embargo, esa ilusión funciona.
El cerebro es capaz de integrar los distintos tiempos - el de la vista, el del oído, el del tacto - en una experiencia única que nos permite interactuar con el mundo sin colapsar. Si no lo hiciera, veríamos el movimiento en fragmentos y escucharíamos los sonidos desfasados, como una película mal sincronizada.
La conciencia, en este sentido, entonces, no es la percepción del presente, sino la capacidad de reconstruir el pasado inmediato en una narrativa estable. Nuestro “ahora” es una ficción funcional: una mentira biológica que nos mantiene cuerdos.
Esto cambia por completo nuestra idea del tiempo vivido. No habitamos un instante que fluye, sino una corriente que siempre llega un poco después. Cada decisión, emoción y palabra ocurre sobre un eco.
Y quizá esa sea la razón por la que el presente se siente tan frágil: porque no existe en realidad. Lo que percibimos como “el ahora” es solo una narrativa reconstruida del pasado inmediato.
Es asi que tal vez la conciencia sea, en el fondo, una forma de memoria de corto plazo: un sistema de predicciones que se actualiza con un leve retraso, pues no experimentamos el mundo, lo anticipamos y luego lo confirmamos.
Somos máquinas de predicción que reconstruyen el pasado para darle continuidad a lo que creemos vivir.
Entonces, ¿qué significa “vivir el momento” si el presente no existe? Quizá no se trate de capturar un instante - porque el instante ya fue -, sino de reconocer esa distancia, ese leve desfase entre el mundo y nosotros.
Tal vez aceptar que nunca estaremos exactamente sobre el presente sea parte de lo que nos hace humanos: esa imposibilidad de coincidir plenamente con la realidad y, aun así, seguir buscándola.
Vivir, al fin y al cabo, es perseguir un presente que siempre se nos escapa.