Jalisco

No puede minimizarse una desafortunada frase ni como un arrebato de las redes sociales. Ella recomendó “prohibición total de viaje” desde países que —según ella— están “inundando” a EU de “asesinos, sanguijuelas y adictos a los subsidios”

Cuando el lenguaje se vuelve arma: las implicaciones del discurso de Kristi Noem

Salvador Cosío Gaona

La reciente declaración de Kristi Noem, secretaria de Seguridad Nacional de Estados Unidos, no puede minimizarse como una frase desafortunada ni como un arrebato propio de las redes sociales. Al recomendar una “prohibición total de viaje” desde países que —según ella— están “inundando” a Estados Unidos de “asesinos, sanguijuelas y adictos a los subsidios”, Noem exhibe un patrón discursivo que se ha vuelto constante en la administración del presidente Donald Trump: una política basada en la estigmatización, la simplificación y el uso político de la xenofobia.

Noem publicó su declaración tras reunirse con Trump, y aunque no mencionó nombres de países, la intención es clara: construir un enemigo difuso, maleable, capaz de adaptarse a las necesidades del momento. En política, pocas herramientas son más poderosas que el lenguaje. Y cuando desde los más altos niveles del gobierno se normaliza el insulto como diagnóstico y el prejuicio como estrategia, el riesgo trasciende la diplomacia: se instala en la narrativa nacional como una guía para la acción pública.

Estados Unidos ya vivió episodios parecidos. El “travel ban” de 2017, que restringió el ingreso de personas provenientes de países mayoritariamente musulmanes, fue defendido como una medida técnica, pero su motivación real estaba impregnada de sospechas identitarias. Hoy, el discurso de Noem es aún más explícito. Hablar de “malditos países” que envían “sanguijuelas” no es un error retórico: es una provocación deliberada.

Este tipo de narrativa cumple varias funciones políticas. Primero, enciende el ánimo de sectores del electorado que consumen y reproducen mensajes simplificados, donde el extranjero es la raíz de todos los problemas. Segundo, desplaza la conversación pública hacia un terreno emocional, donde los argumentos pierden importancia frente a la visceralidad. Y tercero, prepara el terreno para justificar medidas más restrictivas, sean o no constitucionalmente débiles.

El problema es que estos discursos no operan en el vacío. Tienen consecuencias. Alimentan estereotipos, legitiman abusos institucionales, y generan un clima social en el que la discriminación se normaliza. Estados Unidos, nación construida sobre la migración, corre el riesgo de romper con su propio legado, sustituyendo la apertura por el miedo y la complejidad por el simplismo.

Además, la ambigüedad en las declaraciones de Noem abre una puerta peligrosa. ¿Qué países integran ese catálogo imaginario de “naciones peligrosas”? ¿Qué criterios se utilizarán para definir quién es un “adicto a los subsidios”? Sin claridad, el concepto se vuelve un instrumento para la exclusión arbitraria. Hoy puede dirigirse contra países latinoamericanos; mañana, contra cualquier nación que no se someta a los intereses políticos de Washington.

Para México y América Latina, este episodio debe ser observado con especial atención. La región ha sido históricamente blanco de discursos que buscan asociar migración con criminalidad, a pesar de que la evidencia muestra lo contrario: los migrantes suelen tener tasas delictivas menores a las de la población nativa y sostienen sectores económicos esenciales en Estados Unidos.

Por ello, la respuesta regional debe combinar firmeza diplomática y claridad estratégica. No se trata de caer en confrontaciones que sólo alimenten la retórica estadounidense, sino de establecer límites claros y demandar respeto. La narrativa que deshumaniza a pueblos enteros no puede ser aceptada ni normalizada.

En paralelo, resulta impostergable que los gobiernos latinoamericanos fortalezcan políticas migratorias internas, combatan los discursos simplistas y generen alianzas multilaterales para enfrentar este tipo de agresiones discursivas. Ningún país, por poderoso que sea, debe asumir que puede insultar a otros sin consecuencias, menos aún en un contexto global que exige cooperación para atender retos como la seguridad, la movilidad humana y el desarrollo económico.

Las palabras de Noem también reflejan un fenómeno más amplio: la crisis del debate público en Estados Unidos. La polarización ha tocado un punto en el que la lógica electoral se impone sobre cualquier consideración ética, histórica o institucional. El discurso incendiario se valora más que la sensatez, y las redes sociales se han convertido en espacios donde el insulto se confunde con liderazgo.

Frente a ello, es necesario insistir en que el lenguaje importa. Importa para construir sociedades más justas, importa para preservar la estabilidad internacional, e importa porque de las palabras derivan políticas. Cuando desde el poder se describe a grupos enteros como criminales o parásitos, se siembra una semilla peligrosa: la justificación del abuso.

El desafío para Estados Unidos es reconocer que la seguridad no puede construirse desde el desprecio. El desafío para América Latina es no permitir que ese desprecio se normalice. Y el desafío para el mundo es impedir que el discurso del odio se convierta en la nueva moneda de cambio político.

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