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El miedo tomó las calles: el “mataindigentes” de Guadalajara

Durante décadas, los grandes casos de la nota roja tuvieron por escenario la ciudad de México. No porque en el resto del país no existieran las pasiones desbordadas que terminaban en muerte y sangre, sino porque el andamiaje de la prensa insistía en aplicar un lente de aumento a los sucesos de la capital. Pero a fines del siglo XX, la aparición de un asesino serial en la capital jalisciense, inevitablemente, atrajo la mirada de propios y extraños

La última víctima del mataindigentes fue un antiguo ladrón, apodado

Aunque hubo un criminal capturado, con lo cual se cerró el caso, el Mataindigentes no volvió a atacar. Hay quien dice que nunca existió, y que se inventó para distraer a los tapatíos de las crisis de la época/

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Al principio, la policía no hizo caso. La víctima era un desconocido, un nadie, un hombre sin importancia, hecho a la vida en las aceras de un barrio populoso de Guadalajara. Que hubiera amanecido su cuerpo con una herida de bala, mortal y certera, en la cabeza, apenas era llamativo, como para hacer alguna acotación, a la hora de llenar el papeleo. ¿Quién reclamaría su cuerpo, quién se ocuparía de darle una sepultura digna? Nadie. En ese, el mundo de los que no tienen hogar, de los que malviven abrigándose con cartones y periódicos, de los que, si tienen suerte, comen una vez al día, la muerte se asoma un día sí, y otro también, con las más variadas formas. Una herida de bala significaba algún pleito, un rencor no resuelto, meterse con el matón o el narquito de la colonia. Un drama extraviado en el bullicio de una de las grandes ciudades mexicanas.

Pero después hubo otra víctima, asesinada también de un tiro en la cabeza. También un desamparado, también un hombre sin casa, sin familia. Alguien que no sería echado de menos. Y después, aparecieron más cadáveres.

Era enero de 1989. Se terminaba el siglo XX y no era frecuente hablar de asesinos seriales en la cultura popular mexicana. Pero de eso se trataba. Alguien salía por las noches a arrebatar vidas, a marcar con el pesado polvo del miedo, las calles de la capital jalisciense. Tenía claro quiénes habrían de ser sus víctimas. Lo llamaron “El Mataindigentes”.

EL TEMOR GANA LAS CALLES

Era una sombra que se movía en la noche de Guadalajara, aprovechando el viento frío del invierno, que invita a quedarse en casa. Nadie, sino los que pasaban todo el tiempo afuera, porque no tenían a donde ir ni con quién estar, se quedaban en la calle, ingeniándoselas para dormir en un rincón, en el quicio de una puerta, pegados a la cortina de una accesoria, arrebujados en un puñado de cartones o de periódicos. Ellos, los más pobres, a los que nadie miraba ni les invitaba un café para calentarse la sangre y el cuerpo, aunque fuera por una hora, se acomodaban para dormitar unas horas, hasta que amaneciera y los comerciantes, los policías o los dueños de las casas salieran a ahuyentarlos.

El 27 de enero de 1989 se cometió el primer homicidio. Se trataba de un indigente, sí. Un hombre mayor que eligió una acera para intentar dormir. Su asesino se acercó sin hacer ruido. Habilidoso, experimentado, solamente necesitó un tiro para mandarlo al mundo de los muertos. Aquel desdichado no se dio cuenta de que la muerte lo había elegido. El hallazgo de su cadáver, y junto a él un casquillo percutido, se habrían perdido en los archivos policiacos de no haber sido porque dos semanas después, apareció otro hombre, muerto también de un tiro en la cabeza.

La última víctima del mataindigentes fue un antiguo ladrón, apodado

La última víctima del mataindigentes fue un antiguo ladrón, apodado "El Raffles mexicano", que a los 89 años vivía en las calles de Guadalajara/

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Otra vez un pordiosero sin casa, otra vez un hombre que había entrado ya en la vejez; otra vez, alguien que no tenía otro hogar que las banquetas de Guadalajara. A las autoridades el asunto ya no les pareció tan intrascendente. Además, el arma asesina era extraña, según dijeron en el forense. Una bala rara, poco usual en los hechos de violencia en Guadalajara. Como quien deja una vela encendida, el asesino dejó el casquillo percutido al lado del segundo muerto.

Las cosas podían haberse manejado con discreción, hasta cierto punto, y hasta que la policía tapatía tuviera alguna idea concreta de lo que estaba ocurriendo. Pero transcurrieron otras dos semanas, y una tercera víctima apareció. Otra vez un miserable, otra vez un anciano. Hace 33 años no se hablaba de “adultos mayores”. Eran viejos, viejos desamparados y nada más.

Pero con la tercera víctima ya no fue posible que la policía se hiciera la disimulada. Se empezó a hablar de una categoría semiolvidada del lenguaje policiaco: un asesino en serie.

¿De verdad? ¿Un asesino serial, como Goyo Cárdenas? En los años ochenta del siglo pasado, prácticamente nadie recordaba el caso del porfiriano Chalequero, contemporáneo de Jack el Destripador. El único asesino en serie de la cultura popular mexicana era el famoso Goyo, y eso había ocurrido ¡hacía la friolera de medio siglo! Eso de los asesinos seriales se conocía en nuestro país por los sonados casos estadunidense, y nada más.

Y, de repente, resultaba que en Guadalajara había un asesino serial que mataba a los sin casa.

La prensa recuperó la información de los tres asesinatos. A pocas horas de encontrarse el cuerpo de la tercera víctima, el criminal ya tenía un nombre público: “El Mataindigentes”. Los reporteros llamaron la atención sobre la bala de extraño calibre. Se trataba de un asesino de compleja personalidad-

Se sucedieron las muertes, aproximadamente una cada dos semanas. Oscuro fue el invierno de 1989 en Guadalajara. Como ocurre cada vez que uno de estos asesinos irrumpe en la vida pública de una comunidad, el miedo se propaga por las calles. Todo mundo se encierra temprano, se desconfía del que camina junto a uno, y las jóvenes son escoltadas hasta sus hogares por padres, amigos o novios. Se empieza a vivir buscando a la muerte, que puede estar aguardando a la vuelta de la esquina.

Hubo una cuarta y una quinta víctimas. A ese quinto pordiosero, la bala en el cráneo lo sorprendió en el sector Libertad. Llegaba la primavera a Guadalajara, y al asesino múltiple, el Mataindigentes, un sector de la prensa lo llamaba “El psicópata 7.65”, que era el calibre de las balas que utilizaba para cometer sus crímenes. Las autoridades no acababan de hallar una pista que la condujera con certeza hacia aquel personaje que le había quitado la tranquilidad a Guadalajara. Porque si bien era cierto que las víctimas estaban entre los más pobres de la ciudad, nada garantizaba que, una noche cualquiera, el asesino posara su mirada en hombres jóvenes, o en mujeres, o en ancianos que sí tenían familia y hogar. Ese es el gran triunfo que envanece a los asesinos seriales: todos hablan de ellos y todos les temen, porque nadie alcanza a vislumbrar sus motivaciones y sus impulsos.

LA BÚSQUEDA, LOS FRACASOS,

LA CAPTURA, LAS DUDAS

Fueron la soberbia, y la tensión detonada por el seguimiento de la prensa, los factores que impulsaron al Mataindigentes a operar a plena luz del día. Todo ocurrió rápidamente. Hubo quien dijo haber visto al asesino, escapando a bordo de un auto Volkswagen. Unos hablaron de un vehículo azul, otros dijeron que era blanco. Hubo descripciones de su forma de vestir. Fue imposible hacer un retrato del asesino. Nadie pudo recordar su rostro.

Las autoridades se movían sin certeza. Evasivas, discursos erráticos donde aseguraban que estaban a punto de atrapar al criminal, eran cosa de todos los días. Se intentó convencer a los indigentes de la ciudad de que se quedaran en albergues armados a toda prisa, para evitar un nuevo asesinato. Se dijo que ya estaba capturado el Mataindigentes. Luego, se reconoció que no. Con humor negro, el cartonista Falcón dibujó a los ancianos entrando y saliendo de los albergues, burlándose de los palos de ciego de la policía.

La presión fue mucha para el asesino. Salió a las calles, y en una semana, mató a tres hombres. Luego, hubo otro asesinato que se colgó a la cuenta del Mataindigentes, pero que nada tenía que ver con su patrón: ni era anciano ni era un sin casa. Se trataba de un hombre joven. Muchos fueron desconfiados y escépticos con ese décimo caso, pero a la policía, ya urgida por encontrar una solución, se le hizo sencillo adjudicar una nueva víctima al asesino en serie.

La última víctima que, con datos concretos se podía achacar al Mataindigentes, formaba parte del folclor de Guadalajara: tenía 89 años, vivía en la miseria, pasados sus tiempos de gloria. Se trataba de un antiguo ladrón, Vicente Hernández Alexandre, conocido como “El Raffles mexicano”, famoso en los años 30 y 40 del siglo XX. Jamás mató a alguien y, como el personaje de la novela decimonónica, era un “ladrón de manos de seda”. En 1989 se le veía en las calles de la capital de Jalisco, cargando un ajado maletín de piel, donde llevaba recortes de periódicos de sus antiguas hazañas delictivas. El Mataindigentes lo encontró dormido en un callejón, usando como almohada su maletín. Seguramente, el asesino no supo a quién le arrancaba la vida.

La angustia colectiva empezó a resonar en la ciudad de México, y las autoridades tapatías empezaron a arrestar falsos culpables. A uno, incluso, le sacaron una confesión de la que luego se retractaría. Los datos de los testigos del asesinato cometido de día eran mínimos. Uno parecía ser consistente: el Mataindigentes cojeaba.

Con desesperación se buscaba al Mataindigentes- Peinando los hoteles de mala muerte, dieron con alguien que contó una historia por lo menos atractiva: se hospedaba ahí un hombre de conducta rara, dueño de un Volkswagen, al que alguna vez vieron escuchando casi con deleite, las noticias radiofónicas acerca del asesino serial. “Estaba risa y risa”, dijeron. Ah, cojeaba de un pie.

Así, siete días después, apresaron a Oswaldo Ramírez, a quien solo pudieron arrancarle la confesión de haber matado a su pareja. Pero para las autoridades, ese era el Mataindigentes. Se anunció la captura del criminal y el caso fue cerrado.

Guadalajara aceptó aquella versión. Ya no aparecieron más cadáveres de ancianos en la miseria. La pesadilla se disipó. Aunque, durante años, se ha insistido en que, muy probablemente, Oswaldo Ramírez no era el Mataindigentes, quien, sencillamente, decidió dejar de matar. La prensa de la época dio por capturado al “psicópata 7:65”.

ECOS DE UN CRIMINAL

Del Mataindigentes se escribió una novela en aquellos años. En el otoño de 2018, cinco indigentes fueron asesinados en Guadalajara. Esta vez, el arma asesina no era una pistola de extraño calibre, sino grandes piedras con las que golpearon las cabezas de las víctimas. La pregunta fue inevitable: ¿Regresó el Mataindigentes?” Es una pregunta que a nadie le interesó responder.