Nacional

Muerte en la Casa de los Azulejos

Cuando parece que todas las reglas se rompen, aflora lo mejor y lo peor de la condición humana. En tiempos virreinales, la costumbre de andar por las calles con el rostro enmascarado en los días de Carnaval, equivalía a un “todo se vale” que derivaba en numerosos romances fugaces y clandestinos. Los tumultos y sublevaciones hacían que el pueblo se desparramara por las calles, desquitándose de décadas de marginación. Pero el rencor no solo era patrimonio de los más pobres

historias sangrientas

Casa de los azulejos

Casa de los azulejos

Un infierno con muchos otros infiernos dentro. Así puede resumirse lo ocurrido en las calles de la ciudad de México en los primeros días de diciembre de 1828, cuando al calor de un pleito político, la sangre corrió por las calles, la Plaza de la Constitución se convirtió en campo de batalla, y el Palacio Virreinal, que apenas se estaba acostumbrando a no ser mansión virreinal, volvió a experimentar el tormento del fuego. Desbocadas las pasiones, se planearon desquites, se destaparon rencores. Nadie salió ileso de aquel que pasó a la historia como el Motín de la Acordada.

Mientras en las calles resonaba el grito “¡Vivan Guerrero y Lobato, y viva lo que arrebato!”; mientras los comercios del pretencioso mercado del Parián ardían, y los saqueadores se alejaban de las elegantes calles cercanas a la Plaza de la Constitución, aferrando su botín en las manos, venganzas más personales se llevaban a cabo, amparadas por las sombras de la primera noche del motín.

En esas horas oscuras, se movían personajes a los que nada les importaban las ambiciones del insurgente ambicioso Vicente Guerrero; hombres decididos a matar para consumir rencores que llevaban años bullendo en su alma. Había llegado la hora de reparar el honor, de tomar venganza, de acallar la voz sorda que en muchas cabezas susurraba: “¡Ahora! ¡Ahora es el momento!”

Y, a pesar de que en esos días la muerte tuvo mucho trabajo, se dio tiempo para cobrar una presa en uno de los grandes palacios de la antigua nobleza novohispana. ¿Qué podía ser mejor trofeo? ¡Nada menos que la cabeza del conde del Valle de Orizaba!

UN PLEITO ELECTORAL

La sublevación que se conoce en la historia política de México como el Motín de la Acordad, es, probablemente el conflicto poselectoral mas sangriento que haya ocurrido en nuestro país. Eran las segundas elecciones presidenciales y existía la expectativa de que las cosas marcharían mejor que en aquella, la gestión del primer presidente, Miguel Fernández Félix, o Guadalupe Victoria, como había dado en renombrarse, desde que combatió a las órdenes del generalísimo Morelos, en la toma de la ciudad de Oaxaca.

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Pero habían llegado los tiempos de nuevos comicios, y ya era claro que los constituyentes de 1824 no habían sido todo lo sagaces que se necesitaba para aquella tarea: por su culpa, la primera mitad del siglo XIX estuvo marcada por constantes rebeliones –“pronunciamientos”, solían decirles- que nacían de las marejadas de las ambiciones políticas, y no podía ser de otra manera, pues los señores diputados, a la hora de resolver la norma electoral, decidieron que, aún en el mecanismo de elecciones indirectas que se instituyó, el candidato que obtuviera la mayoría de votos sería designado presidente de la República, y el candidato que quedara en segundo lugar seria nombrado vicepresidente de la República.

A causa de esta disposición, nacida, seguramente, de la buena fe y la civilidad de los constituyentes, México vivió décadas en una zozobra soterrada, porque los presidentes veían con enorme desconfianza a quienes eran nombrados sus principales colaboradores. Como se vio en la segunda elección de este país, había buenas razones para ello.

Porque en aquellas elecciones había media docena de candidatos, que se disputaban los 36 votos que habrían de franquearles el paso a Palacio Nacional. Las elecciones se resolvieron en agosto de 1828 con 11 votos a favor de Manuel Gómez Pedraza, que consiguió 11 votos; el Vicente Guerrero, uno de los últimos insurgentes, tenía 9 votos y le correspondería la vicepresidencia. Un antiguo soldado realista convertido en trigarante, Anastasio Bustamante, quedó en tercer lugar, con 8 votos. Las migajas se las repartieron Melchor Múzquiz, Ignacio Godoy e Ignacio López Rayón.

Pero como ocurre siempre, hubo un inconforme: Guerrero alegó que los votos provenían de estados solamente favorables a Gómez Pedraza. Los partidarios del antiguo insurgente se pusieron en movimiento. Empezaba septiembre cuando Antonio López de Santa Anna se trasladó a la fortaleza de Perote, a la cabeza de 800 hombres. Posesionado del lugar, emitió un plan donde desconocía la victoria de Gómez Pedraza, y exigía se reconociera a Guerrero como presidente.

A la rebelión se sumaron otros personajes; se supo que en Acapulco habían tomado el fuerte de San Diego, luego llegó a la capital la noticia: en Chalco y en Apam ocurrían cosas similares. Poco a poco el conflicto llegó a las puertas de la ciudad de México. Entonces las cosas se pusieron feas de verdad.

El MOTIN DE LA ACORDADA

Durante muchos años se afirmó que Vicente Guerrero no era ajeno al horror que se desató en las calles de la capital en diciembre de 1828, pero que operaba a través de sus subordinados. A fin de cuentas, él fue el único verdaderamente beneficiado de aquella rebelión.

La noche del 30 de noviembre de 1828, Santiago García, coronel del Batallón Tres Villas, inició el alzamiento contra el gobierno de Guadalupe Victoria. La exigencia era la misma: que se le otorgara el triunfo electoral a Vicente Guerrero, desconociendo los votos de Gómez Pedraza. A Santiago García se sumó otro coronel, José María de la Cadena. A poco, se sumó el brigadier José María Lobato, y a la rebelión se agregaría Lorenzo de Zavala, que era gobernador del Estado de México.

Atrincherados en la Acordada, García, De la Cadena y Lobato, empezaron a azuzar a la tropa y a todos los que se acercaron al lugar para ver qué ocurría. Les hablaron de la trampa en las elecciones, de lo mucho que merecía la presidencia don Vicente Guerrero y de la conveniencia de levantarse en armas para defender los derechos del general. Además, deslizaron, insidiosos, la especie de que si se sumaban al motín, habría permiso de saquear las ricas tiendas del Parián, la tienda de cosas bellas y caras, muchas traídas de Oriente, y que funcionaba en una parte de la Plaza de la Constitución.

Aunque claramente deshonesta, la proposición sonó como música en los oídos de léperos, truhanes y malvivientes de la capital. La verdad es que una idea como esa no podía haber nacido sin en un sitio como La Acordada, la prisión más infame que había heredado el orden virreinal, y que se encontraba a poca distancia de la Alameda. La sola perspectiva de hacerse por la fuerza de ricas sedas, bellas piezas de oro y mil curiosidades valiosas, alborotó a la plebe. Llevaban años mirando, de lejos, y con envidia, a los clientes del Parián, que eran la élite de la capital.

Las tropas del gobierno de Guadalupe Victoria se enfrentaron a los sublevados.

Hubo intercambio de disparos. Era el 2 de diciembre, y el coronel García estaba muerto. El coronel Gaspar López, de las fuerzas gubernamentales, también. El día 4, la policía asignada a la Acordada se sumó a la sublevación, se declararon en rebeldía y también comenzaron a invitar al pueblo sumarse a ellos.

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Una masa de militares, policías y alborotados empezó a moverse hacia la ciudad. Ya ciegos y sordos de una mezcla de ambición y adrenalina, aquellos exaltados llegaron a la Plaza de la Constitución, y cargaron contra el Parián, que fue reducido a ruinas y cenizas.

Aquella rabia colectiva se extendió: ya no eran solo los leales a Guerrero y los truhanes reclutados. De todos rumbos de la capital hubo desharrapados que se sumaron al pillaje, y del hurto pasaron al derramamiento de sangre.

Porque el que osó resistir el robo fue degollado o apuñalado. En aquel desastre, los ladrones empezaron a matarse entre sí, arrebatándose el fruto del saqueo.

La ciudad entera entró en pánico: algunos caerían en la ruina por el saqueo. Otros fueron muertos por alguno que aprovechó el momento para ajustar cuentas y resolver aquel rencor guardado por tantos años. A esa clase de rencorosos pertenecía un oficial del ejército, Manuel Palacios, que, en vez de buscar su fortuna en los comercios del Parián, caminó por la calle de Plateros rumbo a una casa rica, orgullosa, donde se le había prohibido la entrada. Palacios iba derecho, y puñal en mano, hacia la casa solariega de los Condes del Valle de Orizaba, la muy famosa Casa de los Azulejos.

CRIMEN EN LA ESCALINATA

Las grandes casas de las calles cercanas a la Plaza de la Constitución estaban cerradas con enormes trancas, para evitar que las enormes puertas cayeran si alguno de los sublevados decidía tomarlas por asalto. La casa de los Azulejos no era la excepción.

A pesar de que los títulos nobiliarios habían sido extinguidos al crearse la República mexicana, el antiguo orgullo de los nobles novohispanos se conservaba intacto. Por eso el oficial Manuel Palacios no era bienvenido en la casa de los Azulejos; porque pretendía a una joven de la familia, llamada Graciana.

En su calidad de jefe de la familia, el ex conde, don Andrés Diego Suárez de Peredo, había prohibido aquellos amores. ¿Es que Palacios no se miraba a sí mismo? ¡No era sino un pelagatos sin futuro! ¿Cómo podía aspirar a la mano de una niña de tan ilustre casa?

Como tantos otros, Manuel Palacios vio su oportunidad en el motín de la Acordada. Corrió hacia el portón de la espléndida casa, que, reedificada en 1735 y recubierta con azulejo poblano, era uno de los inmuebles más notorios de la ciudad de México. Naturalmente, las puertas estaban cerradas.

Pero el rencor es un buen motor para un hombre joven y vigoroso: Palacios logró colarse por las ventanas del entresuelo de la casona. Un poco de esfuerzo, y ya estaba dentro. Bajó al patio, donde hoy cientos de personas consumen algún bocado sabroso. El objeto de su búsqueda no estaba por ahí.

Pero la irrupción no fue discreta. Las zancadas del oficial se escuchaban por toda la casona; sus ocupantes, refugiados en las habitaciones del piso alto, oyeron el ruido, el relincho de algún caballo inquieto. Desconfiado, pero valiente, el ex conde, don Diego Suárez de Peredo, salió de su cuarto; iba al encuentro con su destino.

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El noble bajó las escalinatas rumbo a los patios. Al llegar al descanso de la gran escalera, una figura embozada se le abalanzó. Manuel Palacios salió de entre las sombras, y tomó a don Diego por sorpresa, derribándolo. Los hombres, forcejeando, rodaron por el amplio descanso. El militar apuñaló varias veces al ex conde. No era ya una cuestión de amor imposible: era furia, era resentimiento, era el dolor de haber sido despreciado por un hombre que, en estricto sentido, ya ni siquiera tenía título.

Cuando se cansó de apuñalar aquel cuerpo, Manuel Palacios escapó de la casa de los Azulejos. La familia de don Diego, que observaba de lejos, bajó las escaleras. El cuerpo aún sangraba. El Motín de la Acordada había cobrado una víctima más en la casa de los Azulejos.

LA IMPUNIDAD Y LA LEYENDA

Como todos los crímenes que se cometieron durante esos días, el asesinato del ex conde del Valle de Orizaba quedó impune, a pesar de que la familia Suárez de Peredo identificó plenamente a Manuel Palacios. Lo demás es sabido: el Congreso, asustado por la violencia, anuló las elecciones y le dio el triunfo a Vicente Guerrero. Hoy día, entre las muchas leyendas urbanas y paranormales que tanto gustan a los mexicanos, está la de un fantasma que ronda por las escalinatas de la famosa Casa de los Azulejos, y hay quien afirma que se trata del ex conde, asesinado en una de las peores noches en la historia de la ciudad de México.