Las historias de los piratas que asolaron a la América española no se han desvanecido del todo, especialmente si se crece en alguna de aquellas ciudades que hace siglos se amurallaron para protegerse de sus incursiones. En aquellas poblaciones, como Campeche o el puerto de Veracruz, hablar de Lorencillo, o de El Olonés, o de Pata de Palo, no es mera leyenda: hay en ello memoria de otros siglos, y la huella de un miedo que en otros días fue grande y profundo.
Se tiene noticia de ataques de piratas en el Golfo de México cuando todavía no se terminaba el siglo XVI. Era 1559 cuando una nave con piratas franceses atacó barcos en las cercanías de Campeche. Doblemente peligrosos a los ojos de los habitantes de la ciudad, porque aquellos personajes no solo eran bandidos, sino herejes hugonotes. Aquella agresión tuvo dos consecuencias: esos franceses se hicieron con un buen botín, producto del saqueo, pero un “norte” los obligó a volver a la costa. Los campechanos estaban ya preparados: lograron apresar a todos los piratas y recuperar todo lo robado. Como eran protestantes, los campechanos los obligaron a abjurar de su fe. Quienes accedieron, incluso, fueron aceptados en la comunidad. Se quedaron en Campeche, hicieron una vida nueva. La conseja asegura que algunos de los actuales habitantes de la ciudad descienden de aquellos piratas derrotados.
Pero al año siguiente, otra nave pirata, con franceses a bordo, llegó a Campeche. Aquel año se convirtió en una de esas marcas que hieren la carne y la memoria, porque fue la primera vez que la ciudad fue arrasada y saqueada por los bandidos del mar. Nadie olvidó que los piratas se llevaron a varias mujeres de la ciudad sin que nadie pudiera rescatarlas. El drama se repitió en 1561, y mientras los franceses celebraban su victoria, llegaron tropas, enviadas desde Yucatán, para hacerles frente. Entre aquellas fuerzas y los campechanos, lograron poner en fuga a los piratas y arrebatarles el botín. Así fue que los habitantes de Campeche recibieron permiso para poseer las armas que les permitieran sus recursos, para defender la ciudad en caso de otra incursión pirata. Como medida adicional, se mandó a construir una torre, una “vigía”, que por años avisó de la llegada de los barcos.
De aquel siglo, otro pirata notorio fue el inglés John Hawkins, que, al mando de la nave “Jesus of Lübeck”, se lanzaba contra las naves españolas que trasladaban metales preciosos y mercaderías. A Hawkins se le temía en particular por los 26 potentes cañones de su nave. Apoyado por la reina Elizabeth I, Hawkins operó con impunidad hasta 1568, cuando desde el islote de San Juan de Ulúa, los cañones de la guarnición lograron hundir el barco del inglés, cuando intentaba atacar Veracruz. Entre la tripulación inglesa que logró salvarse de aquella incursión fracasada, iba un joven marino, Francis Drake, que junto con personajes como Thomas Cavendish, serían las “estrellas” de la piratería inglesa que se cebaba en los barcos españoles y novohispanos.
Sobre Lorencillo y sus colegas
La historia de aquellas primeras incursiones de piratas a Campeche es muy similar a las que ocurrieron en otros puntos de la costa atlántica y la costa pacífica de la Nueva España. Como el fenómeno de la piratería se extendió por décadas, en el siglo XVII algunos de los líderes de aquellos bandidos empezaron a hacerse famosos: sus nombres infundían terror, pues su llegada a las costas novohispanas era sinónimo de tragedia y violencia. Como sus nombres eran ajenos al habla hispana y a las lenguas indígenas de la Nueva España, el habla popular fue recreando sus nombres. Así, el muy temido pirata danés Laurens Cornelis Boudewijn de Graaf se transformó en Lorencillo, famoso por atacar Veracruz y Campeche, y por tener la astucia y los recursos para vencer a los barcos españoles que lo perseguían. Lorencillo ganó notoriedad por ser el único pirata que fue capaz de vencer y apropiarse de un barco de la Real Armada Española, en la primavera de 1683.
La historia de Lorencillo se parecía a la de muchos otros que navegaba en los barcos piratas: la tentación del crimen había podido más que todas las buenas intenciones del mundo. La diferencia estaba en que, antes de dedicarse a atacar y saquear barcos y ciudades, Lorencillo había sido artillero naval, y soldado de la Real Armada Española. La leyenda cuenta que, cansado de los malos tratos y los abusos que como soldado recibía en el rígido orden naval español, resolvió dedicarse al bandidaje marítimo.
El ataque de Lorencillo a Veracruz de 1683 fue una de las incursiones piratas más sonadas de la época. Durante tres días, el puerto y la ciudad fueron saqueados minuciosamente: casas, tiendas, bodegas. El producto de aquel robo en gran escala fue apilado en la Plaza de Armas. La montaña de objetos, dinero y mercancías crecía, y los veracruzanos nada podían hacer para impedirlo: los habían encerrado en las iglesias, amenazados de muerte si intentaban resistir.
Sí, eran Veracruz y Campeche las ciudades que siempre ambicionaban saquear los piratas, pero esos mismos bandidos del mar incursionaban en las ciudades del mar Caribe: fueron famosos sus ataques a Maracaibo, en lo que hoy es Venezuela, y eran codiciados los bienes que se podían robar en Puerto Príncipe (Haití). En muchas de aquellas ciudades, y en particular en Panamá, se recordaba con rencor y miedo al pirata Henry Morgan, que, digno sucesor de los corsarios de la reina Elizabeth, en el siglo XVII dejó un recuerdo de negra violencia, que no demeritaba su peculiar sentido del honor: Morgan llegó a demandar al médico Alexander Exquemeling o Esquemelin, autor de un famoso libro acerca de las andanzas de los piratas. Morgan aseguró que la mitad de lo que Exquemeling había escrito ahí acerca de él era falso o exagerado.
La costa pacífica
Generalmente, se habla de los piratas como habitantes del Océano Atlántico, y muchas crónicas y testimonios hablan de sus incursiones por el Golfo de México y el Mar Caribe. Pero también hubo piratas en la costa pacífica, y era natural: de Oriente llegaban al puerto de Acapulco las naves que traían y llevaban mercaderías y recursos a las islas Filipinas, y de ahí a otras naciones. Indiscutiblemente, en aquel océano rudo y peligroso, también había la promesa de buenos botines.
De los ataques piratas en la costa del Pacífico, acaso uno de los más famosos sea el perpetrado en 1688 contra Acaponeta, en lo que hoy es Nayarit. A bordo de un barco de bandera holandesa, La Chavale, una tropa pirata, comandada por un personaje que en los documentos que se conservan es llamado Francisco Franco, y que en el lenguaje de la época designaba a un hombre de probable nacionalidad flamenca, se acercaron a Acaponeta, que era un punto neurálgico en la ruta comercial que subía hasta La Paz y que bajaba hasta Acapulco. Se ha especulado que este personaje pudo formar parte de las tripulaciones de piratas como Lorencillo y Jan Wilems en algunos ataques a Veracruz y Campeche.
Los piratas, para apoderarse de Acaponeta, hicieron numerosos rehenes en las aldeas de pescadores cercanas al puerto, y con ese escudo humano avanzaron. Se cuenta que aquel pirata izó, por primera vez, el emblema de la piratería: un estandarte rojo, en el que pintó la calavera y dos fémures cruzados debajo. La bandera negra, frecuentemente usada por los piratas, significaba que llamaban a la ciudad atacada a rendirse; el uso de una bandera roja quería decir que atacarían y que no habría cuartel ni piedad.
Así cayó Acaponeta. Después del saqueo, “Francisco Franco” exigió a las autoridades del reino un fuerte rescate para liberar la ciudad y el puerto. A pesar de que llegó, desde Acapulco, una escuadra naval para enfrentarse a los piratas, los bandidos lograron escapar, perdiéndose entre las olas, pero dejando en el recuerdo la atroz huella de su presencia.
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