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Así lo vivieron, así lo contaron: Iturbide y los Trigarantes entran a la Ciudad de México

Empezaron a contar su progreso y sus alianzas por medio de un periódico al que bautizaron como El Mejicano Independiente. Lo producía la llamada Imprenta de las Tres Garantías, que marchaba junto al ejército nacido en Iguala de una muy pragmática negociación política. Pasaron por Guanajuato, por Puebla; se supo de ellos en Veracruz. Con un papel volante se hicieron leer en Valladolid y en Querétaro. Cuando avanzaron a las orillas de la ciudad de México ya conocían bien el oficio de los periódicos y de esa forma contaron su jornada de mayor gloria: la llegada triunfal a la capital, para proclamar la independencia.

El presidente José Ballivián y su Estado Mayor
El presidente José Ballivián y su Estado Mayor El presidente José Ballivián y su Estado Mayor (La Crónica de Hoy)

Hasta ellos mismos se deslumbraron con la algarabía, los aplausos, los vítores. Poco a poco, los 17 mil hombres que componían el orgullosos Ejército de las Tres Garantías iba avanzando por la ciudad de México hasta la Plaza Mayor, donde, alguien con muy buen sentido (¿acaso don Juan de O´Donojú?) había ordenado cubrir la estatua ecuestre de Carlos IV, a la que desde esos días ya llamaban familiarmente el Caballito: muy mal se vería que en ese bullicio desatado por la inminente declaración pública de la Independencia, destacara, por encima de las cabezas de la multitud que abarrotaba el corazón de la capital, el monarca con sonrisa un tanto bobalicona, subido en el gallardo caballo novohispano. Era el futuro, la esperanza de la nueva nación lo que llegaba con la marcha Trigarante, y no había sitio para un rey que apenas alcanzaba a ser recuerdo.

Era, pues, día de fiesta: el ambiente se había ido caldeando en la medida en que iban fluyendo hacia la ciudad de México los avances de los Trigarantes; la forma en que habían entablado alianzas efectivas que los hicieron crecer en fuerza e influencia. Ya se sabía de los festivos recibimientos en Querétaro y en Puebla; de cómo habían entrado a Valladolid sin necesidad de disparar un solo tiro.

Hasta el periódico que editaban para dar a conocer sus logros había mejorado: buenos tipos, letra clara. Ya no se llamaba El Mejicano (sic) Independiente, como se le había bautizado en Iguala. Por la capital se conocían los ejemplares del Diario Político Militar Mexicano, dedicado por “los ciudadanos militares” que lo editaban a todos los “heroicos e ilustres jefes beneméritos oficiales y valientes soldados del Ejército del Imperio Mejicano Trigarante”.

Habían mejorado: se notaba en las páginas impresas que la llamada Imprenta Portátil del Ejército Trigarante había recibido o bien un buen mantenimiento, se le había reemplazado después de tantos días de servicio. Ya en Tepozotlán, el Diario Político Militar Mejicano era producido por dos hermanos, ambos oficiales Trigarantes: Joaquín y Bernardo Miramón, quienes ofrecían suscripciones a razón de dos pesos mensuales, para quienes desearan enterarse  “de cuantos asuntos y hechos ocur4ran en la portentosa regeneración a que caminamos”, y como periódico que se respete, ayer y hoy, ofrecía, se comprometía a “guardar cuanta exactitud y verdad exige de justicia la buena fe”, es decir contarían solamente los hechos tal y como ocurrirían.

De Tepozotlán a San Bartolomé Naucalpan, y de ahí a Tacubaya, los hermanos Miramón se esforzaron por hacer bien su trabajo. Como a pesar de todas las buenas intenciones, se trataba de un impreso que hoy sin duda se puede definir como propagandístico, la víspera de la entrada de la Trigarancia a la capital, los Miramón se esforzaron por exaltar a Agustín de Iturbide como el Consumador, como el Libertador, cabeza de los “bizarros hijos de Marte” que protegían con sus espadas la causa de la independencia.

La mañana del 27 de septiembre de 1821, los hermanos Miramón, asumiéndose como voceros de la ciudad capital del nuevo imperio, le dirigieron un emocionado mensaje al Dragón de Fierro, que además era su comandante, y a todos los hombres que marcharían junto a él:

La agradecida [ciudad de ] México al veros entrar por sus calles, valerosos Garantes,  reconoce en vosotros a sus bizarros libertadores, reconoce, admira, y honra las gloriosas cicatrices que recibisteis en obsequio de su transformación y libertad. Reconoced vuestro patriótico entusiasmo, vuestra denodada intrepidez y vuestro heroico valor”.

Y, como finalmente, importaba subrayar el culto al personaje, los Miramón terminaban su edición del día 27 dedicándole a Iturbide los mejores elogios que se les ocurrieron, y que, por otro lado, no eran ninguna novedad, porque a lo largo de siete meses, desde el lanzamiento del Plan de Iguala, se había repetido hasta el cansancio, que el genio político de aquel proyecto era Agustín de Iturbide y Arámburu. De manera que llamarlo “HEROE AMERICANO DEL SEPTENTRIÓN, TERROR DEL DESPOTISMO, PROTECTOR DE LA FRELIGIÓN CRISTIANA, LIBERTADOR Y PADRE DE SU PATRIA, LA RECONOCIDA MÉJICO”, debió haber resultado muy familiar para los interesados en el asunto, y fue la mejor manera, para el personaje en cuestión, de iniciar aquella jornada que para todos los habitantes de la ciudad de México, fue inolvidable.

Adelantándose a su época, los hermanos Miramón se dieron cuenta de que tenían en las manos una historia que contar, que, seguramente, tendría gran demanda al día siguiente. Así que produjeron una crónica en la cual alienta el tono reporteril que llegaría a la prensa mexicana más de un siglo después: nada falta en las primeras líneas, en los primeros párrafos. Hoy día, a dos siglos de distancia, la crónica publicada en el Diario Político Militar Mejicano permite recuperar algo de la textura de esa emoción colectiva y callejera con que los habitantes de la ciudad de México arroparon al Ejército Trigarante en su entrada triunfal a la ciudad de México.

Se adornaron con cortinas, estandartes y pendones tricolores, en alusión y homenaje al proyecto Trigarante, todas las ventanas de la ciudad, aunque el ejército triunfante no fuera a pasar delante de ellas. Ahí nacieron los adornos verdes, blancos y rojos que desde entonces no han dejado de aparecer en las calles capitalinas. Decididas a lucirse, las autoridades mandaron a construir un hermoso arco triunfal, una de las costumbres virreinales indispensables en las celebraciones: el arco estaba colocado al principio de la calles que hoy llamamos Madero, con una columna del lado de la iglesia y convento de San Francisco, y la otra del lado de la casa “del señor conde del Valle [de Orizaba], es decir, la Casa de los Azulejos. Fieles a los hechos, los Miramón dejaron anotado que el arco, al que se le habían puesto banderas y adornos, además de versos elogiosos a la Trigarancia, no lució tanto como se deseaba, porque un intenso aguacero, ocurrido la noche anterior, deslavó un tanto las poesías y las imágenes plasmadas en él.

Entre ocho y media y nueve de la mañana, empezó a entrar el Ejército Trigarante a la capital. Entre la muy galante escolta, formada por un piquete de Dragones, marchaba Agustín de Iturbide.  Todos los que avanzaban a su lado vestían de gala, pero el Dragón de Fierro decidió hacer su entrada triunfal vestido de civil, “modesta y sencillamente”.

Apenas se le alcanzaba a ver, reconocieron los Miramón. Y es que ¡eran tantas las personas, en balcones, ventanas y azoteas, en zaguanes y accesorias, que ardían en deseos de verlo! Marchaba los Trigarantes entre vivas al gran ejército y loas a Iturbide. Quizá en este punto apareció el aliento literario de los Miramón, quienes juraron que esa multitud llamaba al jefe de la trigarancia “Héroe Mexicano”, “Inmortal Iturbide”, “Libertador”, y, desde luego, “Padre de la Patria”. Ya encarrerados, los Miramón no dudaron en agregar a su crónica la cereza del pastel: Agustín de Iturbide era, nada menos, que el George Washington de 4estas tierras.

Las autoridades de la ciudad fueron al encuentro de la trigarancia a la calle de San Francisco: bajaron de sus carruajes, e Iturbide del caballo. Intercambiaron felicitaciones y elogios. El ejército avanzó hacia la plaza.

Ahí estaban todos los integrantes de aquella fuerza que se había formado en un pacto que miraba hacia el futuro: los altos oficiales del antiguo ejército realista que habían abrazado la causa de la independencia, como Bustamante, Quintanar y el marqués de Vivanco; estaban los insurgentes que habían accedido a involucrarse en el proyecto, como Guerrero y Bravo. Hasta un Trigarante que había sido de los primeros en entrar en la lucha, en las primeras tropas realistas que siguieron a Félix María Calleja, un general llamado Pedro Zarzoza, marchaba entre los primeros.

Largo fue el desfile. Seis horas duró la entrada de los Trigarantes al corazón de la ciudad. El cálculo menos conservador era de 12 mil hombres, y los más exaltados hablaron de 17 mil. Iturbide entró al Palacio Virreinal, donde departió con Juan O´Donojú, quien cumplía así su parte del pacto: se había adelantado a la ciudad para poner orden y preparar la jornada. De ahí, se trasladó a la Catedral, donde lo recibió el Arzobispo y el cabildo. Después de un discurso que se calificó de brillante y elocuente, pronunciado por el canónico Miguel Guridi y Alcocer, se cantó un Te Deum. Después, el Dragón de Fierro volvió al Palacio Virreinal, entre salvas y repiques de las campanas catedralicias.

Por la noche, Iturbide y su Estado Mayor fueron al teatro. Allí se repitieron los aplausos y los vítores. Saltando de la crónica al editorial, los hermanos Miramón afirmaron que todo, en aquel día “fue paz, unión y fraternidad, júbilo y contento”. Y quizá tenían razón: así es el aroma de la esperanza, así es el color del futuro”.  Iturbide diría que los mexicanos eran ya libres, y el siguiente reto era ser felices. No lo serían ese año, ni al siguiente, ni muchos más. Pero la jornada gloriosa se quedó en la memoria de quienes lo contaron a les generaciones que vivieron.

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