Opinión

El Chalequero, un monstruo de los tiempos porfirianos

La escritora Ángeles Mastretta
La escritora Ángeles Mastretta La escritora Ángeles Mastretta (La Crónica de Hoy)

Allí, donde hoy funciona lo que el presente llama “vía rápida”, y “Río Consulado”, que es el nombre de una estación del Metro de la Ciudad de México, alguna vez fue zona de oscuridad y miedo. Allí estaban los dominios de un hombre que gustaba de vestirse con cierta elegancia ranchera, con entallados pantalones y vistosos chalecos. Por dentro, aquel hombre llevaba una tormenta, un infierno de emociones que cada tanto afloraba y le llenaba las manos de sangre. Los archivos médicos y criminalísticos conservan su nombre: se llamó Francisco Guerrero, pero las consejas populares, la prensa de nota roja de tiempos idos y los afanes de la cultura científica porfiriana lo conocieron también como El Chalequero, quien entre 1880 y 1888 mató a una veintena de mujeres, y así se convirtió en uno de los habitantes distinguidos de la historia criminal mexicana.

La violencia que llega al extremo, que es la que ejerce esta clase de asesinos, es un foco rojo que se enciende y alumbra la vida diaria con sombras distintas. Así ocurría en el Londres de 1888, cuando “Jack”, aquel que escribía cartas “desde el infierno”, cometió media docena de asesinatos que bastaron para colocarle en la sección selecta de la criminalidad universal. Pero por esos mismos días, en los márgenes del río Consulado, en las afueras de la Ciudad de México, también aparecieron cadáveres de mujeres. El responsable resultó ser un hombre que se acercaba a los cincuenta años, y que, con su cuchillo de curtiduría en la mano, se convirtió en personaje de planas y planas de la prensa de todos niveles. Había un “Destripador” mexicano.

Era el Degollador del Río Consulado, el Barbazul mexicano, el Destripador del Río Consulado. Después, cuando se le detenga por primera ocasión y se conozca su nombre, su historia, la cadena de sus crímenes, también se forjará su breve apodo, El Chalequero. Con su aparición se dio orden —ese orden al que tan afectos eran los funcionarios porfirianos— a los eslabones retorcidos que, desde hacía años, aparecían en los márgenes del río Consulado en forma de cadáveres femeninos, y que, por tratarse de mujeres dedicadas a la prostitución, apenas merecían unas líneas en los espacios que la incipiente prensa industrializada, los “periódicos de a centavo”, dedicaba a los hechos de sangre. Pero de repente, esa colección de cuerpos rotos adquirió orden y sentido para la criminología mexicana, que daba sus primeros pasos, y la sociedad miró con nuevos ojos a Francisco Guerrero: estaban frente al primer asesino serial que aparecía en el país.

De muy lejos llegaban los ecos de las andanzas de Jack el Destripador. Tal vez el foco rojo que se había encendido en los barrios miserables de Londres fueron el acicate que llevó a algunos vecinos de una mujer que en vida se llamó Mucia Gallardo, a denunciar a aquel hombre que se vestía con tanta corrección: ese, habitante del rumbo de Peralvillo, era conocido por violento, por maltratador de mujeres, por vestirse con toda la elegancia que puede pagarse con su oficio. Mucia, la víctima, se dedicaba a la prostitución. Su cadáver, ultrajado y degollado, había aparecido a las orillas del río Consulado. Pero había quien conociera a Mucia, quien le diera materialidad más allá del calificativo con que la profunda desigualdad le quitaba emociones y sentimientos: una prostituta. Ella tenía vecinos, acaso amigos, que se dieron cuenta que, la última vez que vieron a Mucia con vida, estaba en compañía del peculiar personaje, a quien, más tarde, algunos hasta describirían como carismático, capaz de galantear con éxito a una mujer.

Así la cadena juntó 20 eslabones; los cuerpos de varias de aquellas víctimas habían sido abandonadas en los márgenes del río. Y lo que pudo ser, al principio, un homicidio “de expediente”, un caso como tantos, se convirtió en fenómeno. Los periódicos se toparon con una materia prima que generó páginas memorables. Acuñaron sobrenombres: el más sencillo, pero claro por su contundencia, era El Destripador Mexicano (señal de la buena prensa que, hasta en México, tuvo el célebre y aún incógnito Jack). El gran público —hasta el que no sabía leer— empezó a no perderse todos los hallazgos, por pequeños que fueran, que las autoridades y la prensa hacían en torno al ahora famoso asesino.

Así se supo que varias de las mujeres asesinadas entre 1880 y 1888, cuyos cadáveres habían aparecido en las cercanías del río Consulado, eran víctimas del Chalequero. El rompecabezas se armó. Francisco Guerrero empezó a hablar de sus crímenes: solía requerir los servicios de alguna prostituta, y el resultado era el mismo. La golpeaba, la violaba y luego la degollaba con su cuchillo de curtidor. A veces llegó a decapitar a su presa. Pronto aparecieron testimonios de los vecinos de su barrio: el criminal llegaba a jactarse de sus crímenes, porque para él, las mujeres valían muy poco, nada. Matar a una de ellas, si bien lo hacía sentirse poderoso, era tan intrascendente como matar a una mosca. En la profunda desigualdad del México porfiriano, aquellos que decidieron que la muerte de Mucia no podía quedar impune hicieron la diferencia. Pero para entonces, Francisco Guerrero ya había matado, por lo menos, a otras 19 desdichadas. Carlos Roumagnac, uno de los primeros criminalistas mexicanos, lo describió como un “criminal nato”.

Apareció una mujer que dijo llamarse Emilia, y tener oficio de lavandera. A ella, se le acercó el asesino, pero la dejó creyéndola muerta, y por eso se salvó. Su declaración y la denuncia por la muerte de Mucia permitieron condenarlo: la sentencia de muerte que le tocaba fue conmutada por Porfirio Díaz, por 20 años en la horrible cárcel veracruzana de San Juan de Ulúa. Un error burocrático lo puso en la calle, liberado, en 1904.

Pero en 1908 volvió a la cárcel. Había matado y violado a una anciana “que lo hizo enojar”. Un reportero de El Imparcial, con buena memoria, se dio cuenta de que aquella mujer muerta, hallada a orillas del Consulado, era otra víctima del Chalequero. Esta vez hubo testigos que lo vieron atacar a la mujer, que lo miraron lavándose la sangre en las aguas del río. Nuevamente se le condenó a muerte, pero la enfermedad lo mató antes de que se cumpliera la sentencia. El Chalequero murió en una cama del viejo Hospital Juárez, de enfermedades no clarificadas, acaso de un golpe en el cráneo. Lo que aún horroriza y lo que aún inquieta, es que jamás emitió una sola palabra de arrepentimiento.

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