Opinión

Los dos entierros de Francisco Zarco

Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México
Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México (La Crónica de Hoy)

Francisco, Pancho Zarco, periodista, diputado, activista liberal, editor en jefe del legendario periódico El Siglo Diez y Nueve, murió un 22 de diciembre de 1869. Había sobrevivido a la guerra de intervención y al imperio de Maximiliano en un exilio estadunidense, donde tuvo que hacerla de corresponsal para los diarios de América del Sur, para ganarse algunos dólares con los cuales irla pasando mientras triunfaba la causa republicana.

Cuando regresó a México, a fines de 1867, traía el cuerpo tocado. Ese medio año pasado en la cárcel de La Acordada lo había ido matando, muy lentamente. Los chismes de aquellos días afirman que Zarco estaba enfermo de tuberculosis. Las buenas y las malas lenguas no se ponían de acuerdo en cuanto a la naturaleza del mal que aquejaba al pobre hombre que, con todo y sus padecimientos, había reasumido el cargo de editor en jefe de El Siglo Diez y Nueve y, encima, andaba haciendo chamba de legislador. En lo que sí estaban todos de acuerdo es que la enfermedad provenía de aquellos seis meses infernales con que los conservadores lo castigaron por andar publicando su Boletín Clandestino, donde a diario se burlaba de ellos y defendía el ideario liberal.

Quienes lo vieron en los primeros días de la República Restaurada, reincorporado a la Cámara de Diputados, lo describían prematuramente envejecido, encorvado, flaquito, ayudándose con un bastón para subir a la tribuna. A fines de 1869 tuvo que dejar el Congreso, y luego, su amadísimo periódico. Murió en el mismo edificio donde se hacía el diario, en el número 2 de la Calle de los Rebeldes, hoy Artículo 123. Diecinueve días antes había cumplido los cuarenta años, y ya parecía un anciano.

Su funeral fue impresionante. No bien se había difundido la noticia de su muerte, sus colegas diputados votaron por unanimidad un decreto que lo elevó a la categoría de “Bien de la Patria”, y se dispuso la inscripción de su nombre en el muro de honor del salón de sesiones. También se decidió entregar a su familia –viuda con tres pequeños– la suma de treinta mil pesos y la determinación de becar a sus hijos para que tuvieran educación en todas las instituciones públicas que les pareciese mejor, para asegurar su futuro.

El cortejo fúnebre de Zarco se convirtió en una impresionante procesión laica para llevarlo a enterrar al Panteón de San Fernando. Encabezaban la larga comitiva numerosos niños y niñas, escolares de diversos centros. Los seguían los

integrantes de diversas logias masónicas de la época. Marchaba después, a hombros de los trabajadores de la imprenta de El Siglo Diez y Nueve, el ataúd que contenía los despojos de Zarco, una caja “modesta pero decente”, según afirman los testimonios.

Los cronistas de ese día estiman en “un millar de personas” la fila que caminaba detrás del féretro del periodista. Allí estaban  Sebastián Lerdo, José María Iglesias y Blas Balcárcel, todos ellos integrantes del gabinete de la República Restaurada. Aparecían por allí escritores y poetas, como Ignacio Manuel Altamirano y Guillermo Prieto. Cerraban el grupo “multitud” de carruajes particulares y enlutados.

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De la Calle de los Rebeldes, el cortejo salió a San Juan de Letrán, entraron por la calle de San Francisco (Madero), tomaron parte de la calle de Vergara (Bolívar), llegaron hasta Santa Clara (Tacuba), regresaron por la calle de San Andrés hasta salir a la calle de La Mariscala –es decir, de nuevo a San Juan de Letrán, pero a la altura de lo que hoy es avenida Hidalgo– “y así por las siguientes”.

 Unos cientos de metros más adelante, estaba el jardín y el templo de San Fernando, con su panteón adyacente, lleno de notables de la patria, desde los conservadores Miramón y Mejía hasta Felipe Santiago Xicoténcatl e Ignacio Zaragoza. Allí, a una gaveta, llevaron a don Pancho.

La ceremonia fúnebre  fue larguísima; Habló el diputado Joaquín Baranda, que  llegaría a ser ministro de Educación de don Porfirio; después Altamirano; a continuación Rafael Rebollar Jr., a nombre de una organización literaria Nezahualcóyotl; y luego el joven pero ya destacado poeta Justo Sierra; un amigo personal de Zarco, liberal también, y llamado Francisco Mejía. Todavía hubo un discurso, a nombre del gobierno juarista, por parte del ministro de Instrucción y Justicia, que era en esos momentos José María Iglesias y al final un señor de apellido Beltrán.

El funeral fue dignísimo, como corresponde a un ilustre hijo de la Patria. Pero había un pequeño problema: Francisco Zarco no estaba en la caja “modesta pero decente” que los compungidos liberales habían paseado por media Ciudad de México. En ese momento, nadie lo sabía, pero el ataúd depositado el 23 de diciembre de1869 en un nicho del Panteón de San Fernando solamente contenía piedras.

Muerto el periodista, uno de sus amigos más cercanos, el también diputado

Felipe Sánchez Solís, había pedido el cuerpo a la joven viuda de Zarco, para mandarlo embalsamar de la mejor manera posible, a manera de homenaje, y no hay noticia de que antes de morir, Pancho Zarco hubiese otorgado el  permiso de manipular lo que de él quedase. El hecho es que Sánchez Solís se hizo con el cadáver y lo mandó a embalsamar con lo mejor y con el mejor que se pudiera encontrar.

Sánchez Solís conocía de mucho tiempo atrás a Zarco y a sus primos, los Mateos y a uno de los cuñados de ellos, Ignacio Ramírez, El Nigromante. Este conjunto de vínculos había fortalecido una amistad que valió a la hora de embalsamar al malogrado periodista. De otra forma, tal vez la petición hubiera sido ignorada.

Por lo que se sabe, el trabajo de embalsamamiento de Zarco fue de primerísima calidad. Una vez terminado el asunto, los técnicos contratados entregaron a don Pancho en la casa de Sánchez Solís, se sabe, vestido con levita y con una gorra en la cabeza.  A continuación, Sánchez Solís puso al cadáver ante una mesa, con una pluma en la mano y en actitud de escribir.

Las anécdotas del caso afirman que la momia de Zarco se quedó, por espacio de unos seis meses, en la casa de Sánchez Solís, y después de transcurrido aquel lapso, el diputado le devolvió el marido a la viuda, quien procedió a sepultarlo. Aún a mediados del siglo XX, vivían sobrinos del periodista, que afirmaban haber visto la alucinante escena de la momia, sentada ante una mesa, como si se dispusiera  a escribir. En agosto de 1870, El Siglo Diez y Nueve, con enorme discreción, publicó una nota pequeñita que decía así:

Ayer, a las seis de la tarde, acompañado sólo de varios amigos y con el mayor silencio, ha sido sepultado en el panteón de San Fernando el cadáver del antiguo redactor en jefe de El Siglo. Habían permanecido los restos del señor Zarco depositados en la casa del Sr. licenciado Sánchez Solís, donde el doctor Montaño emprendió embalsamar el cuerpo de una manera perfecta y con todas las reglas más modernas de la ciencia.

El resultado ha sido satisfactorio, según nos han informado las personas que asistieron ayer al entierro; y concluida la operación, para la que se han necesitado muchos meses, los restos de aquel distinguido escritor descansan ya en paz en su última morada. 

Victoriano Salado Álvarez imaginó, en sus Episodios Nacionales Mexicanos, a un debilitado Zarco, sucio, lleno de piojos, enfermo, en el momento de ser rescatado por sus amigos de la insalubre prisión de La Acordada, una Navidad de 1860, recién terminada la Guerra de Reforma. Dejó la cárcel llevando consigo la enfermedad que lo mató 9 años después

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