Opinión

1824

A las dos de la tarde del lunes 4 de octubre de 1824, sonaron las salvas de la artillería del recién conformado ejército mexicano, disparadas desde seis puntos de la Ciudad de México: Chapultepec, la Ciudadela, Peralvillo, Santa Ana, Belén y Loreto. A esa misma hora repicaron las campanas de las iglesias de toda la capital. Eran las dos de la tarde en punto, cuando del templo de San Pedro y San Pablo -habilitado como recinto del Soberano Congreso de la nación- salió con rumbo al Palacio Nacional, la comitiva de legisladores constituyentes en cuyo carruaje se transportaba el manuscrito de la Constitución, que le otorgaba un estatuto jurídico propio al país que apenas había nacido a su vida independiente.

Constitución Federal de 1824.

Constitución Federal de 1824.

Sería el diputado por San Luis Potosí, Tomás Vargas, el encargado de entregar aquel texto al recién electo presidente de la República por el voto popular, Guadalupe Victoria. Acompañado, entre otros, por Miguel Ramos Arizpe. Servando Teresa de Mier, Lorenzo Zavala, Valentín Gómez Farias, Prisciliano Sánchez y Carlos María de Bustamante.

Cuando el diputado Varga le entregó la Constitución al primer presidente del México pronunció una de esas frases que son pieza del museo cívico nacional: “¡Huya muy lejos de aquí, despavorido, el despotismo! A la vista de esta Ley están consignados los derechos del hombre y las obligaciones del Estado. Esta Constitución será a partir de ahora el gran temor de los tiranos”.

La Constitución de 1824 es a un mismo tiempo una lectura de la realidad mexicana en los albores del México independiente, y una brújula para abrirse paso como nación, a partir de los postulados del liberalismo democrático. Su mayor aporte consiste en que cristalizó la fisonomía institucional de nuestro país, cuando había que empezar desde cero.

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No hay que olvidar que fue resultado de la discusión, el debate, y la confrontación de ideas y proyectos, y que en ello radica su mayor riqueza y su legitimidad.

Los constituyentes de 1824 tenían un ojo en los libros que condensaban el conocimiento de lo social y lo político de su tiempo, y otro ojo en la realidad misma, donde había, nada menos, que construir un país e inventarle una ruta y un destino, No sólo interpretaron la condición mexicana de su tiempo, sino que se propusieron transformarla.

Tuvieron en sus manos la gestación de una forma política válida para toda la nación y sus regiones, cuando la disyuntiva entre tomar un camino u otro en la construcción de un país, dividía las opiniones y amenazaba con desbordarse. Apostaron por el federalismo, porque sabían que todo intento de imposición desde el centro provocaría una división aún mayor a la que ya enfrentaban.

Así lo comentó Jesús Reyes Heroles en su libro sobre el liberalismo mexicano: la apuesta por el Federalismo de 1824 no fue para “desunir lo unido, sino para mantener ligado lo que ya de sí estaba desunido. (…) Para conservarse, el país simplemente tenía que ser federal”.

Así lo dijo también Justo Sierra en la Evolución política del pueblo mexicano: “la opinión dominante era de tal modo favorable al federalismo, que si el Congreso no lo hubiera decretado habría sido derrocado. (…) la Constitución promulgada en 1824 no podía ser otra cosa que lo que fue: la expresión pura de la opinión casi unánime del país político de entonces”.

El artículo quinto de la constitución de 1824 que nos legó una república representativa, popular y federal, trazó una ruta que llega hasta nuestros días. Su legado explica en buena medida el gran salto liberal de 1847 y el constitucionalismo social de 1917.

Lectores de Hobbes, de Erasmo, de Montesquieu, o de Rousseau, supieron también ajustar el reloj mexicano a la hora del mundo. Es también nuestra Constitución del 24 el instrumento por el cual México se integró con voz propia a la rueda universal de la historia. Diversas corrientes del pensamiento y tradiciones conformaron lo que el gran filósofo Luis Villoro llamó en un libro fundamental: El proceso ideológico de la revolución de independencia.

En El espíritu de las leyes, Montesquieu definió al federalismo como una sociedad de sociedades. De igual manera Rousseau creía que un pacto federal era la única de darle continuidad al contrato social del que parte todo Estado de derecho. Los Constituyentes del 24 entendieron pues que el federalismo era el medio idóneo para organizar a un país y a una sociedad en un territorio tan extenso y una sociedad tan desigual como es la nuestra.

Entendieron a su vez que la única manera de ponerle un freno a la dictadura y la concentración excesiva del poder, era a partir del diseño meticuloso de esas “sociedad de sociedades” a la que se refería Montesquieu.

Hay que reiterarlo la Constitución de la que hoy conmemoramos su bicentenario es el resultado de una intensa y rica actividad parlamentaria. Fueron la palabra y el diálogo los grandes protagonistas de esta hazaña. El Congreso Constituyente resultó de un gran debate democrático. Si bien había una clara división de ideas y proyectos de nación entre quienes aspiraban a la restauración borbónica, franca minoría; o bien aquellos que le debían lealtad al fracasado proyecto imperial de Iturbide; y por otra parte el bloque mayoritario que apostaba a la construcción de una república liberal, lo cierto es que una combinación de flexibilidad, habilidad negociadora y construcción de alianzas, permitió sacar adelante los 171 artículos de nuestra primera Carta Magna

Acaso la principal y más relevante división de todas se presentaba entre centralistas y federalistas. Para administrar esa diferencia, lo que los constituyentes del 24 hicieron fue política.

En sus disputas, nos dejaron de manera involuntaria otra lección: la adopción dogmática de un modelo político o económico externo, renuncia al reto de encontrar un camino propio. Es lo que Edmundo O‘Gorman llamó en un ensayó célebre “el trauma de nuestra historia”. Si por un lado la corriente federalista replicó para México el modelo estadounidense, quienes creían que la solución era el centralismo, se miraban en el espejo las monarquías europeas como el modelo a seguir. Ninguno de las dos procuró buscar una tercera vía que se adaptara a las condiciones de la historia, la geografía, y la diversidad étnica del país.

Si observamos bien, la Constitución del 24 es resultado de un pacto negociado. En su texto se refleja ese frágil equilibrio entre las dos grandes corrientes que se enfrentaron a la hora de su redacción. Los liberales obtuvieron principios fundamentales para la salud de la República como la división de poderes y el modelo federal. Los conservadores renunciaron a su propuesta de fundar una república centralista, pero lograron que se mantuvieran los privilegios y fueros de la iglesia, el ejército y la oligarquía criolla.

La corriente federalista que encabezó el coahuilense Miguel Ramos Arizpe, se agrupo en torno del periódico El águila mexicana; mientras que los defensores del centralismo, con Lucas Alamán y Carlos María de Bustamante a la cabeza, se concentró en la publicación llamada El Sol.

Águila o Sol, el dilema por excelencia del azar mexicano expresado en un volado, estuvo presente en aquel momento crucial de nuestra historia. “Águila o Sol” se titula a su vez uno de los poemas más célebres de Octavio Paz. En él, imagina a un país “agarrado al suelo con uñas y dientes”, un país conformado de “polvo de plegarias y de cicatrices resplandecientes”. Algo así podría describir al país de hace dos siglos.