Lecciones que dejan las elecciones
El tema más relevante de la jornada electoral fue el gran interés ciudadano por la participación. Fue muy gratificante ver las inmensas filas de votantes en las casillas. Sin embargo, los resultados obtenidos por el oficialismo en la elección presidencial y la vigencia de la oposición en diferentes lugares del país, iniciando con la CDMX, proyectan desafíos para nuestra gobernabilidad. La elevada participación ciudadana con todo lo positivo que proyecta contrasta con la ineficacia institucional para garantizar la certeza en las votaciones. La cadena de retrasos en los resultados resalta la urgente necesidad de una profunda reforma político-electoral que coloque en el centro al ciudadano y sea capaz de fortalecer la institucionalidad democrática.
En primer lugar, la urgencia de implantar las elecciones primarias y la segunda vuelta para que solamente los candidatos más competitivos puedan participar en el tramo final de la contienda, otorgando a los ciudadanos una centralidad decisional en todas las etapas del proceso. Estos mecanismos permiten que solamente las candidaturas más competitivas lleguen a la jornada electoral. Las primarias y la segunda vuelta dotan de mayor legitimidad a los contendientes por la direccionalidad ascendente del procedimiento. Ya se pudo observar el daño que hacen al proceso electivo aquellas candidaturas no competitivas, que dividen el sufragio y fomentan la abstención.
En segundo lugar, la necesidad imperiosa de transformar la figura de la representación proporcional. Muchos, convencidos de la necesidad de una democracia fuerte, coherente y unificada, dudaron hasta el último minuto en otorgar su voto a lo más rancio de nuestra clase política que se alojó, justamente, en esas candidaturas que fueron entregadas a familiares, amigos o incondicionales. Si bien es cierto que la representación proporcional es un contrapeso contra la hegemonía de la mayoría, lo es también que los ciudadanos fueron excluidos de esas candidaturas que solo han servido para mantener viva a una “clase dirigente” alejada de cualquier compromiso democrático.
En tercer lugar, la pertenencia de renovar a las autoridades electorales, tanto a las de tipo administrativo como a las del orden jurisdiccional. Se trata de cambiar un sistema que a pesar de haber cumplido medianamente con su tarea, ha agotado su diseño institucional y se encuentra sometido a los poderes tradicionales. Dicho sistema ya no goza de la estima social que tuvo en el pasado. Urge para estos órganos del Estado relacionados con la organización y vigilancia de los procedimientos democráticos de acceso al poder público mayor autonomía respecto del Estado y menos protagonismo de sus integrantes.
En cuarto lugar, y quizá lo más importante, sería una reforma que ayude a la transformación de los viejos partidos que ya no emocionan, ni motivan a nadie. Nuestro sistema de partidos se ha desvinculado de la sociedad civil, produciendo organizaciones verticales, autorreferenciales, en algunos casos antidemocráticas y excesivamente burocráticas. Los partidos que nacieron como organizaciones destinadas a representar y a organizar a las personas, han abandonado esta función para convertirse en negocios familiares. Actualmente, se observa un pronunciado declive de ellos no solo como organizaciones centralizadas, sino, principalmente, como objetos de la lealtad de los ciudadanos y como actores clave de la política democrática.
Finalmente, se debe modificar el tema de las casillas especiales, así como el voto en el extranjero y el limitado número de boletas electorales que se les asignan. Resulta necesario dar pasos firmes hacia el voto electrónico para facilitar la participación. Postergar estas reformas solo aumentará el riesgo de nuevas crisis y hará insostenible el clima de resentimiento social en relación con el sistema político. Se trata de cambiar a la clase dirigente que se ha transformado en una clase dominante. Después de estas complejas elecciones, llega el momento de insistir en estos cambios a nuestro sistema electoral.