Opinión

¿Tiene sentido el federalismo?

El Estado es un conjunto de personas que viven en un territorio, cuentan con su propio derecho, así como gobierno. Y están dotados de soberanía. Ahora bien, la clave es cómo se organizan esos cinco elementos.

Los diversos acomodos de tales componentes se dan lugar a las llamadas “Formas de Estado”, de las que existen diversas tales como la central, ejemplificada en Francia, o la autonómica, invento de la España republicana.

No existe una forma ideal, sino arreglos que son producto tanto de la historia como de las necesidades de un país.

La forma federal implica contar con una división del territorio de naturaleza política, que da lugar a la representación ciudadana en cada porción, llamada estados o, más propiamente, entidades. Así, cada una de estas no son mero reflejo del poder central, sino auténtico contrapeso del mismo, en tanto expresiones de regionalismos que, sin negar la pertenencia a una nación común, afirman a la vez particularidades virtuosas que deben ser respetadas.

A su vez, el modelo federal se manifiesta en las leyes locales. Por ejemplo, en una nación centralista existe una sola ley de tránsito, o un código civil único; mientras que en un país como el nuestro, estas leyes son diversas en cada entidad (lo que no quiere decir que sean totalmente diferentes)

Esto se da conforme a un arreglo constitucional, merced al cual se distribuyen los asuntos entre el gobierno federal y los locales. Ahora bien, esta repartición debe obedecer, antes que a un criterio académico o de imitación, a las necesidades históricas y actuales de la nación en concreto.

A su vez, existen también leyes llamadas federales, que se aplican en todo el país. Por ejemplo, la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos. Y leyes llamadas generales, que afinan la distribución de tareas que se encuentra en la Constitución, como sucede con la Ley General de Educación.

En México, el arreglo federal tiene una larga historia. El siglo XIX manifiesta la lucha constante entre liberales y conservadores, centralistas los segundos y federalistas los primeros, afincados en la capital mexicana casi todos los que reivindicaban la conveniencia del poder central, originarios y residentes en la provincia la mayoría quienes reclamaban el respeto a las facultades de las provincias.

El federalismo encuentra su sentido en una doble tensión: las fuerzas centrífugas y centrípetas, que tienen a unirnos a la vez que a separarnos; dada la gran diversidad de nuestros pueblos, que se refleja en diversas costumbres y modos de vivir.

Esto puede ser visto de dos formas: una, como el atrincheramiento de una élite local, que no quiere ser absorbida por la élite del centro; la segunda, como la oportunidad de que la ciudadanía pueda, desde lo local, tener un mayor poder de decisión en los temas que afecten su vida cotidiana.

Ahora bien, este sentido no se puede congelar. No se puede suponer que nuestro federalismo sea igual que el de 1824. Ni como el de 1990; más bien, se trata de un delicado equilibro que debe ser continuamente reajustado, a fin de que esas fuerzas contradictorias se mantengan en tensión, pero sin romper.

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