Opinión

Simulacros de mentiras, sismos verdaderos

No creo que ningún país registre el récord de haber padecido -en una misma generación- tres sismos de magnitud mayor en el mismo día calendárico. Mera casualidad se dirá, aunque los científicos ahora mismo se devanan los sesos para encontrar la evidencia de causas no obvias, en el movimiento de placas durante el amenazante y telúrico septiembre. Como quiera que sea, la coincidencia es real y ayer, nos puso a todos con los pelos de punta, justo después de haber acudido a nuestro simulacro simplón de evacuación, cuya consigna sigue siendo “no corro, no grito, no empujo”.

CUARTOSCURO

CUARTOSCURO

Mario Jasso

Ayer pude recorrer la ciudad de México -del centro al sur- antes y después del binomio simulacro-sismo, y lo que vuelve a quedar claro es que la preparación gubernamental, social y cívica frente a un temblor sigue estando por debajo del nivel de riesgo real en el que estamos parapetados. Hemos avanzado, pero muy poco: el simulacro es vivido como un paréntesis de irrealidad, que se olvida y se deja de practicar a la hora del terremoto verdadero, y ese es el problema.

Pongo como ejemplo un hospital privado de la zona de Tlalpan: pues ni allí funcionaron los protocolos más anodinos ¡habiéndolos practicado media hora antes! 1) en el temblor real, el personal se quedó en sus pisos, aguardando que pasara; 2) nadie sabe dónde resguardarse sino ha tenido el tiempo para salir de la estructura. Nadie ha sido informado de que el lugar más seguro está allí, junto a los muros de carga; 3) las puertas de las escaleras fueron cerradas tan pronto termino el simulacro, formando una barrera a las posibilidades de escape; 4) como nuestros protocolos mandan sencillamente “evacuar” no hay el entrenamiento para que las personas que están en los pisos más altos se resguarden. Ya se sabe, no alcanzarán la planta baja, cosa que se agudizó porque la alerta sísmica se disparó con tan sólo cinco o seis segundos de anticipación y no con los treinta que mandan los cánones.

Anclados en el simplísimo ejercicio de espabilarte si escuchas las alarmas y bajar de los edificios sin correr, sin gritar, sin empujar, y ya, la conciencia de la responsabilidad propia y de la obligación de adquirir otras obligaciones a ese protocolo, se diluye. Por ejemplo: alguien debe dar la orden para volver al edificio, alguien debe ser responsable para negar el regreso campante al interior de la estructura, si esta no ha recibido una revisión profesional.

Otro aspecto muy notorio es que esta ciudad sigue poblada de edificios viejos, astrosos y construidos bajo normas previas a 1985. Estoy hablando de decenas de miles, muchos, la mayoría densamente poblados. Ayer mismo, en Izazaga, lo mismo construcciones privadas que gubernamentales, en San Antonio Abad o en la Del Valle, volvieron a ser escenarios de pre-colapso que se siguen tomando a la ligera.

Y por supuesto, a la hora buena, no vimos por ninguna parte esa organización humana, alianza entre la sociedad civil y el gobierno, que establecería la eficaz coordinación de los muchos voluntarios. Tenemos bomberos y ambulancias, rescatistas, paramédicos, pero esos voluntarios organizados, equipados, entrenados, ordenados por áreas de desastre, y muy especialmente, las legiones de ingenieros estructuristas acreditados, capaces de hacer la revisión zonificada de las construcciones con solvencia técnica, simplemente, han quedado fuera de todo plan. Una de las lecciones fundamentales del 19 de septiembre de 2017, por cierto.

Ayer, volvió a brotar el miedo; ese miedo -tan explicable- debía ser aprovechado, encauzado, para convocar con mayor frecuencia, con mayor rigor y con mayor amplitud, a los chilangos, para ensanchar su cultura de prevención y su conciencia del riesgo en el que vivimos.

Otra angustiada llamada de atención a la sociedad y al gobierno de la ciudad -empecinado en sus protocolos anodinos- desde otro 19 de septiembre. Que conste.