Opinión

La violencia tiene permiso

Convengamos en que México vive una crisis de seguridad sin precedentes. En lo que va del actual sexenio se han registrado 123, 364 homicidios dolosos. Este número supera a la suma de los contabilizados durante el mismo período de los gobiernos de Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón. Desde un inicio de su campaña como candidato a la presidencia de la república postulado por el partido Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), Andrés Manuel López Obrador, estableció la estrategia que seguiría ante el problema de la inseguridad: “abrazos, no balazos”. Vaticinó que, con base en esa línea de acción, a mitad de su mandato, regresarían al país la paz y la seguridad. Pero no ha sido así; al contrario, la violencia y la inseguridad han golpeado duramente a muchas personas, familias, comunidades, regiones, poblados y ciudades del país.

Foto: Cuartoscuro

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Un reporte titulado “La Guerra en Números” de la consultora TResearch International—con base en datos del Inegi, Secretariado y reportes diarios de seguridad—indica que en un comparativo con anteriores sexenios: “El gobierno de López Obrador ‘está a la cabeza’ con 123,364 homicidios; mientras que con Peña Nieto se registraron 74 mil 737; y con Felipe Calderón, 53 mil 319. En tanto, durante las tres administraciones anteriores, la cifra también es menor. De acuerdo con la misma fuente, el sexenio con más muertes violentas fue el del expresidente EPN, con 156 mil 066, aunque la proyección de este estudio refiere que el actual mandatario terminará su sexenio con 211 mil 357 víctimas de homicidio doloso.” (Pubimetro, 15/06/2022).

Recuerdo que, siendo presidente de Estados Unidos, Barack Obama dijo: “No se puede lograr algo diferente haciendo lo mismo.” Trasladada esa obviedad a nuestro país, sería lógico que si la política de “abrazos, no balazos” no ha funcionado, convendría cambiarla, si es que se quieren, realmente, obtener resultados distintos; es decir, disminuir a las organizaciones criminales y sacarlas de las zonas que ocupan actualmente. Pero el presidente López Obrador se empecina en seguir la misma ruta: hace unos días, con todo y las masacres perpetradas por el crimen organizado, volvió a insistir en que mantendría su posición respecto a la lucha contra la violencia. O sea, sigue vigente la prédica desde el púlpito de las mañaneras: “abrazos, no balazos.”

Coincido con Jesús Silva-Herzog Márquez cuando dice: “La política de no confrontación con los criminales sirve, en los hechos, a los criminales.” (“Abrazos y balazos”, Reforma, 20/06/2022). López Obrador está renunciando a la responsabilidad básica de un jefe de Estado: la aplicación de la ley y el mantenimiento (o restablecimiento) del orden público en todo el territorio nacional.

No me cansaré de repetir la definición de Max Weber: “El Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el ‘territorio’ es el elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima.” (“La política como vocación”, en Id., El político y el científico, Madrid, Alianza Editorial, 1969, p. 82).

Un Estado bien constituido consta de tres elementos básicos: pueblo, territorio y gobierno. En consecuencia, la primera responsabilidad del Estado es garantizar la vida de las personas; pero también tiene la encomienda de preservar la integridad del territorio nacional, esas son las funciones elementales del gobierno, hacer valer la ley en cada rincón del país con base en un solo y único poder legítimo.

Poder soberano significa poder sobre el cual no hay otro poder. Para entender la gravedad del asunto que ha planteado López Obrador al ser condescendiente con el crimen organizado debemos comprender la diferencia entre el poder público (“Herrshaft”) y la violencia privada (“macht”). Dicho de otra manera: tras un largo proceso de centralización y pacificación se logró la desaparición de la dispersión y la proliferación de la violencia, o sea, la anarquía. Eso trajo estabilidad política y paz social al país. Nació el poder público y quedó bajo control la violencia privada.

“Se ha deslizado ya el último argumento de la sumisión ante el crimen organizado—sigue diciendo Silva-Herzog—. Lo planteó el presidente la semana pasada con alarmante claridad. A los grupos delincuenciales que han logrado imponer su predominio, debemos agradecerles la paz en los territorios que controlan. Allí donde se ha impuesto un solo cártel, no hay homicidios, festejó con gratitud el presidente López Obrador. El problema aparece cuando distintos grupos se disputan un territorio, pero cuando se consolida una banda predominante, se hace la paz.” (Ibidem.)

¡Vaya desfachatez! López Obrador, con la mano en la cintura, está renunciando a la soberanía del Estado Nacional para cederla a los criminales: “con tal de que mantengan la paz en el territorio que conquistaron, hagan lo que se les dé la gana.” Luego entonces, la ley que impera en esas zonas ya no es la Constitución General de la República, sino la ley de la selva. La población que está bajo el dominio y el imperio del narco está sujeta a las peores vejaciones. El Estado ya no cobra impuestos, ahora los facinerosos cobran derecho de piso; las tierras de los agricultores pasan a ser propiedad de los capos; las mujeres pueden ser sometidas a esclavitud sexual; las escuelas son cerradas, los niños y jóvenes son reclutados como “halcones” y, como vimos hace poco, los sicarios son los que establecen los retenes en los caminos y carreteras, violando flagrantemente la libertad de tránsito.

Literalmente, el país se está desmoronando con la venia de sus autoridades. Las organizaciones criminales siguen creciendo y continúan aumentando las zonas controladas por los asesinos. El poder público se desvanece, en tanto que la violencia criminal crece a sus anchas.