Verano de 1993, aquel año en que Luis Miguel todavía cantaba y Gloria Estefan se ponía de moda con las nuevas generaciones mientras que la Selección Mexicana hacía soñar a la afición llegando a la final de la Copa América al perder por la mínima con Argentina en Ecuador. Asimismo, se daba el asesinato del guitarrista Euronymous en Noruega mientras que la televisión mexicana recibía con bombo y platillo a Salinas Pliego con Televisión Azteca, Cablevision inauguraba Telehit y los Power Rangers hacían su debut de este lado del charco.
Aunque, ciertamente, ese verano extraordinario es recordado por este amante del cine porque fue el momento en que el maestro Steven Spielberg le demostró a un pequeño de nueve años el poder del séptimo arte al crear una aventura que, en los posters, resaltaba que se había tardado 65 millones de años en hacerse. Basándose en una novela de Michael Crichton que jamás leí hasta tiempo después, esa época sería una de las más fascinantes para esa pequeña mente sorprendida al ver que la apertura de unas puertas al más puro estilo de King Kong me regalaría una experiencia que marcó mi vida al entrar al mundo de un tal Parque Jurásico.
Las expectativas eran altas, ya fuera por sus efectos especiales, por el nombre del director o simplemente por esa aura de misterio que provocó una euforia por la paleontología y los dinosaurios. Y es que ese misterioso póster negro con el loco de un fósil de dinosaurio, así como ciertos pequeños especiales en la televisión donde el alarde por ver a una especie de animales extintos cobrar vida fue el perfecto gancho de morbo que uno, a su corta edad, necesitaba para querer saber más y más de este proyecto. Y ni siquiera hablemos de los juguetes (que si no tenían el JP no eran originales) o esa explosión de marketing que acompañó a semejante fenómeno fílmico.
En ese entonces, los multiplexes todavía no dominaban el mundo. Había cines que tenían tres, cuatro o máximo cinco salas en su haber y eso ya era demasiado. La locura por conseguir un boleto sin aplicaciones implicaba tener que hacer una fila en la taquilla y esperar si alcanzábamos entradas para el día del estreno o cualquier otra función. Eso ya de por sí era toda una aventura. Aunque mis tíos no consiguieron boletos para un viernes por la noche, fue el sábado por la tarde el día que resultó ser elegido para sumergirme en el misterio de este parque.
Cinematográficamente hablando, Jurassic Park fue todo un avance en la tecnología que opacó un poco el arte del stop motion en la creación de los efectos visuales que dotaron de realismo al séptimo arte. ‘El loco hijo de perra lo logró’, frase del Dr. Ian Malcolm, describiría a la perfección lo que este progreso haría para el cine de ahí en adelante. Y es que eso fue parte del gran encanto del filme, sentirse en medio de un parque donde un braquiosaurio podía estornudarte en la cara, un T-Rex podría corretearte o mordisquearte en partes o la amenaza de las garras retráctiles de los velocirraptores y su particular llamado se sentían reales.
Ante la oscuridad de la sala y rodeado de muchos pequeños, Spielberg logró convencernos del encanto de estas especies extintas vueltas a la vida a través de la dura aventura del paleontólogo Alan Grant y su compañera, Ellie Satler. Ver que ‘la vida se abrió camino’ para mostrarnos dinosaurios andando en la faz de nuestra tierra fue uno de los momentos en que me di cuenta que el material de los sueños podría hacerse realidad a través de la magia del cine. Poder sentir esa emoción, ese terror, esas sensaciones en colectivo alrededor de mi familia me hicieron creer en esa fuerza, ahora tal vez muy nostálgica, que tiene la oscuridad de una sala llena de extraños que comparten la misma aventura.
Aunque los dinosaurios eran el corazón de esa cinta, recuerdo esos acordes de John Williams perfectamente. La primera vez que escuché ese tema de Jurassic Park fue gratificante, poderoso. Es una melodía que, a la fecha, suena tan familiar como la de Tiburón o Indiana Jones. Ese sentido épico de la música me hizo vibrar por dentro. Y aunque los adultos son los protagonistas del relato, mismos que advierten de las catastróficas consecuencias de meterse con el balance natural del mundo, para este pequeño era inevitable sentir una conexión con Lex o Tim, aquellos niños tan curiosos como uno que terminan por luchar para sobrevivir en este lugar. Ni que decir de esa eterna batalla entre la ciencia y la madre naturaleza, un enfrentamiento que es notorio en toda la franquicia que moriría después de una tercera entrega y reviviría con nostalgia en el 2015.
Recuerdo los gritos, el asombro y la tensión, incluso un par de brincos en las butacas ante las amenazas de los raptors es en una de las secuencias más emocionantes que había visto hasta ese entonces en mi vida. Ni que decir que el comer gelatina jamás fue igual después de ver este filme, uno que marcó una época en la que no pasábamos por los mejores momentos como sociedad debido a las decisiones y actos de otra clase de dinosaurios. A pesar de ello, Parque Jurásico fue revolucionaria no sólo en lo técnico, sino en la capacidad de hacerle ver a toda una generación el encanto del séptimo arte para contar historias.
Pero ¿cuál es el impacto y cómo resuena en mi ahora que tengo casi cuatro décadas de vida? El poder de sus imágenes, de sus frases, de sus personajes. Pero sobre todo de un director que, hasta ese entonces, sabía entretener de manera épica a través de buenas historias. Parque Jurásico, para mi generación, podría ser lo que fue Star Wars o ET El Extraterrestre en los 80, Matrix a finales del siglo pasado o Harry Potter a principios del nuevo milenio. Es esa obra que creó un fenómeno más allá de las pantallas y que, como los dinosaurios, sobrevivió a su propia extinción para renacer años después en busca de impactar a nuevas generaciones. Y es que, tres décadas después, aún somos bienvenidos al Parque Jurásico.
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