¿Es la Navidad una tradición o un simple festejo? La pregunta incomoda a algunos e indiferencia a otros, pero quizá lo pertinente sea preguntar en qué se ha transformado y cuántas formas adopta hoy. Desde hace décadas dejó de ser un festejo exclusivo de la cristiandad —católicos, ortodoxos, protestantes— para convertirse, junto con el Año Nuevo, en una celebración global. China, India, Arabia y prácticamente todas las naciones decoran calles y plazas con árboles, luces, esferas, muñecos de nieve y trineos durante diciembre.
La Navidad es, probablemente, la celebración más universal del planeta. Muchos la desprecian, calificándola como un festejo al que la mercadotecnia le extrajo todo contenido espiritual, dejando un cascarón que la sociedad de consumo rellenó con abundancia de bienes, comida, distractores y juegos. Para ellos, diciembre es un escaparate decadente donde se exhiben licencias morales y remordimientos pospuestos: glotonería, embriaguez, vanidad, cursilería e hipocresía.

Los críticos de la Navidad se encuentran tanto a la izquierda como a la derecha. Para los primeros, almas revolucionarias, la Navidad es un invento del capitalismo para mover mercancías y reforzar desigualdades. Para los segundos, espíritus ultramontanos, la modernidad pervirtió una fiesta que antaño significaba misas de aguinaldo, rosarios, coronas de adviento y nacimientos. No faltan quienes reclaman “¿dónde quedó la tradición?”, al ver a ejecutivos celebrando posadas en clubes nocturnos, embriagados, vociferando villancicos a una bailarina con gorrito navideño.
No están del todo equivocados quienes ven en la Navidad moderna un festejo manipulado que abre las puertas al hedonismo y al consumo. Paradójicamente, el recuerdo del nacimiento del Mesías se convierte para muchos en pretexto para el exceso. Pero la Navidad tiene otra cara que no ha desaparecido bajo el costal del célebre repartidor inventado por una marca de refrescos. Conviene recordar el origen: Navidad proviene de natividad, nacimiento. Su razón de ser es rememorar el nacimiento de Jesús, a quien buena parte de la humanidad reconoce como Mesías. Y más allá de árboles monumentales y tumultos comerciales, esa tradición sigue viva.

En muchos barrios aún se organizan las nueve posadas, con peregrinos, rezos y cantos. Todavía hay madres que celebran cuando su hijo menor es elegido para acostar al niñito Jesús. Incluso los gobiernos, pese al principio de laicidad, organizan concursos de nacimientos, justificándolos como apoyo al turismo y a los artesanos. En Latinoamérica y en gran parte del mundo cristiano, la Navidad continúa celebrándose al calor de las tradiciones: posadas, ponche, buñuelos, piñatas. Para millones, la fecha mantiene su sentido religioso.
Sin embargo, como se dijo al inicio, el 24 de diciembre ya no pertenece solo a los cristianos. En esa noche, incluso en países ajenos a la fe cristiana, se suspenden tensiones y se expresan deseos de paz y fraternidad. La Navidad se ha transformado también en una fiesta humanista y mundial. La figura fantasiosa del hombre gordo y barbado que reparte regalos a niños de todas las razas y culturas evoca, en su ingenuidad, la aspiración a una comunidad humana sin fronteras, alegre y abundante.
El árbol navideño refuerza esta universalidad. En casi todas las culturas existe un árbol sagrado: el Bodhi bajo el cual Buda alcanzó el Nirvana; el Yggdrasil donde Odín obtuvo las runas; el sumerio Huluppu, que la diosa Inanna rescató y plantó en su jardín. El Árbol de la Vida es un símbolo milenario que la Navidad ha heredado, junto con la estrella que lo corona.

¿Existen entonces dos navidades opuestas? Una cristiana y tradicional, y otra secular y global; una nacida del Occidente religioso y otra hija de la modernidad tecnológica y consumista. Pero, en el fondo, es una sola celebración. En ambas persiste un mensaje de esperanza y hermandad. La Navidad cristiana conmemora la encarnación de lo divino en Jesús. La Navidad secular retoma esa esencia en forma de deseos de paz y renovación espiritual. Ambas se complementan y convivirán en el imaginario colectivo, permaneciendo cada noche del 24 en la espera de un niño que busca, bajo el árbol o junto al nacimiento, su anhelado regalo de Navidad.