Jalisco

Estudios han mostrado que la constante exposición al ruido provoca estrés fisiológico en animales marinos, alterando sus niveles hormonales y su energía disponible para sobrevivir

Ecos del Agua: El mar saturado

Durante millones de años, el océano fue un territorio sonoro natural. Nunca fue silencio absoluto, sino un equilibrio de ruidos naturales: el roce de las corrientes, las tormentas lejanas, los llamados de ballenas, los chasquidos de pequeños crustáceos. Era un paisaje acústico cambiante, pero reconocible para quienes lo habitaban. Hoy ese equilibrio se ha alterado. En pocas décadas, la actividad humana ha introducido un ruido constante y profundo que transforma el mar en un espacio acústicamente hostil. No deja huellas visibles, pero altera comportamientos, fisiología y dinámicas ecológicas completas. Redefine el hábitat.

A diferencia de la tierra firme, donde la vista domina nuestra experiencia, el océano funciona principalmente a través del sonido. Bajo el agua, el sonido viaja más rápido y más lejos que en el aire, atravesando kilómetros sin disiparse. En las profundidades, el sonido sustituye la vista. Para muchas especies marinas, el sonido no es un complemento, es esencial para ubicarse, encontrar alimento, pareja e identificar peligros.

Sin embargo, en apenas unas décadas, la actividad humana ha transformado ese paisaje sonoro de forma radical. Motores de grandes embarcaciones, tráfico marítimo constante, exploraciones sísmicas para la búsqueda de petróleo y gas, perforaciones, construcciones submarinas y sonares militares han introducido un ruido profundo, persistente y global. No se trata de eventos aislados, sino de una dinámica continua que acompaña el océano de día y noche.

Este ruido no ensucia el agua. Desde la superficie, el mar puede parecer intacto y sereno. Pero dentro, el ambiente ha cambiado. El sonido humano interfiere con las señales naturales, enmascara llamados, desorienta rutas migratorias y obliga a muchas especies a modificar su comportamiento. Algunas dejan de reproducirse con éxito, otras abandonan zonas que habitaron durante generaciones. No siempre hay muerte inmediata, a veces, simplemente hay ausencia. Pero de una u otra manera, se condena a muchas especies.

Estudios han mostrado que la constante exposición al ruido provoca estrés fisiológico en animales marinos, alterando sus niveles hormonales y su energía disponible para sobrevivir. En casos extremos, especialmente asociados a sonares de alta intensidad, se han registrado varamientos masivos de cetáceos, como ballenas y delfines. Pero el impacto más común es más silencioso: la vida se desplaza, se fragmenta.

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Lo inquietante de la contaminación acústica es que ocurre fuera de nuestra percepción cotidiana. No vemos el sonido. No lo medimos al mirar el mar. Es una invasión que solo existe para quienes viven allí. Hemos aprendido a identificar plásticos, derrames y manchas, pero aún nos cuesta reconocer que el silencio también es una condición ecológica.

El océano profundo durante siglos fue uno de los lugares más silenciosos del planeta, ya no lo es. Incluso en regiones remotas se registra un aumento sostenido del ruido de baja frecuencia. Estamos usando un espacio que no es nuestro, pero que otros organismos necesitan para existir. Al ritmo de la expansión humana, el océano parece encaminarse a un destino conocido. El mismo que vivió la superficie terrestre, transformada por nuestra presencia hasta relegar a muchas especies que la habitaban antes que nosotros.

Esta forma de contaminación revela una paradoja incómoda. No estamos destruyendo el océano con violencia evidente, sino alterando de manera constante y normalizada. Este cambia primero en lo que no vemos. El mar sigue moviéndose, las olas siguen rompiéndose, pero su ritmo interno se ha desajustado. El silencio no es un vacío. Es una forma de equilibrio. Al llenar el océano de ruido, no solo interrumpimos sonidos, modificamos el entorno mismo en que la vida evolucionó durante millones de años. Cambiamos las reglas sin avisar. Detrás de esa alteración constante no hay ignorancia, hay intereses.

Valentina Moreno

Tal vez el problema no sea que el océano se vuelva ruidoso, sino que hemos dejado de preguntarnos a quién pertenece ese sonido. El mar no necesita parecer tranquilo para estar sano; necesita espacio, incluso acústico. Porque cuando un ecosistema pierde su silencio, pierde más que su calma: pierde la posibilidad de escucharse a sí mismo. Y esto no es un descuido ingenuo, es una elección. Se sabe, y aun así se prioriza el beneficio económico. Vivimos en un mundo globalizado que se mueve al ritmo del dinero, negarlo sería ingenuo. La pregunta es si debería ese progreso construirse a expensas de la vida marina, de un océano que no puede protestar, pero si colapsar.

@valemp97

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