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Canciones que matan: los narcocorridos y sus estrellas

Al extenderse el narcotráfico por territorio mexicano, cambiaron muchas cosas en el país. No era, no es solamente, un asunto de trasiego y venta de sustancias ilegales. El México de los años 80 aprendía duramente a sobrevivir en los mares oscuros y pestilentes de las crisis económicas. En regiones dominadas por el olvido, por el abandono, por la falta de oportunidades, alguien empezó a ver como héroes oscuros a los protagonistas del fenómeno criminal. No fue raro que empezaran a hacerles canciones, piezas que lo mismo granjean aplausos que balas

historias sangrientas

El asesinato de Valentín Elizalde se vinculó, de inmediato, con el hecho de haber cantado un narcocorrido durante una presentación.

El asesinato de Valentín Elizalde se vinculó, de inmediato, con el hecho de haber cantado un narcocorrido durante una presentación.

Por más que nos resistamos a admitirlo, se trata de narraciones épicas, donde hay un héroe que las puede todas, aún por encima de las leyes y del peso del Estado. Eso explica que desde hace mucho tiempo exista una producción musical proscrita de los medios de comunicación masiva. “Constituyen una apología de la criminalidad”, se afirma. 

Y es cierto. Lo más delicado es que algunas de esas piezas que se conocen desde hace décadas como narcocorridos no son, solamente epopeyas que entusiasman a quienes nada tienen que perder. Con canciones que, como parte de un retorcido engranaje, atraen a la muerte.

No es una anécdota o un caso aislado. No es solamente un cantante de música de banda que un día tiene por puntada cantar uno de esos corridos que hablan del narco más poderoso de la región, para aparecer muerto, unas horas después, en el vehículo que maneja, o tirado en una carretera. Son varios los cantantes de fama que brillan en ese terreno inestable y afilado que es el mundo de la música del ”movimiento alterado”: es el gran Chalino, es Elizalde, es el Shaka, son incluso los integrantes de una banda de vallenato. 

Un día se les acaba la suerte, y empiezan las especulaciones: que si eran amigos de capos locales, que si al mismísimo Chapo Guzmán le gusta cómo canta aquel bato, y ni el Chapo, ni la canción ni el bato, les gusta a algún otro que domina otras plazas. El caso es que todos acaban muertos a tiros, a veces secuestrados, a veces torturados. Cantan canciones que tientan al destino y llaman a la muerte, que acude con sombrero tejano para levantarlos y llevárselos a un concierto en algún otro lugar.

Los cantantes que incluyen narcocorridos en sus repertorios, saben que, más tarde o más temprano, hay consecuencias en esa elección. Es simple: acaban por llamar la atención. Inevitablemente alguien, en algún punto del país, los escuchará, y querrán oír su historia en esa voz, o desearán que ese cuate tan inspirado les componga una canción a ellos, para que se enteren los de enfrente con quién se meten. Y ya encarrerados, pues hay que mandar algunos mensajes, y esas canciones tan populares son vehículos eficaces. Lo demás, es cosa de suerte, de la buena o de la mala.

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Y a veces es la mala. Un corrido cantado en el sitio inadecuado, ser invitados-contratados para cantar en la fiesta de uno de los muchos patrones que operan con droga en el país, ser el autor de una pieza que, pese a su popularidad, no gusta a algunos personajes de ese mundo alucinante que es el del narco mexicano. Puede ser cualquier cosa, cualquier detalle, en ese mundo rudo y sin muchos matices. Los cantantes que pagan con la vida su notoriedad, labran su fama en las plazas y los palenques, sus discos circulan por canales paralelos a los de la industria formal, esa que no transmite por radio un narcocorrido. Canciones de amor, de abandono, de aventura y de despecho, sí, cómo no. Pero narcocorridos no. Eso, dicen, es un mundo muy lejano.

El narco, los corridos, las estrellas

Los narcocorridos son, antes que otra cosa, narraciones épicas, muchas veces en tono biográfico o autobiográfico. Sus protagonistas son los líderes de los diversos grupos criminales que se enseñorean en diversas regiones del país. Eso todo el mundo lo sabe a estas alturas del siglo XXI.

Y son piezas tan populares como la más sentida canción de amor al ritmo de la banda. Cuentan historias que, por lo menos desde hace cuarenta años forman parte de la vida de todos los días en los pueblos del norte donde, en los años 80, ya se sabía que las canchas de basquetbol eran pagadas, lo mismo que los arreglos a la iglesia del pueblo, por el narco local.

Pero han pasado los años: la expansión de la “narco-cultura” permea de maneras oscuras y que no dejan de sorprender. Los grandes líderes de los cárteles son, en algunas regiones, tan famosos, en sentido positivo, como el baladista de moda o la actriz principal de la telenovela estelar. Hasta lógico resulta que aparezcan los narradores de ese mundo violento, donde se arriesga mucho y la vida es corta, que también es parte de México.

Nadie se puede llamar engañado: los cantantes y compositores de narcocorridos operan en una zona extraña, donde lo ilegal y lo legal, donde lo criminal y el éxito desaforado conviven en una veloz montaña rusa. Luego, un día se termina todo. ¿Cuándo? No se sabe a ciencia cierta. Quizá más que en otros rumbos, la Fortuna es más caprichosa y más voluble.

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El primer famoso de ese mundo peculiar es el Rey de los Corridos, Chalino Sánchez. Su vida es, en sí misma, una novela. En los años 80, después del asesinato de un hermano suyo, le da por ponerse a componer corridos. Se vuelve un ídolo que termina su carrera en 1992: alguien le dispara cuando está en un escenario festival de Coachella, a principios de ese año. En mayo, da su último concierto, en Culiacán. Sale del lugar rodeado de su equipo, pero lo intercepta un convoy con gente armada, que se lleva a Chalino para que “platique con el comandante”, pues esa gente dice pertenecer a la policía.

Al día siguiente, el cuerpo de Chalino Sánchez es encontrado cerca de Culiacán. Tiene las manos y los pies atados, señales de tortura y dos tiros en la cabeza. Pero ya es inmortal: autor de discos con títulos como “Corridos Pesados”, “Sangre y Muerte”. “Corridos Prohibidos”, la especulación brota de manera incontenible. El chisme circula con amplitud: Chalino tenía amores con la mujer de un narco. La temática de sus corridos es también una robusta hipótesis de la policía, pero los autores de esta clase de asesinatos se desvanecen en las tolvaneras de los caminos mexicanos.

Pasan los años y se empieza a integrar esa galería de cantantes famosos y arriesgados, que de repente son asesinados. Uno de los crímenes más sonados es el de Valentín Elizalde, apodado "El Gallo de Oro", asesinado una noche de noviembre de 2007.

En el caso de Elizalde, es casi inmediata la vinculación del cantante muerto con el crimen organizado. Había cantado en su presentación del 25 de noviembre una pieza “A mis enemigos”, canción provocadora y que, según la narcocultura, es un mensaje de el Chapo Guzmán a sus rivales, los Zetas: “Sigan chillando culebras, las quitaré del camino, y a los que en verdad me aprecian, aquí tienen a un amigo, ya les canté este corrido, a todos mis enemigos”. 

Elizalde cantó dos veces esta pieza en aquella presentación. Una de los rumores que circularon señalaba que, entre el público, estaba un sicario de los Zetas, que, ofendido por el corrido, se cobró la ofensa baleando la camioneta del cantante. Viajaba Elizalde con

Mario Mendoza Grajeda, su primo, Fausto “Tano” Elizalde y el chofer, Reynaldo Ballesteros. Dos autos le cerraron el paso a la Suburban negra de Elizalde. De ellos descendió un grupo de hombres armados que dispararon contra la camioneta con fusiles AK-47. Solamente sobrevivió el primo del Gallo de Oro.

La conmoción fue generalizada, porque Elizalde era sumamente popular. No bien pasaba el escándalo mediático, el vocalista del grupo K-Paz de la Sierra, Sergio Gómez, desapareció. Era el momento de gloria de aquel conjunto: se habían presentado en Morelia, en el Estadio Morelos. La prensa de espectáculos habló de un auditorio de 20 mil personas. Después, sus allegados contarían que Gómez “sentía algo”, como un presentimiento extraño, oscuro.

Salió el grupo en tres camionetas, acompañados de empresarios y promotores. Iban a toda carrera para Puerto Vallarta, donde ofrecerían una conferencia de prensa antes del concierto. Pero todo se quebró en el camino: un convoy de gente armada los interceptó, y secuestró al cantante y a sus acompañantes.

No bien llegaron a Puerto Vallarta los que habían librado el ataque, denunciaron los hechos. Las autoridades buscaron en las carreteras michoacanas. Muy pronto dieron con los empresarios de espectáculos; a ellos los habían liberado rápidamente: al que querían era a Sergio Gómez.

Lo encontraron el 3 de diciembre: en un paraje del tramo carretero de Torreón Nuevo-Chiquimitío, cerca en Morelia. Lo habían torturado y estrangulado. Nunca se dio con los responsables, pero no fueron pocas las voces que señalaron al grupo criminal La Familia Michoacana como responsables del asesinato.

La muerte de algunos, como Sergio Vega, “El Shaka”, son materia de corrido. A menudo, el cantante hablaba sobre el riesgo que entrañaba tener narcocorridos en el repertorio. El 26 de junio de 2010, incluso, se vio obligado a salir a desmentir los rumores de su asesinato, y aseguró que se había visto obligado a aumentar el equipo de seguridad que lo custodiaba.

Poco le duró la calma: a las pocas horas de sus declaraciones, fue perseguido por un grupo de sicarios: circulaba por la carretera México 15, y cerca de la caseta de cobro de San Miguel, en Los Mochis, comenzó la persecución. Los sicarios le dieron alcance y lo mataron a tiros. Las autoridades contarían más de treinta disparos en la camioneta del cantante.

Y aunque su representante insistió en que el Shaka no tenía vínculos con el narco y que, incluso, había sacado varios de aquellos temas del repertorio de sus presentaciones, el fantasma de la narcocultura flota en ese asesinato.

Se insiste una y otra vez: las leyendas urbanas de las regiones dominadas por el narco buscan en el narcocorrido las explicaciones que los cuerpos policiacos no pueden dar. De la tamaulipeca Zayda Peña, asesinada en 2007, también se señaló a sus ejecutores como integrantes del narco. La cantante recibió un tiro en la espalda, cuando se instalaba en un hotel. La balacera mató de inmediato a un empleado del establecimiento y a una amiga de Zayda Peña. La vocalista del grupo Zayda y Los Culpables fue llevada a un hospital donde le salvaron la vida.

Un sicario entró, a poco, al sanatorio donde Zayda Peña convalecía: de un tiro en el rostro la mató, aunque siguió disparándole, delante de médicos y enfermeras. Como tantos otros crímenes, quedó impune: el asesino escapó, como es usual, se habló de un “asesinato pasional”, pero una vez más, la voz de los chismes del narco señalaron a sicarios del Cártel del Golfo como los responsables.

Todas las muertes de estas estrellas populares, que en algún momento interpretaron narcocorridos, siguen impunes.

Epílogo en Bellas Artes

La insistencia en que los narcocorridos hacen apología del crimen no ha sido suficiente para sacarlos de la cultura popular y mucho menos de la vida pública. Forman parte ya de la vida diaria. La mayor parte de los habitantes de este país han escuchado al menos un fragmento de algún narcocorrido. ¿Hay modo de eludirlos? Buena pregunta. En 2010 se produjo, incluso, una ópera, “Únicamente la verdad”, donde un periodista pretende averiguar qué tanta realidad hay en la historia de Camelia la Texana. El reino del MP3 y las plataformas digitales propician el canal de circulación del narcocorrido, que dista mucho de desaparecer. Los cantantes que los interpretan, acaso, han aprendido a moverse con mayor cautela.