Nacional

Los cuatro asesinatos de Luis Romero Carrasco, “La Fiera Humana”

El brutal asesinato de Jacinta Aznar, en 1932, hizo que, inevitablemente, se
volviera a hablar de un joven que, movido por el rencor, había matado a sus tíos y
a sus dos sirvientas, tres años atrás, con un tubo de metal. Aquel criminal desató
la indignación colectiva, pues entre sus víctimas estaba una niña de 10 años.

historias sangrientas

Luis Romero Carrasco llevaba tres ingresos a prisión cuando, en abril de 1929 mató a sus tíos y a dos sirvientas. La prensa lo bautizó como

Luis Romero Carrasco llevaba tres ingresos a prisión cuando, en abril de 1929 mató a sus tíos y a dos sirvientas. La prensa lo bautizó como "La Fiera Humana".

El perico, el maldito perico no dejaba de chillar, revoloteando por toda la habitación. Lo habían alterado los gritos de su ama, Jovita Velasco. Pero Jovita había dejado de gritar: estaba en el suelo, agonizante. La vida se le escapaba lentamente por las múltiples heridas que su sobrino, Luis Romero Carrasco, le había causado con un cuchillo. El criminal, aturdido, ya no pensaba en el horror que había creado en aquella casa, marcada con el número 37 en la calle de Matamoros. Sólo podía pensar en que el perico sabía decir su nombre, y que no bien la policía viera lo que había hecho, aquella ave perversa lo delataría.

Así que no dudó: tomó una toalla y con ella ahorcó a la mascota.

Poco a poco, se disipaban los efectos de los cuatro cigarros de marihuana que había fumado unas pocas horas antes. La mente se le aclaraba a Luis Romero Carrasco, sólo para sumirlo en la desesperación. Una cosa había llevado a la otra: la furia y el rencor lo condujeron a asesinar a su tío. Después, ya no pudo detenerse. Eran poco más de las 9 de la mañana del 17 de abril de 1929, y los cuatro habitantes de la casa de Matamoros 37 estaban muertos. El remate absurdo de aquellos minutos de espanto era el perico, asesinado porque no fuera a delatar al criminal.

EL ESCAPE

Luis Romero decidió escapar. Pero, acaso, pensó, podría burlar a la policía. Tomó un mecate del patio, con el que ató las manos del cadáver de su tía. Llenó una maleta con vestidos de su víctima, y saqueó un cofrecillo, donde encontró 2 mil 237 pesos. Tomó los alhajeros de la muerta, un reloj de ferrocarrilero, algunos otros objetos de valor. Quería que todo pareciera la consecuencia de un robo exitoso.

Un tanto tranquilizado, bajó las escaleras. Pero creyó escuchar un quejido en el patio. Lo volvió a asaltar la desesperación: probablemente la vieja estaba con vida. Una vez más, no dudó: volvió a tomar el tubo de metal con que había entrado a la casa, y golpeó con fuerza, en repetidas ocasiones, el cráneo de Luz Laguna, a quien había agredido antes de matar a la tía Jovita. Luz, una mujer de 65 años que trabajaba en la casa, quedó tirada en el patio. Luis también la había acuchillado. La misma suerte corrió una niña de 10 años, María de Jesús Miranda, que también ayudaba con las tareas domésticas de Matamoros 37. Luis Romero Carrasco se dirigió a la salida, no sin antes echar un vistazo al despacho en el que había dejado el cadáver de su tío, Tito Basurto, la primera víctima de aquel huracán de rabia y muerte.

El joven Carrasco salió apresuradamente, tropezándose consigo mismo, todavía con la marihuana entorpeciendo sus movimientos. Muchos amigos de su tío sabían que el hombre solía desayunar a las 9:15 de la mañana, y no era raro que llegasen de visita. No podía dejar que nadie lo encontrara ahí, donde acababa de dejar cuatro cadáveres. Buscó a una amiga, en el pueblo de Tacuba, a quien encargó el veliz.

Tales fueron las primeras declaraciones del asesino, cuando fue capturado por la policía.

No lo sabía Luis Carrasco Romero, pero hacía poco más de un siglo que no se consignaba en la memoria criminal del país, un homicidio múltiple como el que acababa de cometer. Sólo los lectores de leyendas recordaron que, a fines del siglo XVIII, un sobrino del acaudalado comerciante Joaquín Dongo, había irrumpido en la casa de su pariente, para robar, y dejó once víctimas, entre parientes y servidumbre.

Esa fue la oscura celebridad que alcanzaría aquel muchacho del siglo XX.

Romero Carrasco cometió el cuádruple asesinato cuando se encontraba bajo los efectos de la marihuana. Huyó durante algunos días, pero finalmente fue apresado y procesado.

Romero Carrasco cometió el cuádruple asesinato cuando se encontraba bajo los efectos de la marihuana. Huyó durante algunos días, pero finalmente fue apresado y procesado.

UN MUCHACHO “MALA CABEZA”

A los 21 años, Luis Romero Carrasco era ya lo que se llamaba un muchacho de mala cabeza: llevaba tres ingresos a prisión, dos en la correccional, y uno en la infame cárcel de Belem. En su primera estancia en la Correccional, en 1926, se había hecho adicto a la marihuana, y con frecuencia cometía pequeños robos para pagarse el vicio. Los padres del muchacho, esperanzados en que un día se reformara, habían rogado a las autoridades, cada vez que el hijo acababa encerrado, que se los devolvieran, que ellos cuidarían que no volviera a los malos pasos.

Pero aquellos tres años habían sido de infierno, porque a Luis no le interesaba hacerse gente de bien. De los robos sin mucha trascendencia había pasado a crímenes mayores. Su última estancia, en Belem, se debía a que intentó matar a un amigo suyo, Enrique Ortiz, porque la novia del muchacho se negó a salir con Luis. Cuando lo soltaron, nuevamente gracias a los ruegos de sus padres, ya no podía vivir sin consumir marihuana.

De regreso en su casa, quienes lo conocían, lo describieron como desquiciado, irritable, débil y deteriorado. En esas condiciones mataba el tiempo, tirado en su cama.

Hasta que una mañana escuchó gritos afuera de la casa. Conocía la voz. Era la de su tío, Tito Basurto, empresario pulquero. Como de costumbre, regañaba a gritos al padre de Luis, Atenógenes Carrasco. La razón era también frecuente: no cuadraban las cuentas de la pulquería que administraba el padre del muchacho.

Muy enojado, el tío Tito le echó la culpa de los faltantes a Luis. Por sacarlo de la Correccional y de la cárcel, los Carrasco habían agotado sus ahorros, y ahora, para mantenerse el vicio, Luis metía mano al cajón de las ganancias. Agobiado, Atenógenes Carrasco procuraba calmar la cólera de su primo: “Ya verás que el mes que viene nos reponemos”. Pero Tito Basurto no creía en eso. Mientras Luis no se enmendara, nada se repondría.

La niebla roja de la furia empezó a llenar el alma de Luis Carrasco Romero. Detestaba al tío Tito, porque nada le parecía y nunca estaba conforme con la administración de la pulquería. Pero lo que desquiciaba al muchacho eran los malos tratos que Atenógenes recibía de su primo. Era indigno, grosero. No lo trataba como si fuera su pariente, sino como si fuera un criado de la peor categoría.

Fue el resentimiento el motor principal de aquel crimen: se decidió a cobrarle al tío Tito todos esos reclamos y malos modos. Lo mataría.

La mañana del 17 de abril de 1929, Luis Romero Carrasco se fumó, uno tras otro, cuatro cigarros de marihuana. Luego, echó a andar hacia la casa de su tío. Se lo encontró a pocos metros de Matamoros 37. Tito Basurto, al ver intoxicado a su sobrino, lo regañó un poco, y luego lo condujo a la casa. Luis llevaba un cuchillo que había conseguido por unos pocos pesos, y oculto en la ropa, un tubo de metal, se dijo, del tamaño de una porra de policía.

El tío se sentó ante su escritorio a revisar papeles. Dejó de hacerle caso a su sobrino. Luis aprovechó y se le fue encima: lo golpeó con el tubo y luego lo apuñaló. Apenas saboreaba Luis Carrasco su venganza, entraron, de la calle, Luz y la niña María de Jesús. Luis Romero enloqueció. Apenas vieran el cuerpo del tío Tito, estaría perdido. No lo dudó: también las atacó a ellas. Entre golpes de tubo y puñaladas, las dejó tiradas en el patio.

Pero Luz y la niña gritaron. Al escándalo, la tía Jovita, esposa de Tito, salió al balcón interior, y vio tiradas a la anciana y a la chiquilla. Escuchó a su sobrino, quien, de unos cuantos saltos, llegó al piso superior. Ahora también tendría que matar a su tía. El tubo se había quedado en el patio. Jovita Velasco murió de las puñaladas que su sobrino, muerto de rencor y de miedo, le asestó

Era 1929 año electoral: José Vasconcelos aspiraba a la presidencia de la República, pero las fotos de las primera plana se las llevó el asesino Luis Carrasco Romero.

Era 1929 año electoral: José Vasconcelos aspiraba a la presidencia de la República, pero las fotos de las primera plana se las llevó el asesino Luis Carrasco Romero.

LA PERSECUCIÓN, LA FUGA Y LA MUERTE

Al día siguiente, el tinajero Tomás Mejía decidió ir a casa de su patrón, Tito Basurto, que, contra sus costumbres, no había ido a trabajar ni el día 17 ni el 18. Al llegar a Matamoros 37, por la ventana vio los pies del cadáver del pulquero. Así corrió por la ciudad la noticia del cuádruple homicidio.

Mucha gente se indignó. Impactó, especialmente, el asesinato de la niña María de Jesús. La policía inició una amplia investigación, con el detective Valente Quintana a la cabeza. Se detuvo e interrogó a toda la familia de los Basurto y a todos sus empleados. Solo faltaba Luis, y su hermano Francisco dio algunas pistas acerca de dónde podrían localizarlo.

En las primeras investigaciones, el principal sospechoso del robo y asesinato, era un sobrino directo de Jovita Velasco, un hombre llamado Pedro Hidalgo, quien había disputado unos días antes con la difunta. Pero la ciencia policial hizo lo suyo: a todos se les habían tomado las huellas dactilares, y hubo coincidencia entre las de Luis y la huella que se encontró en el tubo ensangrentado. Abrumado, Luis Carrasco Romero empezó a confesar.

La prensa lo bautizó “La Fiera Humana”; la muchedumbre apedreó el carromato en que se le condujo a Belem. Negó tener cómplices. Los reporteros aseguraron que, al narrar los asesinatos, “enseñaba los colmillos” con fiereza. Naturalmente, los médicos, al medir su cráneo, afirmaron que en él se detectaban claras tendencias criminales.

De rodillas, la madre de Luis pidió al famoso abogado Querido Moheno que defendiera a su hijo. El jurista, amante de la notoriedad, aceptó. El proceso de inició, pero, en julio de 1929, Luis Carrasco se fugó de la cárcel de Belem. Se le encontró refugiado en Tacubaya, en la casa de un amigo suyo, militar. Ya no regresó a Belem, se le envió a Lecumberri.

Algo cambió en Luis al volver a la cárcel. Cambió sus declaraciones y admitió tener dos cómplices. Atrapados, aquellos hombres afirmaron que Luis los engatusó con la promesa de un buen botín si lo acompañaban a robar la casa del tío Tito, y aceptaron haber golpeado a Luz Laguna y a la niña María de Jesús, pero que él y sólo él había matado a las cuatro víctimas.

A los dos cómplices, Luis Mares y Baldomero Tovar, se les sentenció a prisión en las Islas Marías. A Luis Romero Carrasco se le sentenció a muerte, pero su pena fue conmutada por veinte años de prisión.

Cuando se le trasladaba a las Islas Marías, reportó la policía, intentó agredir a uno de los vigilantes, durante un alto. El policía respondió disparando contra él. Sin mayores averiguaciones, sepultaron a Luis Carrasco Romero en el panteón de El Huerto, en las cercanías de Tula.

Pero muy pronto corrió otra versión: se dijo que los policías detuvieron el viaje y lo soltaron. “¡¡Corre, Luis!!, ¡Ahora es cuando!”, y el criminal echó a correr hacia la oscuridad. Los policías lo dejaron avanzar unos pocos metros y lo tirotearon: le administraron la famosa “ley fuga”, como un oscuro mecanismo informal de justicia, frecuente cuando el sentimiento popular creía que los jueces y los jurados se habían equivocado.

El caso de Luis Carrasco fue uno de los crímenes que investigó el famoso detective Valente Quintana, de pie junto al criminal.

El caso de Luis Carrasco fue uno de los crímenes que investigó el famoso detective Valente Quintana, de pie junto al criminal.