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El día de furia de Higinio Sobera de la Flor

Siempre andaba rapado porque aseguraba que, si el cabello le crecía, experimentaba terribles dolores de cabeza. Lo conocían en todos los antros de la ciudad de México de mediados del siglo XX. Lo que no sabían quienes le trataban noche a noche era que se trataba de un enfermo mental que podía perder el control en cualquier momento. La capital entera se horrorizaría cuando se conocieron los alcances de la negra tormenta que llevaba dentro.

historias sangrientas

Nadie tuvo duda, cuando se publicaron las confesiones de Sobera de la Flor, de que se trataba de un enfermo mental.

Nadie tuvo duda, cuando se publicaron las confesiones de Sobera de la Flor, de que se trataba de un enfermo mental.

-“¡¡Payaso!!”

Fue el grito que se escuchó por encima del rumor del tránsito cotidiano en la avenida de los Insurgentes, en el cruce con la avenida Yucatán. Era marzo de 1952, la primavera estaba cerca, y el calor empezaba a sentirse ya. Razón de más para que los ánimos se exaltaran con facilidad por una manobra equivocada, una vuelta imprudente o un cerrón alevoso. Lo mismo y lo de siempre en la ciudad de México, desde que los automóviles se adueñaron de las calles.

Pero aquel roce, intrascendente en apariencia, fue el inicio de una jornada llena de horror y violencia.

Porque aquel grito, que, bien mirado, es de los más inocentes que en un pleito de tránsito se pueden escuchar, desató un oscuro impulso de violencia en el joven al que iba dirigido: un sujeto de 24 años, de piel clara, rapado, conductor de un automóvil último modelo, que portaba una cachucha en la cabeza. Aquel hombre era Higinio Sobera de la Flor, conocido en todos los centros nocturnos de la ciudad de México, tanto por ser cliente frecuente, como por gastar, y mucho, en antros de toda categoría.

-“¡¡Payaso!!” La voz del conductor retumbó en la mente de Higinio Sobera, sacándolo de sus ensoñaciones. Sonaba el claxon de un vehículo. Sí, se referían a él. La voz se volvió a escuchar por encima del ronroneo de los motores:

-“¡Le estoy pidiendo el paso, idiota!”

Esa niebla roja que algunos criminales han mencionado cuando llegan al momento que los hace trascender a la brutal historia de la criminalidad mexicana, desbordó el corazón de Higinio Sobera de la Flor. No lo dudó: sacó la pistola que llevaba en la cintura, y aceleró para alcanzar al auto que acababa de rebasarlo, el auto del que provenía la voz que lo había insultado.

El semáforo actuó a favor de Sobera: marcó el alto. Pudo emparejarse con el automóvil que conducía Armando Lepe. Sin vacilaciones, el muchacho rapado bajó de su vehículo y disparó varias veces contra el hombre que lo había tratado de “payaso”.

Herido de muerte, Armando Lepe soltó el volante de su auto; involuntariamente aceleró. Su novia, María Guadalupe Manzano Flores, lesionada en una mano, alcanzó a frenar el vehículo que ya avanzaba sin control. Desesperada, la muchacha comenzó a gritar, pidiendo ayuda. El policía que controlaba el tránsito, al escuchar los balazos, corrió a protegerse. Nadie reaccionó para detener al agresor.

Higinio Sobera de la Flor volvió a su auto y se alejó del crucero de Insurgentes y Yucatán a toda velocidad. Vagó sin rumbo algunas horas. Luego, se dirigió al bosque de Chapultepec. Después, se marchó a su casa, y guardó la pistola en un cajón. Sabía perfectamente lo que había hecho. No sentía remordimiento alguno. Finalmente, a él lo habían insultado. Lo habían llamado “payaso”, y eso no lo podía permitir. Encerrado, dejó pasar las horas.

Al día siguiente, el asesinato de Armando Lepe, a quienes algunos diarios identificaron como militar y otros como ex agente del Servicio Secreto, fue nota de primera plana, y escandalizó a los capitalinos por su brutalidad, la rapidez con que el atacante operó, y la intrascendencia que dio origen al crimen. “Alevoso crimen”, decía el titular de alguno de aquellos periódicos.

EL “PELÓN”, CONOCIDO DE TODOS

Por su costumbre de andar siempre rapado -decía que si se dejaba crecer el cabello le daban unas jaquecas atroces- a Higinio Sobera de la Flor se le conocía como “El Pelón”. Hijo de una familia muy adinerada, que había hecho fortuna en tierras tabasqueñas, al Pelón no le faltaba nada, de manera que no tenía que trabajar para ganarse el sustento. Por lo tanto, se dedicaba a la vagancia y a gastar en los centros nocturnos. Bebía mucho, buscaba constantemente mujeres que lo acompañaran en la juerga de cada noche, y también era cliente espléndido de diversos prostíbulos. El Pelón era todo un personaje de la vida nocturna y de rompe y rasga de la ciudad de México en 1952.

Todos lo conocían. Sabían que era cliente bueno, pagador, y que dejaba excelentes propinas. Por eso se le toleraban sus ocurrencias, sus ocasionales raptos de brusquedad, al borde del acceso de violencia.

En realidad, la familia de el Pelón sabía que el muchacho padecía una enfermedad mental. Desde hacía algunos años, Higinio tenía conductas extrañas, accesos de ira, durante los cuales se volvía violento. Lo habían hecho examinar por siquiatras. En un centro hospitalario llamado Hospital Floresta, emitieron un diagnóstico: el muchacho padecía esquizofrenia y debía estar bajo tratamiento médico.

Al principio, la familia de Sobera de la Flor hizo lo que pudo por vigilar al muchacho. Pero el amor materno empezó a transitar hacia la disculpa constante, hacia una permisividad que se negaba a admitir que el Pelón no era una persona “normal”. Después de todo, Higinio nada más era un poco extravagante; era joven, ¿cómo no le iba a gustar la diversión? En su fuero interno, la madre de aquel hombre, que vivía con él en una casa de la ciudad de México, se negaba a admitir que su hijo era un enfermo mental.

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Aquel amor materno se resistió a reconocer la cruel verdad incluso después, cuando el Pelón Sobera de la Flor hizo peores cosas que tirotear a un conductor.

Tan sonado fue el caso Sobera que incluso se convirtió en personaje de sainetes de carpa, caracterizado con su famosa cachucha.

Tan sonado fue el caso Sobera que incluso se convirtió en personaje de sainetes de carpa, caracterizado con su famosa cachucha.

“ESTABA TAN ENFERMO”

Como Higinio siguiera encerrado en su cuarto, su madre fue a verlo. Ella lo encontró absorto, contemplando el arma con que mató a Armando Lepe. Poco a poco, el Pelón le contó, a su manera, lo ocurrido:

-“Creo que acabo de darle a uno que me insultó… me dijo algo de ti… me enojé… le di unos tiros. Mira la pistola, todavía huele a pólvora…”

La madre de Higinio comprendió que el autor del “alevoso crimen”, que llenaba planas de los periódicos, había sido cometido por el muchacho. Reuniendo fuerzas, hizo que el muchacho escondiera el arma en un mueble. Lo reconfortó, lo tranquilizó. Como si fuera un niño, lo envió a lavarse las manos para que bajara a comer.

Pero Higinio no bajó a comer. Siguió encerrado en su habitación. Después, su madre contaría que lo oyó gritar, llorar, aporrear la puerta. Según ella, gritaba que se sentía arrepentido por matar a aquel hombre. Pero después, hubo silencio. Y luego, horribles, histéricas carcajadas. Entrada la noche, se le oyó silbar alguna canción de moda. “Pobrecito, es que estaba tan enfermo”, lo justificaría después su madre.

La ciudad seguía conmocionada por la brutalidad del asesinato. Un testigo alcanzó a describir el auto lujoso, “último modelo”, en que viajaba. Los vespertinos del día siguiente ya traían la descripción de Higinio. Su familia se asustó. En lo que fue un acto de complicidad, la madre del Pelón decidió que su hijo tenía que huir.

Higino estaba dispuesto a escapar, pero quería su pistola. Para tenerlo tranquilo, su madre le entregó otra arma. Aquella, que había usado para matar a Armando Lepe. “podía comprometerlo”. Tampoco le dejó usar su inseparable cachucha. En su lugar, Higinio se acomodó una boina en la cabeza.

En un intento por ocultarlo, mientras se apagaba el escándalo, la familia de Higinio lo llevó a una habitación del Hotel Montejo en Paseo de la Reforma. Luego, lo sacarían de la ciudad y lo mandarían a Villahermosa.

Pero, encerrado, Higinio se aburrió. Jugaba con la pistola, con una pipa que siempre llevaba apagada, dormitó a ratos. Esperaba a que oscureciera para irse a algún lado. Al Waikikí, por ejemplo. El Pelón Sobera de la Flor era conocidísimo cliente en el centro nocturno más famoso de la capital.

Pero cuando abandonó la habitación, Higinio ya no llegaría al Waikikí. Estaba por emprender una ruta sangrienta.

“EL TORBELLINO VIOLENTO”

Hoy día, se habría dicho de Higinio Sobera de la Flor que sufrió un ataque sicótico. En marzo de 1952, su comportamiento llevó a muchos mexicanos a firmar cartas que solicitaban al presidente Miguel Alemán aplicar en el Pelón la pena de muerte. Porque, al salir del Hotel Montejo, Sobera de la Flor se convirtió en un torbellino de violencia y muerte.

El Pelón quería divertirse, y quería compañía. Vio, en una esquina, a Hortensia Gómez López, una muchacha como tantas que, al caer la tarde, salían de su empleo y se dirigían a sus hogares. Muy joven, bonita. Falda y saco azul marino, blusa blanca. Poco maquillaje. Le gustó de inmediato.

-Hola, qué bonita eres.

La muchacha apenas lo miró. Higinio confesó después que eso lo lastimó. Si solamente quería invitarla a pasarla bien.

-Vente, vamos a dar la vuelta. Te invito a bailar, a beber. Luego nos vamos a descansar… mira… tengo mucho dinero.

Hortensia intentó alejarse de aquel muchacho que la miraba con ojos de fuego extraño, y que intentaba acercársele y tomarla por la cintura.

Ya asustada, Hortensia hizo señales a un taxi, que se acercó. De inmediato ella abordó el auto, pero no pudo evitar que Higinio también se subiera. Sin darse mucha cuenta de las cosas, el taxista creyó que era una pareja que peleaba. “¿A dónde los llevo?”, preguntó.

-“¡Haga que se baje este señor!” Exigió la muchacha aterrada.

-“¡Jálate para Chapultepec!”, ordenó el Pelón.

Continuaron forcejeando. Ciego de rabia porque la muchacha no cedía a sus exigencias, el Pelón sacó la pistola y le disparó a Hortensia.

Sólo entonces el taxista se dio cuenta de que no era un pleito de amantes lo que ocurría en el asiento trasero del auto. La muchacha, malherida, se quejaba. “¡Jálate o te mueres!”, amenazó Higinio.

El taxista se salvó por poco: calles más adelante, el Pelón lo obligó a bajarse del auto.

Al volante del taxi, El Pelón se fue a un lugar que le gustaba mucho para llevar a amantes ocasionales: los Courts de Palo Alto. Llegó, pidió un cuarto. Bajó cargando a la muchacha. Sólo dentro de la habitación se dio cuenta de que Hortensia Gómez ya estaba muerta.

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Pero después confesaría que “le gustaba mucho”. No se detuvo. Violó el cadáver, y pasó horas encerrado con él, acariciándolo, mordiéndolo, besándolo. No sabía que su torbellino de violencia dejó huellas. El taxista denunció y, al describir a Higinio, se halló la coincidencia con el retrato que hizo la novia del asesinado Armando Lepe. Todo mundo sabía ya que Higinio Sobera de la Flor era el criminal.

Se rastreó el paradero del taxi. Cuando fue encontrado en los Courts de Palo Alto, Higinio ya no estaba. Se había escapado, dejando el cadáver, y se ocultó, por unas horas, en la habitación del Hotel Montejo.

Pero la policía ya iba tras él. Llegaron al Hotel Montejo, pero no lo encontraron. En cambio, hallaron pertenencias de Hortensia Gómez, ropas ensangrentadas pertenecientes a Higinio. Al Pelón lo encontraron a pocos metros del hotel, en Paseo de la Reforma.

EL CRIMINALO LOCO DE LOS AÑOS 50

La capital entera se horrorizó cuando la prensa publicó la desparpajada confesión del Pelón Sobera de la Flor. Aparecieron múltiples testimonios de sus extravagancias, de sus momentos de furia. La gente se indignó cuando se supo que, al mostrarle las pertenencias de su víctima, pidió que, con ese dinero, “le llevaran unas tortas”. Todavía dijo: “Si yo la maté, creo que ese dinero me pertenece”.

Sin mucho trámite, el Pelón fue llevado a Lecumberri, donde su familia pagaba 600 pesos al mes para que tuviera todas las comodidades. Al paso del tiempo, el encierro deterioró su condición mental. El famoso criminólogo Alfonso Quiroz Cuarón lo recordaría sucio, harapiento, comiendo de sus excrementos. Años después fue trasladado a un pabellón de enfermos mentales, pero en aquellos días, cuando su día de furia lo hizo entrar en la historia de la criminalidad mexicana, hasta en los sainetes de carpa se habló de él.

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