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Muerte al anochecer: el asesinato de Manuel Buendía

La década de los ochenta del siglo pasado fue el escenario de un cambio profundo en muchos rasgos de la vida de los mexicanos. La irrupción del narcotráfico a gran escala y de eso que hoy llamamos crimen organizado también propiciaron hechos insólitos, como el homicidio de quien era, a mediados del decenio, el columnista más prestigiado del periodismo nacional.

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Cuando lo mataron, en mayo de 1984, Manuel Buendía era uno de los columnistas más prestigiados del país

Cuando lo mataron, en mayo de 1984, Manuel Buendía era uno de los columnistas más prestigiados del país

Las tardes de fines de mayo son calurosas y traen a la ciudad de México las primeras lluvias. La del 30 de mayo de 1984 no era excepción. Caía ya la noche. En el tráfico de la Avenida de los Insurgentes, en el cruce con Hamburgo, en la colonia Juárez, se escucharon tiros. Un hombre de gabardina cayó al suelo, a unos pocos pasos del estacionamiento donde guardaba su auto. Poco a poco hubo conciencia de lo que ocurría: en esa, una de las más importantes avenidas de la capital, se había cometido un crimen. Pero la víctima no era una de tantas, cuyo nombre apenas interesaría a sus deudos.

Aquel hombre, al que la vida se le escapó en unos pocos minutos, era Manuel Buendía Tellezgirón, uno de los columnistas políticos más importantes de aquellos años. “Red Privada”, su columna, era de las más influyentes del país. Su muerte se convirtió en un escándalo político, estremeció al gremio periodístico entero y a pesar de las investigaciones, de la detención de presuntos culpables, treinta y ocho años después, recordar aquellos sucesos tiene todavía un fuerte aroma a crimen sin resolver.

ASESINATO POR LA ESPALDA

Fue el factor sorpresa, el acto relampagueante lo que permitió que el asesino cobrara la vida de su víctima. Baleado por la espalda, Manuel Buendía no tuvo tiempo de defenderse. Era un hábil tirador, y, como el ejercicio de su profesión le había valido oscuras amenazas, solía andar armado. Si alguien quería asesinarlo, decía con perfecta calma, tendría que ser a traición, porque, de frente, no sería tan sencillo. Buendía no temía verse en la necesidad de disparar para defenderse.

Buendía era un excelente tirador. Por eso su asesino lo atacó por la espalda.

Buendía era un excelente tirador. Por eso su asesino lo atacó por la espalda.

Solamente había un lugar al que el periodista no entraba armado: la Universidad Nacional Autónoma de México. Era profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y, para 1984, era uno de los pocos periodistas en ejercicio y en posición relevante, que todavía se daba tiempo para compartir su experiencia con los jóvenes estudiantes que deseaban convertirse en parte de ese sufrido gremio que es el de los informadores.

Cuando Buendía entraba a la Ciudad Universitaria, dejaba en su automóvil la pistola que solía llevar consigo, y así se iba a dar clases. Años después, cuando el periodista ya había muerto, el legendario periodista cultural Fernando Benítez, solía contar que, en una ocasión, le contó a sus alumnos que Buendía siempre llevaba un arma consigo. “¡Anda, Manuel! ¡Muéstrales a los muchachos que traes pistola!”, vociferaba Benítez mientras hacía que Buendía se quitara el saco y que los alumnos vieran que… no llevaba arma alguna. “Es por respeto, Fernando”, aclararía Manuel Buendía. “Por respeto a la Universidad”.

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Aquella anécdota, que Fernando Benítez contaría durante años, pintaba a Manuel Buendía en término de sus valores: no temía jugarse la vida, pero pensaba que había sitios donde un arma de fuego era inadmisible, por mucho peligro que acechara.

“¡MATARON A MANUEL BUENDÍA!”

Cuando el asesino atacó a Buendía por la espalda, aquel anochecer de 1984, poco a poco la noticia empezó a correr por las redacciones de todo el país, que a esas horas estaban en el diario ajetreo, en la confección de las planas impresas que al día siguiente serían leídas, en la corrección del guion con el que entrarían los noticiarios nocturnos. Poco a poco, todo el gremio lo supo. En la redacción de un periódico que apenas comenzaba, La Jornada, uno de sus fundadores, el columnista Miguel Ángel Granados Chapa, se resistía a creerlo. “Mataron a don Manuel Buendía”, le susurró a uno de sus compañeros.

Granados Chapa dejó todo y caminó el par de cuadras que separaba la primera oficina de La Jornada, hasta la esquina de Insurgentes y Hamburgo, la escena del crimen. A Granados le unía con Buendía una relación larga y cordial; consideraba a aquel hombre que yacía en el piso, ensangrentado, su mentor. Naturalmente comenzó a hacer preguntas a los asistentes del columnista.

Por ellos, por Luis Soto y Juan Manuel Bautista empezó a conocer los detalles. Buendía había salido de sus oficinas y caminaba hacia el estacionamiento donde recogería su auto para irse a casa. Pero un hombre se acercó a él, le levantó la gabardina que llevaba puesta y le soltó tres tiros por la espalda. Buendía se derrumbó, mientras su atacante escapaba a toda velocidad en una motocicleta.

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El muy joven Juan Manuel Bautista, que caminaba a pocos pasos de Buendía, vio el ataque. Tomó la pistola del periodista caído e intentó alcanzar al asesino, pero solo alcanzó a ver cómo se fugaba. Volvió al lado de Buendía, pidiendo ayuda. Sólo habían pasado unos cuantos minutos cuando se hizo presente en la escena del crimen el titular de la Dirección Federal de Seguridad, José Antonio Zorrilla. Algo le desagradó a Miguel Ángel Granados en aquella narración que hacían los asistentes: Zorrilla llegó, alteró la escena del crimen llevándose una bala no percutida. Más tarde, en la funeraria a donde llevaron los restos de Buendía, Granados notaría que Zorrilla se comportaba como si fuera uno de los deudos del columnista: prácticamente encabezaba el duelo, fue él quien recibió al presidente Miguel de la Madrid cuando éste llegó a presentar sus condolencias. Al día siguiente, en el sepelio, fue Zorrilla también quien estaba al pendiente de que las cosas fluyeran. Era sabida la amistad entre el funcionario policiaco y Buendía. En algún momento Zorrilla llegaría a asegurar que el periodista asesinado era su compadre.

Prácticamente todos los periodistas importantes se dieron cita en aquel funeral. Antes de sepultar a Buendía, se montó una guardia que era homenaje y al mismo tiempo era protesta y exigencia. Colocaron el ataúd de Buendía en una plaza diminuta, dedicada en el cruce de Reforma y Avenida Hidalgo, al pie de una estatua de Francisco Zarco. Aquella imagen se haría legendaria.

El gremio llevó el ataúd de Buendía a la plaza Zarco, en Paseo de la Reforma. Ahí exigieron justicia.

El gremio llevó el ataúd de Buendía a la plaza Zarco, en Paseo de la Reforma. Ahí exigieron justicia.

Acogiéndose a la estatua del periodista decimonónico, prototipo del rigor, la valentía y la defensa de la libertad de expresión, los periodistas del siglo XX, algo así como los descendientes profesionales de Zarco, exigieron el esclarecimiento del crimen. Sí, las balas que mataron a Buendía venían de algún punto de ese abismo que sigue siendo el poder político. Pero, ¿quién era el responsable?

Si la exigencia de justicia era tan general, tan unánime, era porque a nadie le quedaba duda de que el móvil era político.

Buendía era un periodista incómodo: era un crítico de los errores y de las deshonestidades que se percibían en el complejo engranaje gubernamental. En el curso de sus años de batalla, había recibido amenazas de algunos hombres poderosos, y por ellas se generaba en torno a él el respaldo de sus colegas y pares. Se sabía de la molestia que generaban sus descubrimientos y sus publicaciones. En aquellas oscuras horas de 1984 volvió a la memoria gremial aquellas amenazas hechas contra Buendía por el gobernador guerrerense Rubén Figueroa. Aquel hecho había sido el origen de un multitudinario desayuno, que recibiría el nombre de “En Defensa de la Palabra”, en apoyo a Buendía. Se trataba de mostrar que el columnista no estaba solo ante las amenazas del poder. Muchas veces Buendía había denunciado las maniobras de la CIA en México, y había exhibido a movimientos y organizaciones de ultraderecha.

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Pocos días antes del crimen, Buendía había publicado en su columna la denuncia de un colega estadunidense, Jack Anderson, según la cual, el presidente De la Madrid poseía una cuenta en un banco suizo, donde había fondos de origen ilegal. Por donde se mira, había uno varios, muchos puntos en las estructuras de poder donde Manuel Buendía no era estimado.

La noche del funeral, Miguel de la Madrid encargó a José Antonio Zorrilla las investigaciones para dar con los asesinos de Manuel Buendía, aunque el caso era competencia de la Agencia del Ministerio Público. Se designó un fiscal para resolver el caso y dirigir las investigaciones, pero a los periodistas siempre les pareció que se trataba de un recurso para mantener el control de la indagación y que no se esclareciera aquel homicidio.

Pero el reclamo de los periodistas mexicanos no se desvaneció. Pasaron varios años, prácticamente el resto de la década. Cada año se volvía a hacer una ceremonia de conmemoración y de exigencia de justicia ante la estatua de Francisco Zarco. Se levantó una estatua de Buendía en su Zitácuaro natal. Es cierto, era la insistencia del gremio: el crimen debía resolverse. Pero también era esa sensación que hiela la sangre y que agobia las noches de quienes la padecen. Una periodista, con muchas horas de vuelo, lo definiría, aquella noche de mayo de 1984, a pocos metros del ataúd del columnista:

“Nos unió el miedo”.

Tenía razón.

FISCALES, INDAGACIONES, UN CULPABLE

La filiación del autor material del crimen llegó a conciliarse con un nombre, un apodo: un agente de la DFS conocido como El Chocorrol, asesinado poco tiempo después del homicidio de Buendía. A partir de su identificación, un grupo de periodistas que se había organizado para dar seguimiento a las investigaciones, siguieron ejerciendo presión. El fiscal designado para el caso y la procuradora del entonces Distrito Federal avanzaban lenta, trabajosamente, constantemente cuestionados y acusados o bien de incompetencia, o bien de complicidad.

Finamente, pudo identificarse al verdadero autor material del crimen: Juan Rafael Moro Ávila, poblano, emparentado con la familia del presidente Manuel Ávila Camacho. Un tipo extrovertido, aficionado al rock y con pretensiones de actor. El cerco se cerraba, y cada vez eran más los que opinaban que los autores intelectuales del asesinato estaban en la DFS, y ya se comenzaba a señalar abiertamente a Zorrilla como el responsable.

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El caso Buendía empezó a ser llamado el Caso Zorrila. El director de la DFS fue detenido el 13 de junio de 1989, en una arriesgada maniobra; Moro Ávila, días después: el 21 de junio. Ambos fueron procesados, y Zorrilla recibió una sentencia de 35 años de prisión; la del segundo, de 25, en el Reclusorio Norte, pero el 18 de febrero de 2009 fue excarcelado: un tribunal colegiado le otorgó libertad anticipada, con lo cual cumplió 19 años de condena. José Antonio Zorrilla Pérez fue trasladado a prisión domiciliaria el 10 de septiembre de 2014, cumplidos 25 de los 35 de condena.

Siempre ha quedado un sabor a insatisfacción cuando se habla del asesinato de Manuel Buendía. Cuando murió, Granado Chapa dejó un libro que se publicó de manera póstuma, donde reconstruyó el homicidio y lo definió como “el primer asesinato de la narcopolítica”, resultado de la colusión entre el narcotráfico y funcionarios gubernamentales, de mayor jerarquía que Zorrilla, y que, probablemente, involucraba al gobierno estadunidense, dedicado a proveer de armas a la contra nicaragüense.

Han transcurrido 38 años desde entonces, han muerto muchos otros periodistas, en otras partes del país. El caso Buendía sigue despertando dudas. Hace poco, en sus memorias, el abogado Javier Coello Trejo consignó que Zorrilla, viejo amigo suyo, le confió: “…yo no maté a Buendía, era mi compadre. Pero sé quién lo hizo. Nada más que nunca lo voy a decir, Me voy a comer este pastel solo”.