
Fue el azar; simple y puro azar lo que trajo a Juan Ley Fong, El Chino Ley, a tierras mexicanas. Ese muchachito que tenía solamente 11 años cuando desembarcó en Mazatlán a principios del siglo XX, forjó aquí su vida, se hizo de una familia; vio cambiar al país y construyó una empresa que forma parte de la vida cotidiana de miles de mexicanos en el noroeste del país: la cadena de supermercados Casa Ley, que, después de operar por 37 años en sociedad con inversionistas estadunidenses, ha vuelto a convertirse, apenas en enero pasado, en una empresa completamente mexicana, readquirida y expandida por los hermanos Ley López, los hijos de Juan Ley.
Habla Sergio Ley López, uno de los nueve hijos que Juan Ley tuvo, tras casarse en Sinaloa con una mexicana, y que se convirtieron en el equipo que transformó la original Casa Ley en una cadena de supermercados que tiene sucursales en todo el noroeste y cuya presencia inicia en Baja California y llega hasta Colima y Jalisco. Beisboleros, como buenos sinaloenses, son también propietarios del equipo Tomateros de Culiacán. Son chinos mexicanos en quienes la herencia paterna es, también, toda una página de historia regional.
A diferencia de los cientos de inmigrantes chinos que llegaron a México a fines del siglo XIX, la llegada de Juan Ley Fong (que en chino se pronuncia Lee Fong) fue un mero accidente que se convirtió en una exitosa historia de esfuerzo.
“En una aventura juvenil, mi padre se fue a Macao. Era un chamaco de 11 que no tenía donde dormir. Se metía de contrabando a un barco carguero para pasar la noche. Pero una de esas noches, el barco zarpó”.
El barco no iba a regresar a devolver al pequeño polizonte, que, por otro lado, estaba asustadísimo. Lo pusieron a trabajar, y trataron de bajarlo en los puertos de llamada, el primero era en Canadá. “Por supuesto que no lo dejaron bajar”. La siguiente parada fue en San Francisco, donde tampoco se permitió que el niño descendiera. El tercer puerto era mexicano: Mazatlán. “Pero México ya estaba en revolución: era 1911. Allí lo dejaron. Nadie preguntó nada”. La fortuna obró en favor del pequeño. “En el puerto ya había una comunidad china grande. Una pareja sin hijos le dio cobijo al niño. Lo protegieron y le pusieron un maestro que le enseñó español. Mexicanizó su nombre, se llamó Juan. El apellido Lee o Lei, se convirtió en Ley”.
La familia de Juan Ley Fong, chinos de Cantón, de la misma ciudad que el primer presidente chino, Sun Yat Sen, tardó casi veinte años en saber qué había sido de su hijo primogénito. Tuvieron que declararlo muerto para que el siguiente hermano asumiera su carácter de hermano mayor, con la responsabilidad de velar por la familia y la facultad de heredar los bienes para no dispersar el patrimonio.
Pasaron 5 años. Juan Ley, un jovencito de 16 años trabó amistad con Álvaro Obregón y le sirvió un tiempo para proveer de forraje a la caballería en las ciudades y plazas por donde pasaba con sus tropas. Pero cuando Obregón siguió su camino hacia el centro del país, el joven inmigrante prefirió quedarse en Mazatlán.
El Chino Ley tenía inventiva: montó un cine al aire libre, de un lado, con sillas, se sentaba la gente que sabía leer. Eran los años del cine silente y los que podían disfrutaban la película con los textos intercalados. Del otro lado de la pantalla, había bancas y en ellas, pagando menos, se sentaban quienes no sabiendo leer, solamente atendían las imágenes.
“A la muerte de Obregón hubo un movimiento rebelde. Fueron, del centro, tropas a sofocarlo. Las comandaba un general jovencísimo que se llamaba Lázaro Cárdenas, que le perdonó la vida a mi padre, porque el cine se llamaba “Obregón” y los soldados lo destrozaron, seguros de que allí se ocultaban las armas de los sublevados. Mi padre le explicó a Cárdenas sus vínculos pasados con Obregón, y también le aseguró que nada tenía ya que ver con el obregonismo. Y eso le salvó la vida; estaba para que lo fusilaran al día siguiente”.
Salvó la vida, pero perdió todo. Lloró entre las ruinas del cine, y luego volvió a comenzar.
En los años 30, Juan Ley se enamoró de una jovencita, hija de un buen amigo suyo. Ella se llamaba Rafaela López. Cuando se casaron, comenzaba en el noroeste mexicano el movimiento antichino que causó ruina y muerte. “La comunidad china, como la judía, tienen una enorme capacidad para acumular capital”, cuenta Sergio Ley. “No es fórmula mágica, es trabajo y ahorro. Si los chinos ganan 100 dólares, pesos o yuanes, ahorran 50, porque saben que eso les formará un capital, y se las arreglan para vivir con los otros 50”.
En Sonora y Sinaloa hubo grandes capitales chinos. Los bancos de esos estados se sustentaban en capital de la comunidad. Con la persecución, todo eso se perdió y de la noche a la mañana el gerente del banco de Sinaloa resultó el accionista principal.
El Chino Ley planteó a su esposa la disyuntiva: mudarse a otro lado o marcharse a China. Su suegra se opuso rotundamente. Decidieron salir de la zona de riesgo. Pasaron a un poblado minero en la frontera entre Sinaloa y Durango: Tayoltita. Allí ya no llegaba la persecución, comenzaron de nuevo y nacieron sus nueve hijos.
Tayoltita, en los años 30 del siglo pasado, era un próspero pueblo minero. Había una importante mina de oro y plata. Y ahí nació Casa Ley, como un almacén general, donde lo mismo se vendía carne seca que relojes de pulso y que tenía hasta departamento de perfumería. Pero veinte años después, la actividad minera había declinado, los hijos crecían y en el pueblo no había secundarias. Los dos hijos mayores estudiaban en Mazatlán. “Mi padre evaluó opciones. Decidió que era tiempo de cerrar la etapa de Tayoltita y nos mudamos a Culiacán. Decía que la ciudad iba a tener un gran auge, que tenía un potencial agrícola enorme. Y no se equivocó: el aprovechamiento de los once ríos de Sinaloa y la construcción de presas generaron el desarrollo”.
El Chino Ley falleció en 1969, cuando Casa Ley era ya un proyecto comercial importante. Pero sus hijos exploraron una veta que en aquellos años apenas empezaba a conocerse en México: la de los supermercados.
“En los años 70 hicimos una sociedad con Safeway, una cadena de supermercados estadunidense. A ellos les interesaba nuestro know how, porque querían penetrar en el mercado chicano. A nosotros nos interesaban las tecnologías que empezaban a aplicarse en los supermercados. Fue una buena simbiosis, que además funcionó cuando en México apenas empezaba este tipo de comercios”.
En los años 80 del siglo pasado, la alianza con Safeway implicó la venta de 49% de las acciones de Casa Ley. La relación, cuenta Sergio Ley siempre fue muy cordial con el propietario de Safeway, el estadunidense Peter McGowan. “Él era el dueño del equipo de beisbol Gigantes de San Francisco, y nosotros tenemos a los Tomateros de Culiacán. Siempre hubo amistad entre Juan Manuel, mi hermano mayor, presidente de Casa Ley a la muerte de mi padre, y el señor McGowan. Fue un caso de buena vibra”.
Este año, después de meses de negociación, La familia Ley volvió a comprar el 49% de la empresa a sus socios estadunidenses. Se trata de una firma exitosa, construida por chinos mexicanos que aprendieron lo mejor de ambas culturas.
El “Fridamuleto” no nació en el barrio chino de la Ciudad de México, pero sí fue uno de los más solicitados en los recientes festejos del Año Nuevo, que es, en la cultura china, el Año del Perro.
Algunas versiones aseguran que la mezcla de los símbolos de la abundancia, pertenecientes a la cultura china, y la figura de la perrita rescatista, surgió en el mercado de Sonora de la capital mexicana.
Pero lo cierto es que si no existiera en nuestro país la huella de la comunidad china, este amuleto, que los vendedores del barrio chino consideran que también protege de los sismos, simplemente no existiría.
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