
Doce días en una cama, en un hospital privado de la colonia Roma de la Ciudad de México, para operarse de una úlcera, era la historia que el cantante y compositor José Alfredo Jiménez vivía en noviembre de 1973. No sabía que se terminaría en un adiós repentino y en un viaje final a su tierra, Dolores Hidalgo, en Guanajuato.
Era el año en que los mexicanos habían recibido al exilio chileno, en que el debate público por cómo debería enfrentarse el movimiento guerrillero urbano, que meses antes había asesinado al empresario Eugenio Garza Sada. Era el año en que los mexicanos esperaban ya al cometa Kohoutek y, al mismo tiempo, algunos periódicos todavía llamaban a las futuras madres a inscribirse al “concurso de natalidad” con el que, si su bebé era el primero en nacer en el cercanísimo 1974, se llevaría montones de premios y regalos. Es un curioso momento de la vida nacional, más cargado hacia el desarrollo de la cultura urbana, donde la versión televisiva de “Nosotros los Pobres” es un rotundo fracaso, aunque la dirija Ismael Rodríguez. Avándaro ya es leyenda musical, el rock nacional ha sido satanizado, los noticieros de televisión están pendientes del secuestro del muchachito J. Paul Getty III, nieto de un hombre riquísimo y tacañísimo que se niega a pagar el rescate, y José Alfredo Jiménez es, sin discusión, el mejor compositor de música ranchera que recuerde este país.
Desde el 10 de noviembre, su entonces esposa, Alicia Juárez, reporta a José Alfredo como “muy delicado”. La prensa de espectáculos se da sus vueltas por el hospital de la colonia Roma, y siempre salen con información, porque el compositor ha dado instrucciones precisas a su compañera: los medios y el pueblo, ese que lo ha hecho tan popular y querido, tienen derecho a enterarse de cómo van las cosas. “Con muchos dolores, pero perfectamente consciente; intranquilo, inquieto”. Los médicos dicen que puede recuperarse.
Llega el 20 de noviembre, y, mientras el presidente Luis Echeverría aplaude el desfile deportivo que se estilaba entonces en el aniversario de la Revolución de 1910, la condición del enfermo se agrava: padece cirrosis y su hígado no responde a los tratamientos que le prodigan. “José Alfredo está muy grave”, pone en su página 2 un periódico que, por esos años, ni siquiera tiene sección de espectáculos.
El deterioro físico de José Alfredo sobreviene; repentinamente, un paro cardíaco le arranca la vida. Son las 9 y media de la mañana del 23 de noviembre. “Complicaciones postoperatorias”, dirán los periódicos a la mañana siguiente. Su cuerpo será llevado a la costosa funeraria a donde, en aquellos días, van todas las celebridades muertas, en la colonia Del Valle. El dolor de sus seguidores empieza a fluir. Pero es un sentimiento extraño, sin delirios ni oleadas llorosas que enloquezcan a la capital del país. Es, más bien, un llanto discreto que no por eso resulta menos sentido. Los noticiarios de televisión dan la noticia, y aunque en todas partes se habla de José Alfredo y se comenta su fallecimiento, que muchos sienten como “repentino”, en algunos periódicos la nota no es de primera plana. Eso sí, es lo más importante en las secciones de espectáculos. Se diría, a la luz de lo que vendrá después, que México llora para adentro.
DOS DÉCADAS LE BASTAN A JOSÉ ALFREDO. Venía de Guanajuato, esa tierra donde él decía que la vida no valía nada. Se sumergió en la vida citadina a mediados de los años 40, y aunque siempre compuso canciones rancheras, las escribió en un mundo totalmente urbano. En sus letras está el llanto y el dolor ahogados en alcohol, la nostalgia del campo que se ha dejado atrás y que, frente a la dureza de la vida en la ciudad, parece un paraíso perdido.
Las primeras canciones del guanajuatense empezaron a sonar a principios de la década de los 50 del siglo pasado. Produce en esos años algunas de sus piezas más importantes: El Hijo del Pueblo, Paloma Querida, dedicada a la que fue su primera esposa, Corazón, corazón, El Mala Estrella, Mi Tenampa, Camino de Guanajuato. Conquista a la gente con la sencillez de sus letras y la transparencia de sus sentimientos: sus letras tienen ternura, rabia, desengaño, odio y nostalgia. Dos décadas son suficientes para convertirse en un indispensable de la música mexicana.
Ese mismo año de su muerte produce una pieza que, se diría, no hay mexicano que no la haya cantado, gritado o tarareado alguna vez: El Rey. Primero la canta él; con su voz la echa a rodar por el mundo. Muy pronto, uno de los cantantes importantes de la época, el Tenor Continental, Pedro Vargas, ofrece su propia versión. El Rey es un éxito enorme, y poco a poco empieza a vivir su propia vida, adoptada por numerosos cantantes de toda América Latina, que no se resisten a la tentación de envolverse en la magia de José Alfredo.
Esos veinte años de cantar y componer hacen de Jiménez, en la hora de su muerte, una presencia importante y consolidada en el mundo de la música mexicana. Sus canciones son tan poderosas que soportan sin el menor rasguño el embate del rock and roll y la música de importación y en inglés. La psicodelia y la cultura pop conviven sin pleito con las canciones de José Alfredo. A nadie le queda duda de que Jiménez, junto con Cuco Sánchez y Tomás Méndez, son los tres grandes en los que alienta el género ranchero, sin que la transformación cultural les haga mella.
Esto ya no lo verá el compositor. Pero sus canciones pierden temporalidad, se hacen eternas. Llegan al siglo XXI perfectamente sanas y fuertes; se cantan una y otra vez en un país que ya es global pero que no olvida sus raíces. Tal vez, por morir en ese momento de transición que fueron los años setenta, el retorno de José Alfredo a su patria chica para dormir el sueño de la muerte, cumple algo de lo que repiten sus letras: allá, fuera de las ciudades, en el abrazo suave del pueblo de origen, está el mejor escenario para reposar sin que nada lo perturbe.
CAMINO DE GUANAJUATO. No bien se conoce la noticia de la muerte de José Alfredo, la empresa que ya se llama Televisa repite hasta el cansancio un breve video de una actuación reciente ante las cámaras, donde el compositor le agradece al público el enorme cariño que le dispensa. “Eso”, apunta Jiménez, “Me lo llevo hasta la muerte”. Muchos lo toman como una premonición.
Mientras tanto, el cuerpo de José Alfredo es llevado a esa funeraria costosa a la que en los años 70 van casi todos los famosos. “El pueblo empieza a despedirse”, escribe algún cronista. Pero las calles no se tapan, no hay necesidad de llamar a los granaderos. Un río suave de leales hace un alto en el ajetreo de la que ya es una enorme ciudad para ir a decirle adiós al compositor, porque al día siguiente se lo llevan a su Dolores Hidalgo, porque él deseaba que lo sepultaran allá.
Todo es más sereno, menos histérico. Jiménez fue un hombre previsor, y a diferencia de otros ídolos desaparecidos, él si deja testamento. Las mujeres que lo amaron y compartieron su vida recibirán en partes iguales su herencia. El melodrama, no obstante, no está fuera de la biografía de José Alfredo: dos viudas lo velan en la capilla ardiente: Paloma Gálvez y Alicia Juárez. Cada una defiende la parte de sus biografías que tienen que ver con el compositor.
“Yo me casé con él por la iglesia y por lo civil y nunca me divorcié ni firmé papeles sobre el tema”, asegura Paloma, que le dio dos hijos. “No estamos para juzgar a nadie; José Alfredo tuvo otras mujeres, pero nunca anuló su primer matrimonio”, agrega una hermana de Paloma. “Yo me casé con él, hace tres años, por la iglesia metodista”, declara Alicia Juárez. “Me decía ´escuincla´ de cariño; me amó como a nadie”. Sin embargo, en un gesto civilizado, ambas mujeres, que presumen de ser el gran amor de José Alfredo, están juntas, despidiéndose de él. Hay una tercera mujer, Mary Medel, que tuvo cuatro hijos del guanajuatense. Pero ella ni se aparece en el funeral ni declara a la prensa.
Las guardias en la funeraria incluyen a gente del pueblo y a numerosos intérpretes y compositores. No son pocos los que aguardan, a la mañana siguiente, la salida del féretro, para transportarlo a Dolores Hidalgo, donde se escribe otro capítulo del adiós.
En Dolores, donde se diría que cada piedra y cada ventana antigua remiten al inicio del movimiento de independencia y a las andanzas del cura Hidalgo, la despedida a José Alfredo sí paraliza a la pequeña ciudad. El pueblo se desborda; acompaña entre gritos, ayes y tumultos al féretro, que nuevamente es velado, pero ahora en el Palacio Municipal.
Y aquí desfilan los músicos, los niños, las ancianas llorosas; esos dolorenses que, a lo lejos, inflan el pecho con orgullo cada vez que han visto a su José Alfredo triunfar. Ahora todos le lloran, le reclaman su partida, se disponen a acompañarlo al viejo cementerio, donde volverán su sepulcro sitio de culto, de peregrinación. A poco, un enorme mosaico de colores, que semeja un sombrero charro y un sarape, de colorido un tanto desconcertante para el sobrio entorno del panteón, marcará el sitio donde reposa este ídolo de México.
Y ahí sigue. Cada vez que un visitante llega a Dolores Hidalgo, es posible que obtenga algunos datos interesantes acerca de esa parte que señala a aquella población como la “Cuna de la Independencia”. Pero si ese visitante quiere que los dolorenses le enseñen sus sentimientos, entonces le dirán en dónde está el restaurante donde José Alfredo se detenía a echarse una copa antes de llegar a su casa; le contarán que en aquella primaria de factura antigua, aprendió a leer y a escribir. Le enseñarán una farmacia cercana a la casa de la familia Jiménez; le dirán que no puede dejar Dolores sin pasar por el panteón a contemplar la formidable tumba del ídolo. Con tantas señales, consejos y “tips”, parece que José Alfredo no se ha muerto, y que, en su pueblo, cualquiera está en posibilidad de encontrárselo a la vuelta de la esquina.
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