Opinión

Luis H. Álvarez y la brega de eternidad

Francisco Báez Rodríguez
Francisco Báez Rodríguez Francisco Báez Rodríguez (La Crónica de Hoy)

A don Luis H. Álvarez le daba risa que el programa informático que le hubiera dado su identificación como Coordinador para el Diálogo para la Paz en Chiapas no pudo hacerlo. La razón, que los genios de sistemas habían considerado al 1º de enero de 1920 como la fecha de nacimiento más antigua posible, y él había nacido en 1919.

El asunto tenía su lógica. ¿Quién se podía imaginar a un hombre de más de 80 años todavía en activo en el servicio público? Necesariamente alguien que no conocía a don Luis, uno de esos panistas de la vieja estirpe, que sí creían en México y ponían todas sus energías en pro de su mejoramiento.

Efectivamente, don Luis era de aquellos panistas de “brega de eternidad”, de esa vieja guardia que está en vías de extinción. Fue, desde la trinchera blanquiazul, uno de los principales impulsores de la democracia. Porque creía de verdad en ella. Porque, como valor ético, sinceramente le importaba.

Entró a la lucha electoral en 1956, como candidato (externo) de Acción Nacional al gobierno de Chihuahua. Primero había dicho que no, pero luego pensó: “¿Qué derecho voy a tener después a criticar si ahora que se me presenta la oportunidad de hacer algo para cambiar las cosas digo que no?”. Perdió ante el priista Teófilo Borunda, pero fue un candidato formidable.

¿Por qué fue tan buen candidato? Porque, a pesar de ser hombre de ideas, tenía la capacidad de acercarse a la gente, de ser empático. Porque creía que “la democracia no es un lujo de comunidades económicamente ricas”, porque pensaba que el PAN podía trascender sus orígenes sociales.

Luego fue candidato presidencial de Acción Nacional. Corría 1958. Para darnos idea de cómo eran esos tiempos, basta recordar que al candidato Luis H. Álvarez lo metieron a la cárcel en San Luis Potosí “por hablar mal del gobierno”. A los dos días llegó la orden de la Federación y el político chihuahuense pudo continuar su campaña.

En 1983, ganó la presidencia municipal de Chihuahua –una de las primeras capitales en caer en manos de la oposición– y se enfrascó en una disputa constante con las autoridades federales y estatales por los recursos. En 1986, las elecciones para gobernador de Chihuahua estuvieron marcadas por un enfrentamiento notable entre el PAN y el gobierno local (que había aprobado una ley electoral muy regresiva), la posterior y documentada acusación de fraude –Fernando Baeza derrotó al panista Francisco Barrio– y una huelga de hambre.

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El resultado de esa lucha sería triple: el PRI mantuvo el poder por un sexenio más; el PAN aglutinó toda la oposición chihuahuense, borrando a la izquierda; ya ningún estado aprobaría una legislación que limitara los derechos de las oposiciones.

Con ese capital político, Luis H. Álvarez se convierte en dirigente nacional del PAN. Su concepto de militante panista era muy claro: “Aquí no tienen cabida el trabajador que no trabaja, el empresario que regatea a sus empleados el salario justo, el rico que olvida la función social de la propiedad, el hombre que prefiere su gloria o su interés personal antes que el bien de México”.

Su paso al frente de Acción Nacional tendrá dos características: el fortalecimiento del partido en casi todos los estados del país y una política pragmática de acercamiento y diálogo con el gobierno federal, encabezado entonces por Carlos Salinas de Gortari.

Durante su gestión, el PAN pasa del tercer lugar nacional a convertirse en una fuerza fundamental para algunas de las reformas emprendidas en aquel entonces. Gana las gubernaturas de Baja California y –finalmente– Chihuahua. También obtiene la de Guanajuato, por negociación política (las famosas concertacesiones), luego de que se anularon las elecciones.

Esto ya estaba desde hacía tiempo en el pensamiento de Luis H. Álvarez: “Es a partir del conocimiento de nosotros mismos que podremos abrirnos a todo tipo de alianza, a toda opción, en la medida en que sólo puede ser factor de cambio quien sea capaz de convocar y encabezar un esfuerzo plural de solidaridad”.

Esta posición significó una ruptura con quienes entendían a Acción Nacional esencialmente como una organización opositora, pura en sus principios e indispuesta, por ello, a todo tipo de negociación con el gobierno. Era el llamado Foro Doctrinario, que se separó del PAN. Unos hicieron un periplo por grupos de ultraderecha, para volver al redil años después. Otros más terminaron, paradójicamente, en organizaciones que se dicen de izquierda.

La respuesta de don Luis a esa salida –y a esas posiciones de pureza ultramontana– se puede resumir en esta frase: “La democracia es un sistema de vida en el que se acepta y promueve el diálogo como método común para plantear y resolver problemas. Es una forma de vivir que respeta al diferente, en la que se considera un valor la convivencia armónica y pacífica con quienes son distintos”.

Llegó, en el año 2000, la anhelada victoria del PAN, la alternancia. Fox le da una tarea que parece imposible, y más para un hombre de 80 años: la paz chiapaneca. Pero don Luis viaja hasta la selva, dialoga, se arremanga la camisa, se empapa de la situación, resuelve: pone en práctica la frase del párrafo anterior. Arturo Ramos nos da una muy buena descripción de ese momento en la vida de don Luis en su columna del pasado domingo, en estas páginas.

Don Luis sigue cooperando con los gobiernos panistas hasta cerca de cumplir los 90. Lo hace con dos advertencias: “En política, no hay espacio ganado para siempre”. “Nunca nos derrotó la derrota. Que no nos derrote la victoria”.

Sabemos que las nuevas generaciones de panistas, tan distintas a él, con pocas excepciones, no lo escucharon. Descanse en paz.

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