
Le han llovido críticas a Andrés Manuel López Obrador por el uso de adjetivos despectivos en contra de sus rivales políticos; dicen que está bajando el nivel de la discusión. Lo cierto es que calificar a los adversarios de “señoritingos” y “pirrurris blancos”, y a sus críticos de “fifís”, no es un desliz: es parte esencial de su campaña, que abreva del rencor social y que divide a la población entre Pueblo Bueno y Mafia en el Poder. Es algo pensado, bien pensado; algo que ya le ha funcionado y que le podría volver a funcionar.
El rencor y el resentimiento sociales son una realidad. Tal vez no nos gusten, y sin duda son obstáculos para la construcción de un futuro común. Pero no están ahí de gratis. Por una parte, las graves condiciones de una desigualdad que no se atempera, generan naturalmente rencores; por otra, el discurso machacón de López Obrador, ese “ellos contra nosotros”, ayuda a mantenerlos vivos, y a obtener dividendos políticos de ello.
Pirrurris es una palabra surgida en los años sesenta, para identificar a la gente de clase alta, que fue popularizada por el comediante Luis de Alba, cuando imitaba a uno de los juniors de Televisa. Lo que caracteriza al pirrurris es –subrayo– el desprecio a quienes considera clases bajas: la “naquiza”, la “chancla popular”, “de aspecto frijolero”. No sólo se define por su clase social, sino también por el rechazo racista a quienes no lo son, que puede ser cualquiera. Los nacos pueden ser de la “Colonia Nácoles” o de la “San Ratael”. El pirrurris es, por antonomasia, el hijo de papi, quien le resuelve todo. Es engreído, descortés y en todo momento hace menos a la gente común y corriente. En distintos grados, todos hemos sufrido alguna vez a este tipo de personajes en la vida real.
Señoritingo, según la RAE, es “una persona joven, de familia acomodada, que se comporta con presunción y altanería”. Es, pues, el sinónimo culterano de pirrurris. Señoritingo es una palabra más vieja, que por lo tanto remite al siglo XIX y al porfiriato. Recordemos que “señorito” era el tratamiento que daba el personal doméstico a los jóvenes a quienes servían. Señoritingo también da idea de refinamiento, de altanería y de una vida frívola y ociosa, propia de estos señoritos. A mediados del siglo pasado, el diputado priista Roberto Blanco Moheno volvió a poner de moda la palabra, al criticar a “los señoritingos de izquierda”, que no conocían el país.
Fifí, que es el apelativo que López Obrador ha dado a la prensa que no concuerda con él, es un americanismo, y corresponde a una “persona presumida y que se ocupa de seguir las modas”. Según el Diccionario Oxford es alguien “que tiene actitudes y modales delicados y exagerados”. De acuerdo con una versión, es el equivalente de frívolo. De acuerdo con la otra, es el de amanerado. En cualquier caso, un fifí está del otro lado de la trinchera del pueblo recio (y bueno).
Finalmente, está la novedad: “blanco”, que pone el color de la piel en la palestra política.
Hay que decir, al respecto, que Andrés Manuel no es el primero es usarlo. Lo hizo Pedro Ferriz Santacruz, al comentar sobre las elecciones de 1988. En aquella ocasión, Ferriz Santacruz dijo que Manuel Clouthier era extranjero, Carlos Salinas de Gortari, criollo y Cuauhtémoc Cárdenas, mestizo, dando a entender que cada uno respondería a los intereses de su “raza”. Recordemos, de paso, dos cosas: que Clouthier era mexicano y que México es el único país latinoamericano en el que la palabra criollo tiene connotaciones negativas.
El problema es que no es un locutor de radio quien utiliza el perfil racial, sino un candidato a la Presidencia de la República. Lo hace para diferenciar a sus rivales de la mayoría de los potenciales electores. No apela a las ideas, a los intereses que pueda haber detrás de cada proyecto de país, sino a la identificación primaria. Es política identitaria, igualita a la de los nacionalismos que han pululado en estos albores del siglo XXI.
Invocar a las diferencias sociales por el lado de los sentimientos, también le ha servido a AMLO para desentenderse de asuntos de programa. Basta ese llamado (el concepto de “Nosotros los pobres” y “Ustedes los ricos” es parte del imaginario colectivo mexicano) para que se echen de lado las propuestas reales, que quedan en segundo o tercer plano.
No importará si Andrés Manuel, al fin y al cabo, tiene de su lado a empresarios que no se distinguen por su vocación social, a dos exsecretarios de Gobernación, y ninguna intención de democratizar el poder, que es lo que haría alguien realmente de izquierda y ligado a las clases trabajadoras. Y no importa que haya blancos de apellido francés, anglosajón o polaco en el entorno de AMLO: son mestizos honorarios por el mero hecho de estar en Morena. Lo que importa es que haya una identificación primaria, elemental, a favor de uno y en contra de los otros.
Todavía le quedan en la chistera dos adjetivos a Andrés Manuel, que quién sabe si use. Uno es “fresa” –que tal vez no llegue a usar, porque en los años setenta, cuando AMLO era joven, significaba “conservador”, y Andrés Manuel lo es–, pero que se convirtió con el tiempo en un sinónimo de “rico” y “mamón”. El otro, anterior por una o dos décadas, es “popis” (tal vez ligado a la columna de sociales “Ensalada Popoff”, de Agustín Barrios Gómez). A lo mejor en un par de semanas, nos enteraremos que los candidatos ajenos a Morena, además de todo, son “popofones”.
Lo único que nos falta por conocer es dónde se fija la línea divisoria entre pirrurris y pueblo, entre señoritingos y plebe, entre fifís y recios, entre blancos y mestizos. Digo, para saber.
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