Estado de excepción
En la antigüedad la violencia era normal, difusa y continua. Habituadas a la brutalidad y a la injusticia esas sociedades consideraban la barbarie como algo cotidiano. Las personas podían ser torturadas públicamente o incluso asesinadas, sin que la población rechazara dichos métodos. En ese entonces, los criterios para evaluar la acción de los gobernantes y los magistrados se encontraban condicionados por la imposición, la fuerza y el fanatismo. Contrariamente, en la mayoría de las sociedades democráticas de nuestros días esas prácticas aparentemente han sido abandonadas. Se supondría que la cultura política de las sociedades modernas erradicaría de modo definitivo esos comportamientos estableciendo una distinción entre lo justo y lo injusto, así como entre lo autorizado y lo discrecional. No obstante, crece la convicción entre los ciudadanos de que se encuentra en curso una tendencia subrepticia al engaño y la mentira. Una suerte de encantamiento social que impide percibir las tendencias antiliberales y autoritarias propias de la forma política adoptada en México.
Nuestra sociedad se acostumbra lentamente a aceptar las acciones políticas y las resoluciones judiciales que alteran profundamente los valores democráticos y sus formas constitucionales. Al parecer se ha extraviado el sentido de la moderación que permitió a los actores políticos mexicanos enfrentar eficazmente el deslizamiento hacia regresiones autoritarias. Hoy eso ha cambiado, el acoso presidencial a la Suprema Corte de Justicia de la Nación respecto a temas estratégicos de la 4T se articula con la imposición, primero en la Cámara de Diputados y posteriormente en el Senado de la República, de una serie de reformas legales para incorporar a la Guardia Nacional al ejército a pesar de que nuestra Constitución Política lo prohíbe. La militarización de México implica severos riesgos a nuestro proceso democratizador. La fuerza sustituye al consenso afectando al orden constitucional.
El Estado de Excepción se caracteriza por el secuestro de la conciencia y la percepción de la población, para imponerle una nueva concepción del derecho y de la política en la cual los valores democráticos se colocan en un plano subordinado. Teorizado por el jurista alemán Carl Schmitt, el Estado de Excepción se refiere a la facultad del soberano para determinar al “enemigo público”, creando una situación -real o imaginaria- donde un supuesto peligro a la soberanía o a las instituciones obliga a una colectividad a ser parte activa de un experimento social sin precedentes, a través del cual vienen reescritas de arriba hacia abajo las reglas con las que los individuos se forman como actores sociales, instauran relaciones, construyen amistades, familias y proyectos. La circunstancia excepcional es percibida como una amenaza extrema que genera peligros grandes y destructivos que obligan a las personas a sacrificar los valores de la libertad y de la democracia a condición de obtener protección.
El Estado de Excepción es una técnica de gobierno muy redituable porque la transformación de una entera cultura política no puede obtenerse por decreto. Ninguna ley, ni siquiera la más punible, lograría imponer nuevos criterios para juzgar la realidad. La arbitrariedad de un tirano puede colocar en riesgo la existencia de los individuos e incluso sembrar terror por un periodo limitado, dado que no existe poder alguno que garantice una obediencia ciega indefinidamente. Para asegurarla, el régimen autoritario debe reescribir los códigos de sociabilidad y hacer que los ciudadanos se encuentren instintivamente predispuestos. El Estado de Excepción permite una remodelación plástica de la normalidad sin derramamientos de sangre o golpes de Estado, alterando la separación de poderes, la igualdad jurídica de los individuos, la certeza de la ley y las libertades personales. Este régimen de excepción avanza en nuestro país.