La tarde en que Juan Rulfo me reprendió en el Centro Mexicano de Escritores
Acabo de cometer una estupidez. Justo antes de comenzar a redactar, di un palomazo en “actualizar” Macintosh, que yo antes no tenía, pero un técnico que insistió en revisar mi MAC y desapareció WORD, incluyó esa aplicación. Al principio me tiré al drama. Sin Word mi vida se detenía. Llamé al ingeniero en computación y el hombre armonizó el vació al que me había empujado instalando Macinstosh. No es lo mismo que Word, de ninguna manera, y todavía sufro. Quedan varios minutos para que la máquina (o la aplicación) logre renovarse. La compré hace 12 años, una Mac legítima y de escritorio y resulta que ahora se ha convertido en un vejestorio. Los arreglos del especialista en computadoras me tienden trampas y me desafían. Por lo tanto, mientras nuevas formas y posibilidades se aparecen en la pantalla, tomo lápiz y papel Bond y trazo estas letras. Dicen que es bueno escribir a mano, que el cerebro se espabila. La verdad es que desde mi época de estudiante de la licenciatura tecleaba mis trabajos y aún mis textos cuando fui becaria del Centro Mexicano de Escritores.
En ese lejano entonces, en algún momento de la década de los setenta, uno generalmente llevaba su escrito a una fotocopiadora, donde se reproducían todas las páginas las veces que uno indicara. Sé que me fecho con estos datos y es algo que me cuesta porque desde que cumplí 24 años de edad comencé a sentirme matusalénica. Claro que no viene a cuento mi fobia. En fin, en aquel tiempo, si no recuerdo mal, las copias Xerox venían con un papel un tanto lustroso y las palabras se podían borrar con un dedo.
Hoy, ustedes perdonen, me encuentro nostálgica. Mi papá murió un 17 de abril cuando yo era muy joven. Esta mañana, en la que tuve que realizar un engorroso trámite, fantaseé con la compañía de mi padre para que todo saliera bien. Fuera de caminar como cartero, bajo un sol inclemente, para recuperar ciertos papeles que me faltaban, parece que la gestión resultó exitosa.
No pude, sin embargo, leer toda la prensa posible para glosar algún error más de la CuatroTé, que es una de mis tareas favoritas. Más allá del juicio político que el “ministro en renuncia” Arturo Saldívar, como acuñó alguien en Xuitter, quiere desatar contra la ministra presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Norma Lucía Piña Hernández, por no poder ignorar un escrito anónimo dirigido a diversas autoridades del Consejo de la Judicatura Federal, entre ellas a la propia ministra Piña, sobre conductas reprobables de su antecesor, el susodicho Arturo Saldívar, más allá de eso, abandoné mis lecturas y salí a la calle. Por desgracia no concentré suficiente información y ya que he iniciado un paseo a una lejana década (dejé ya de escribir a mano y me paso al teclado), me gustaría narrar uno de mis momentos “cumbres” en el Centro Mexicano de Escritores.
Aquella vez llegué tarde. Recogí en mi Volkswagen a un compañero. Algún movimiento de acomodar libros en la parte de atrás y dos bolsas de súper de mi amigo, que fueron a dar a la cajuela, nos quitó tiempo. El caso es que a mí me tocaba leer. En el Centro, se sentaba Salvador Elizondo junto a mí, enfrente Juan Rulfo, alrededor los otros becarios, yo era la única mujer, y don Francisco Monterde presidía la mesa. Entré como chiflido, repartí mis copias Xerox y comencé a leer un poco nerviosa. Cuando acabé y todos los becarios habían opinado sobre mis cuartillas, Salvador Elizondo hizo mención a Gustavo Sáinz, que, por esos años era un amigo mayor mío y más que nada un maestro. Ignoraba que Rulfo lo detestaba, y con sobrada razón, porque Sáinz buscaba publicidad diciendo que Pedro Páramo había sido re escrita por el poeta Alí Chumacero. Rulfo enfureció, me dijo que qué malas influencias eran las mías y yo, que no sabía si soltarme a llorar o irme agraviada, le contesté que solamente quería para mí la influencia de James Joyce y la de Juan Rulfo. Fue lo que se me ocurrió, no me tachen de arrogante o de cursi.
La sesión terminó y Salvador Elizondo nos invitó a mi compañero y a mí a tomar café a su casa. Yo necesitaba que Paulina Lavista, la mujer de Elizondo, escuchara el desaguisado y me calmara. Y así sucedió. Al poco rato se apareció Juan Rulfo, el enorme y extraordinario Rulfo, se disculpó conmigo, y yo con él mil veces, no sé de qué. Al cabo de un rato, nos pidió a mi cuate y a mí que lo lleváramos a su casa. Le solicité a mi amigo que manejara él, dado que seguía inquieta y antes de subirnos al coche, mi cuais, cuyo nombre omito, me confesó que las bolsas de super iban repletas de marihuana. Difícilmente a los 20 años a uno le da un síncope, pero algo martirizó con severidad mi organismo, por lo menos varias horas.
Qué travesía aquella del Parque México a Avenida Universidad donde vivía con mi mamá. Por fortuna, sólo estaba allí la señora que trabajaba en la casa, ya que mi madre se encontraba en España arreglando trámites correspondientes a la muerte de mi abuela.
Mi amigo dejó a Rulfo en su casa y luego se dirigió a la suya, guardó mi Volkswagen en el estacionamiento del edificio donde vivía, substrajo de la cajuela las bolsas con marihuana y nadie se enteró del asunto.
Esto lo había narrado hace tiempo en un número de la revista Configuraciones del Instituto de Estudios de la Transición Democrática, pero vino de nuevo la historia a mí, acaso vapuleada por el calor, por la invocar a mi padre durante el papeleo de la mañana o porque me gustaría de nuevo tener 20 años. Con ella convoqué a mi queridísimo Salvador Elizondo, maestro de maestros, y a Juan Rulfo, un gigante literario.