Cultura

Conectando con Dios: La trascendencia en nuestros cerebros al orar o meditar

Los monoteístas, sobre todo los de fe teísta, le oran a ese Dios personal que, por amor, ofreció su vida, que los creó a su imagen y semejanza, pero también los hizo únicos e irrepetibles, que les tiene una misión y un destino en esta efímera existencia

Un hombre arrodillado rezando al amanecer
Archivo Archivo (La Crónica de Hoy)

Orar es una plática, un diálogo íntimo con Dios. Dios le responde de muchas maneras al orante: puede ser una locución interior, un signo, una señal o una manifestación.

Entiéndase que aquel que todo lo abarca se sabe manifestar en el océano infinito y profundo de la realidad. El ser humano tiene una necesidad inveterada, añeja y, yo diría, casi natural de conectar con algo superior a él: perfecto, prístino y celestial; de allí la pertinencia de orar o meditar.

Los monoteístas, sobre todo los de fe teísta, le oran a ese Dios personal que, por amor, ofreció su vida, que los creó a su imagen y semejanza, pero también los hizo únicos e irrepetibles, que les tiene una misión y un destino en esta efímera existencia. Los orientales, dígase hindús, budistas, taoístas, cuyas concepciones religiosas apuntan a una divinidad absoluta, inmanente y trascendente a la vez, prefieren meditar como una forma de alcanzar la fusión e identificación plena y última con lo Divino en su condición más impersonal: Tao, Atma, nirvana...

Pero, como bien lo explica Ken Wilber, este Ser que está más allá, personal o impersonal, hace su aparición y se deja sentir con los órganos o instrumentos cognitivos de nuestro más acá, es decir, sentimos y vivenciamos esta presencia trascendente y divina en nuestra esfera corporal: las experiencias místicas impactan obligadamente nuestro cerebro y con él todo nuestro ser corpóreo. Si bien la ciencia no puede decirnos casi nada de las causas de los fenómenos místicos o espirituales —estos son asuntos de las disciplinas religiosas como la teología— sí puede dar cuenta, con toda pertinencia y claridad, de los efectos o repercusiones que tiene, por ejemplo, el orar en nuestro cerebro. El neurocientífico Andrew Newberg, director de investigaciones del Instituto Marcus de Medicina Integral de la Universidad Thomas Jefferson, en EE.UU, se ha especializado en el estudio de los efectos de la oración y de otras prácticas religiosas en el bienestar de sus pacientes.

Empleando resonancias magnéticas, el equipo de Newberg ha logrado localizar qué áreas del cerebro se activan cuando una persona reza. El tipo de rezo más común es la repetición de una determinada oración; en el caso del catolicismo, podrían ser los padres nuestros, las aves marías y todo el amplio repertorio de jaculatorias. Los budistas y los hindús tienen sus mantras o frases de poder o mágicas en sánscrito. En la práctica de estos ejercicios espirituales, una de las áreas del cerebro que se activa es el lóbulo frontal.

En términos de las neurociencias, lo anterior tiene su lógica, considerando que este lóbulo del cerebro reacciona cuando nos encontramos realizando tareas que demandan mucha concentración. El dato relevante, observa Newberg, es lo que pasa cuando la persona entra en lo que denominamos una oración profunda.

Cuando la oración cobra intensidad, llegando a los umbrales de la experiencia mística, la actividad del lóbulo frontal desciende. El individuo tiene la sensación, en este arrobamiento, de que no es él quien está produciendo o generando la experiencia, sino que es un agente externo, una presencia trascendente, divina o celestial. La oración profunda incide en la parte trasera del cerebro, en el lóbulo parietal, reduciendo de manera significativa su actividad. Esta área cumple la función de recibir la información sensorial del cuerpo y nos crea una representación visual de él.

A entender de Newberg, esta reducción en la actividad del lóbulo explica los sentimientos de trascendencia al realizar una oración profunda. Con la disminución de actividad en esta área, perdemos el sentido de nuestra individualidad y experimentamos una sensación de unidad, de conexión con el todo.

Estas activaciones cerebrales, resultado de la oración, pueden replicarse con otras actividades igualmente espirituales, sean o no religiosas: una persona que practica taichí, que realiza cánticos chamánicos, que medita siguiendo el método de mindfulness, que eleva alabanzas en voz alta, igual alcanza trances o arrobamientos similares según lo que logran radiografiar las neurociencias. En el caso de la meditación, igual que con la oración, esta ayuda, como es el caso del mindfulness, a que nos centremos en el ahora y en el aquí; su práctica resulta reparadora y tranquilizante, al grado que consigue activar nuestro sistema nervioso parasimpático, el encargado de nuestro descanso y digestión. El parasimpático es complementario al simpático, el cual regula nuestras alertas y respuestas rápidas ante cualquier peligro, acecho o contrariedad.

La oración, igual que la meditación, ayuda a la persona a tener un mayor control de sus pensamientos y emociones; le otorga al practicante, como trilladamente se dice, paz interior y, con todo lo anterior, le despeja el camino para conectar con Dios.

Pero no a todos les funciona igual la oración; en este punto, pasamos de las neurociencias a la psicología y apelamos a la teoría del apego, la cual nos dice que un niño que, desde su más temprana edad, tuvo cuidadores presentes y confiables, desarrollará, en etapas posteriores, un sentido de seguridad que le ayudará de adulto a establecer vínculos seguros; de ocurrir lo contrario, de tener un cuidador inconsistente, se le dificultará desarrollar la confianza cuando crezca, siendo la confianza de vital importancia para la maduración y apuntalamiento de la fe. Esta deficiencia o carencia le impide a la persona generar una relación íntima con Dios. Entiéndase, por tanto, que educar en la fe no debe limitarse a una transmisión más o menos sistemática y eficaz de verdades reveladas, también implica una atención y cuidado emocional del infante que lo lleve a experimentar el amor de Dios, de la manera más viva y clara, a través de sus padres, familiares y cuidadores en general.

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