En una escena de su última película, It must be heaven (2019), un productor rechaza a Elia Suleiman por no ser “suficientemente palestino”. El cineasta, que recientemente presentó en Madrid una retrospectiva en Filmoteca Española, no quiere ser portavoz del conflicto. “No soy un político”, dice a EFE.
“Todos estamos a la misma distancia del genocidio que se está perpetrando en este minuto en Gaza o en Cisjordania, todos deberíamos preguntarnos qué hacer, no sé por qué yo tengo que ser el representante de lo trágico”, declara.
Sus cuatro largometrajes y sus cortos, que pueden verse estas semanas en Madrid y también en plataformas como Filmin y Netflix, dejan claro que Suleiman prefiere la comedia ácida y el humor absurdo para hablar de conflictos universales.
“Si el mundo fuera un lugar mejor, nos identificaríamos con lo que les ocurrió a los nativos americanos, a los armenios o a los ruandeses, desgraciadamente vivimos en un mundo muy generoso en criminalidad y violencia”, lamenta.
“Apuntar solo a Israel no es suficiente, no solo Israel alimenta la violencia, también los americanos y los europeos, los grandiosos europeos han asesinado a gente, la historia colonial debería ser revisada y reinterpretada”, precisa.
“Y eso incluye a los españoles, a los franceses, a los alemanes, los alemanes rozan el ridículo con su actual afán protector de los judíos, es irónico, primero los eliminamos y después los protegemos”.
Nacido en Nazaret (norte de Israel) en 1960, Suleiman se estableció en Nueva York en la década de los años 80 del siglo pasado y fue allí donde empezó a dirigir sus primeros cortos. En 1996 estrenó su primer largometraje, Segell Ikhtifa (Chronicle of a disappearance), un relato autorreferencial sobre la extrañeza que le produce regresar a Israel, que obtuvo el premio a la mejor ópera prima en el Festival de Venecia.
A raíz de su siguiente película, Yaddon Ilaheyya (Intervención divina), de 2002, con coproducción y postproducción francesa, se estableció en París, donde mantiene su residencia y dice sentirse cómodo.
“No quería volver a Israel”, señala, “y tampoco volver a Nueva York”, que había pasado “de ser un lugar con hermosos vecindarios a una ciudad llena de farmacias gigantes y apartamentos caros, donde los ricos expulsaron a los artistas”.
Su sentimiento nómada es algo con lo que ha aprendido a convivir. “Llega un momento en que lo aceptas o quizá te resignas”, asegura, “quizá es algo que tiene que ver con la edad, pero siento que mis deseos de encontrar un hogar pacífico corresponden a un lugar imaginado, que no es real”.
El cine de Suleiman se refugia en la poesía y el humor, son películas confeccionadas a partir de imágenes potentes y estáticas y de silencios más elocuentes que las palabras. La violencia está presente como amenaza permanente y la autoridad aparece de forma obstinada, a menudo haciendo el ridículo.
Con escenas compuestas y coreografiadas al detalle, que remiten tanto a Buster Keaton como a Roy Andersson, el propio director se cuela como testigo de toda esa comedia absurda que parece ser la vida.
Dice Suleiman que pasa mucho tiempo solo porque su trabajo lo requiere. “En soledad es cuando las imágenes te visitan, tienes que sentarte como un cazador nocturno y estar alerta, no eres tú quien decide cuándo van a venir”.
Cree que la falta de comunicación que asola a los humanos no es algo tan malo después de todo. “Tiene algo hermoso porque te permite interpretar e inventar lo que tú quieras”.
Sobre las etiquetas, insiste en rechazarlas. “Es tan horrible lo de cineasta palestino como el cine de mujeres, no sé cuándo se va a dar cuenta la gente de que hay una relación entre la esclavitud, los festivales de mujeres y el capitalismo”, subraya.
“Ese empeño en crear guetos, de color o de género, mantener la división es algo que beneficia al capitalismo y a las multinacionales, no resuelve los problemas sino que hace que se mantenga el statu quo”.
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