Escenario

Tinto Brass, el cineasta del erotismo prohibido: “En Italia no fueron libres de quererme”

ENTREVISTA. El realizador pasa sus días ante el televisor en la hermosa casa que compró hace medio siglo en la campiña romana

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El cineasta Tinto Brass.

El cineasta Tinto Brass.

EFE/Antonello Nusca

El escándalo siempre persiguió a Tinto Brass. El cineasta italiano fue el rey del erotismo más osado, con clásicos como Calígula, pero sus escenas de sexo sin pudor le granjearon la perenne persecución de la censura y hasta una amenaza de excomunión: “En Italia me quieren, aunque no fueron libres para ello”, confiesa a EFE en su apacible refugio romano, con 90 años recién cumplidos.

“En el mundo me quieren, desde luego... también en mi país, aunque no fueron libres para quererme”, reconoce el director, eterno rival de las autoridades que dictan el baremo de lo moralmente admisible para la sociedad.

Brass (Milán, 1933) pasa sus días ante el televisor en la hermosa casa que compró hace medio siglo en la campiña romana. En su salón se apilan cientos de libros, un gran falo de barro se alza sobre la mesa y un manifiesto recibe al visitante con un lema certero: “Mejor un culo que una cara de culo”.

“Estoy bien”, promete mientras espera un puro que su esposa, Caterina Varzi, le enciende, impregnando toda la sala de un intenso humo. “Fumo cuatro al día”, reconoce. “A mí me dices dos”, le reprocha ella, medio en broma.

El cineasta rememora su vida con lucidez, pero con la voz ronca que le ha dejado la edad, un ictus y dos isquemias, paladeando sus orígenes en la Nouvelle Vague y sus trucos para eludir a los censores.

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ROSSELLINI Y LA NOUVELLE VAGUE

Su infancia transcurrió en Venecia y, aunque tuvo que estudiar Derecho, su pasión fue el cine desde que quedó prendado del cómico Totò en San Giovanni decollato (1940).

Su vocación le llevó a escribir un guión de una poesía de Prevert -que no recuerda- y presentarlo en la Cinémathèque de París, donde entró en contacto con Truffaut y Godard.

“Me acogieron inmediatamente y con entusiasmo. Veíamos una película cada noche. No se ganaba nada, pero empecé con el montaje”, reconoce desde su sofá.

El primer encargo fue de Joris Ivens, para montar un documental sobre Chagall, y después llegó su oportunidad: “Un día la directora de la Cinémathèque me dijo que alguien me esperaba en la portería: era Rossellini”.

“Trabajar con él fue muy interesante. Yo aún no era director, solo ayudaba. Le monté todas las películas que hizo para televisión”, recuerda.

Tinto recorrió las productoras hasta debutar en la dirección con Chi lavora è perduto, el retrato de una juventud idealista que despertó a la voraz bestia que lo perseguiría siempre: la censura.

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CALÍGULA Y LA HIPOCRESÍA DEL PODER

Brass asume que “siempre” le interesó el sexo, pero para retratarlo tuvo primero que superar los tabúes de su “represiva” educación. Y una vez logrado, lo convirtió en su marca.

Nunca fui bien visto por la censura pero seguí interesándome por el aspecto humano de las historias”, alega: 29 de sus 30 obras fueron recortadas y ponía como cebo al censor escenas más fuertes para que dejara las que él quería, mucho menos “graves”.

El “cineasta más censurado de todo los tiempos”, como presenta un cartel en su librería, mostraba al “hombre verdadero”, desentrañando sus pulsiones más íntimas, y lanzaba de paso una filípica total al control del poder.

El ejemplo más evidente es su obra más recordada, Calígula (1979), con la que sacudió su época por sus orgías y que incluso fue denunciada por necrofilia.

“Tuve muchos problemas”, asegura. Primero con el guionista, Gore Vidal, que le obligó a reescribir el texto siete veces, y con el productor Bob Guccione, fundador de la revista Penthouse y que prefería una obra pornográfica.

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El rodaje de la historia del sádico emperador, que reunió a los jóvenes talentos del momento, como Malcolm McDowell, Peter O'Toole o Helen Mirren, duró horas y horas y suscitó sonoras riñas, como el despido de Maria Schneider, que debía hacer de Drusilla.

La tensión fue tal que el cineasta sufrió una intoxicación de nicotina y, desde entonces, dejó de fumar sus cigarrillos Gauloises, pasándose al puro. Este año Cannes ha estrenado una nueva versión y Brass estudia emprender acciones legales.

LA NARANJA MECÁNICA Y LA OPORTUNIDAD PASADA

Otro momento imborrable en su extensa memoria es la propuesta que recibió para rodar otra película “escandalosa”, La naranja mecánica (1971), que acabó en las manos geniales de Stanley Kubrick.

“Me llamó el productor y me gustó el guión, pero le dije que lo haría cuando acabara mi siguiente película, L'Urlo (1968) y no esperó. Nunca me arrepentí, aunque la habría hecho”.

Ahora Brass es un anciano que vive tranquilamente en su reducto romano, pero sus ojos, encuadrados por unas gafas rojas, son los de un provocador, aún capaz de ironizar aunque sea tosiendo.

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Ahora somos mucho más timoratos. Veo pocas películas, pero sé que hay poquísimo erotismo en el cine”.

El director cree que “el cine debe poder decir lo que tiene que decir, la verdad” y señala que “los italianos no son hipócritas” sino “las autoridades que impiden a la gente pensar libremente” y que no dejaron que juzgaran su obra.

No me arrepiento de nada porque siempre hice lo que quise”, reconoce, firme en su arte y su ateísmo, en el ocaso de su provocadora existencia.