La primera vez me sucedió hace siete años en la meditación de la mañana. Ese día Jesucristo y el demonio se excedieron conmigo, al menos eso pensé. No sé las cosas que pasan en el cielo, pero estaba seguro que era víctima del arranque o de un juego de apuestas como lo hicieron con Job, bueno, no tanto, algo semejante. Ustedes lo juzgarán.
Desde niño había sido monaguillo, crecí con una moral papal. En mi juventud no hubo alcohol, cero drogas y las chicas, que eran la lujuria del pensamiento, me las espantaba con un manotazo en la cabeza para orbitarme en la virtud.
A mis veinte años decidí ingresar al Seminario, llegué más misericordioso que el Sagrado Corazón; aparecía media hora antes de los rezos y me iba media hora después. Me postraba frente a Dios para alabarlo-práctica medieval que adopté para abreviar el camino a la mística-.
Un día de esos píos, yo, buen seminarista y más bueno aún por ser nuevo, discurría en el amor de Dios en el silencio de la capilla junto a mis compañeros, tenía la memoria arrebatada en lo divino, los ojos cerrados y la Biblia descansando sobre mis manos. De pronto, una luz blanca y tibia atravesó mis párpados, los abrí presto y allí estaba él frente a mí: Jesús. Ninguno de mis compañeros notó su presenciani lo escuchó, sólo yo. “Te daré lo que deseas,sólo cumple mis mandamientos”, me dijo con una voz sonora que se volvía solemne al eco de la capilla. En ese momento, me inundó una piedad altiva, me sentí orgulloso de que Dios se develara ante mí, quise hincarme, no pude, una fuerza misteriosa me sostenía de pie, flotando levesobre el piso.Los diez mandamientos se presentaron presurosos en mi cabeza, pulcros, impecables y arrogantes porque los practiqué desde niño y respondí como el joven rico: “Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud”. Pero la siguiente orden me dejó alelado: “Si deseas amarme más, infringe mis mandamientos, peca”. Asentí con mi voluntad, sin poder mover la más mínima parte de mi cuerpo y, claro está, no podía imponer mi querer ante el cosmos aunque estuviera en desacuerdo. Y después,su figura se difuminó entre las luces encendidas de la capilla.Tardé varios minutos balbuceando, pues la moral de mi vida se ahogaba junto conmigo ante aquellas palabras; y me decía confuso: “No es posible, no puede ser Dios”. El coro de los seminaristas me hizo volver poco a poco a la realidad. Ya daba inicio la Misay el olor a incienso se esparcía a lo largo y ancho de la iglesia, era el único momento que Dios se podía respirar.
El siguiente día, a la misma hora, con la misma piedad, mas con el interior lleno de preguntas, me sucedió lo mismo, una luz me obligó a abrir los ojos, pero esta vez me visitó el mismísimo diablo, al principio tuve miedo por la idea general del mal; luego recordé que el demonio se aparecía a los que llevan una vida perfecta y me sentí halagado. Sin embargo, algo no andaba bien, me parecía una seria falta de respeto a mi santidad que se presentara tan formal, tal como lo había conocido en la lotería de tardes de juego familiar. Había leído que a los santos se les aparecía galante, guapo y con los ojos volcánicos, a otros en forma de animales negros y belicosos y hasta en mujeres voluptuosas y ardientes, pero a mí,¿se presentaba así?...¡Como si yo no valiera nada! ¡Como lo conocí de niño en la lotería!, me sentí el folklor de la santidad. “Algo no anda bien”, pensé. De pronto, me habló y me dijo con una voz angelical parecido al rumor que dejan las campanas después de resonar varias veces: “Cumple los mandamientos de Dios y no peques”. Me quedé pasmado y sin saber qué hacer, sentía el alma volteada al revés. Y de nuevo, el coro de seminaristas y el olor del incienso me jalaron a la realidad, pero esta vez sentí que me ahogaba, el olor a Dios me tapó la garganta y salí apresurado a tomar aire. Después de tranquilizarme, la indignación me poseyó y comencé a vociferar a la nada: ¿Qué es esto, Dios,una broma, un chiste, se están burlando de mí? Dios me manda pecar y el diablo a evitarlo, ¡va! ¿Acaso hay un nuevo acomodamiento en el cielo? ¿Si arriba hay problemas por qué traerlas a la tierra? ¿Acaso era una venganza tuya, Dios, por el hecho de que los hombres te mandamos todos nuestros problemas al cielo? ¿Ahora cómo sabré si sirvo a Dios o al diablo? Y aparte de todo, ¡el diablo se presenta como en la lotería mexicana!, ¿no pudo encontrar otra forma más digna? Terminé mis preguntas y escupí varias veces mi rabia.
Seguí viviendo mi vida “santa” descartando aquellos dos sucesos, sin saber si cumplía la voluntad de Dios o del diablo, si me condenaba o me salvaba. Pero hace poco mi humanidad se doblegó ante las tentaciones más viles del mundo y esta mañana, mientras pedía perdón a Dios, los diez mandamientos desfilaron, nuevamente, por mi cabeza, los miré pálidos, sucios y pobremente vestidos…
(Colaboración especial de la Escuela de la Sociedad General de Escritores de México, SOGEM, para La Crónica de Hoy Jalisco)
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