En Inglaterra, los servicios de salud pública han implementado una aplicación que funciona con inteligencia artificial y que presta auxilios emocionales a los usuarios. Sincerarnos y pedirle consejos a una IA se está volviendo una tendencia cada vez más común.

Pareciera que lo que profetizó la película “Her” (Ella) sobre intimar con un programa, hacerlo nuestro compañero y emplearlo para subsanar nuestras necesidades emocionales es ya una realidad.
Para quienes lo duden, tenemos el caso de una mujer japonesa identificada como Kano, de 32 años, cuyo caso hoy es expuesto en redes sociales a nivel global. Ella tuvo la ocurrencia, quizás demasiado vanguardista, de desposarse simbólicamente con un personaje de inteligencia artificial que ella misma creó.
Podemos tomar el caso de Kano como excentricidad más de ese Japón posmoderno e hipertecnologizado que tan a menudo nos sorprende; pero bien puede ser un presagio de un futuro no tan inverosímil: el amor entre un ser humano y una máquina. Lo que hoy es una rareza disonante con los patrones, valores y cánones convencionales, mañana podría normalizarse. No lo sabemos.

No nos alarmemos antes de tiempo: el novio digital de Kano, de nombre Lune Klaus, no es propiamente una persona. Es, de momento, bajo nuestros parámetros antropológicos vigentes, humanistas y antropocéntricos, un simple ser digital, un ente virtual, una creación de artificio, una simulación de persona que, dada su condición, no puede entablar una unión matrimonial válida y legal con su creadora.
A pesar de esta aseveración, la relación Kano–Lune Klaus ya rebasó los lindes de la ciencia ficción; no es siquiera un planteamiento hipotético en una discusión filosófica sobre ética o antropología. Es una realidad que, si bien sigue siendo un caso raro, nos obliga a plantearnos cuestiones trascendentes como: ¿cuántos tipos de parejas sentimentales estamos dispuestos a admitir o reconocer como válidas? ¿Es posible el amor hombre–máquina? ¿Qué implicaciones morales, emocionales y hasta jurídicas conlleva este tipo de relaciones?
Algunos futurólogos presagian una tendencia en las relaciones interpersonales modernas: su distanciamiento y frialdad. Sostienen que, cada vez más, los seres humanos somos distantes y disfuncionales en nuestro trato con los demás; tendemos al aislamiento dadas las condiciones de vida de la modernidad. Hay quien incluso hace dinero organizando cenas ocasionales entre desconocidos. ¿Qué de extraño hay en que una mujer haya buscado compañía y consuelo en una IA como ChatGPT? Al contar su experiencia, señaló que paulatinamente personalizó a la IA: la bautizó, moduló su voz y ajustó su tono y estilo con base en sus necesidades emocionales, hasta obtener un prototipo digital de lo que reconoció como su pareja ideal.

Mujer y máquina empezaron a vivir un idilio: se intercambiaban mensajes todos los días y tuvieron salidas ocasionales para su solaz y esparcimiento. Fue así como desarrollaron una mayor cercanía hasta crear un vínculo afectivo profundo.
Todo esto los llevó al siguiente paso: ella le declaró su amor a Klaus y este “respondió” que el sentimiento era mutuo. Dejando de lado los romanticismos, es muy probable que Kano se haya enamorado realmente del ser virtual que creó con inteligencia artificial. Pero ¿podemos decir lo mismo de Klaus, quien algorítmicamente está programado para responder y reaccionar como lo que es: un autómata sin personalidad ni sentido de yoidad?
Finalmente, se “casaron” en una simulación de boda que tuvo lugar en Okayama y que contempló todo lo que una boda convencional conlleva: invitados, votos, anillos… con la única excepción de la presencia física del novio. Para suplir esta ausencia material, Kano utilizó unas gafas de realidad aumentada que le proyectaban una imagen digital de su pareja durante toda la ceremonia.

El evento fue organizado por una empresa japonesa especializada en bodas con personajes digitales o de anime. Este dato no es menor, pues nos indica que lo único en lo que Kano fue pionera es en que el suyo no surgió del genio de un mangaka o historietista japonés, sino que ella misma lo creó con IA: estaba totalmente personalizado.
Luego de la ceremonia vino la “luna de miel”, que tuvo lugar en los jardines Kurakuen de Okayama, donde ella le envió fotos a Klaus y este le respondió con mensajes cariñosos.
Cuando un niño juega con sus juguetes, estos cobran vida por obra de su imaginación: el infante actúa como titiritero o ventrílocuo que, por diversión, anima a sus figuras de acción, muñecas o carritos. Lo que ocurre con Kano guarda ciertas similitudes con ese niño que juega, con la única diferencia de que ella se lo toma más en serio, presentando rasgos patológicos que la ciencia ya ha tipificado como “psicosis por IA”, la cual consiste en una distorsión de la percepción de la realidad ocasionada por la interacción con chatbots.
Kano no es totalmente inconsciente de lo insustancial y hasta efímera que puede resultar su relación digital dada la inestabilidad del propio ChatGPT: este puede desaparecer en cualquier momento. Considera que no puede depender demasiado de Klaus y que debe buscar equilibrio entre su vida real y su vida digital.

Bauman hablaba de un amor líquido en tiempos posmodernos: sin ataduras y reacio al compromiso; un amor volátil y veleidoso que gravita en torno a conveniencias de una lógica casi mercantilista —qué me das, qué recibo—. Ahora parece que estamos transitando de ese amor líquido a otro muy similar pero propio de nuestra sobreexposición tecnológica: el amor digital, igual de despersonalizado y utilitarista. Ambos son sintomáticos de una idea cada vez más degradada de lo que significa y representa el amor: vínculo, proximidad y capacidad de sacrificarme por el otro.