La primera vez que don Antonio la vio, estaba ahí, sentada en una roca, cerca de un manantial de la hacienda. Parecía haberlo esperado toda la eternidad, despedía un aroma a jazmines, adornaba su cabeza con un moño, cuyos listones se deslizaban suavemente por su cabellera. Al acercarse a ella, se perdió en los sosegados ojos marrones. Él, embelesado, se atrevió a romper esos momentos para preguntar:
―¿Qué hace aquí una dama tan sola?
―Disculpa, no me resistí de pasar a contemplar este paisaje. ―Respondió con serenidad; aunque Antonio no se explicaba su presencia, la verdad, ya no le importaba, se empezó a sentir envuelto en una atmósfera de profundo gozo a su lado. Ella era tan, tan fascinante, tan etérea.
―Me llamo Antonio del Valle Orozco ¿Cuál es tu nombre, creatura linda?
―Llámame simplemente Valeria, así, sencillo. ―Contestó mientras se encaminaba hacia el portón de la salida. Antonio fue tras aquella mujer que emanaba una energía sugestiva y le dijo:
―Oye, no me dejes, charlemos. Llévame contigo. ―Ella no escuchó, ya se había marchado.
Esa noche Antonio no pudo dormir pensando en Valeria, entraba en su mente la imagen de ella como un bello ángel. A la semana siguiente la encontró cerca del molino, nuevamente entre olores de jazmín. Esta vez, permitió que Antonio se sentara junto a ella y él comenzó a decir:
―¡Qué extraño! Apenas si conozco tu nombre y ya me has hecho tu esclavo. No sé por qué te voy a contar esto Valeria, no acostumbro hablar de mis sentimientos; pero me pesa tanto la soledad. ―Sus labios ajados temblaron de emoción e hizo un esfuerzo para continuar. ―Al nacer sólo logré pasar el umbral del vientre tibio de mi madre y me abandonó en la orfandad, cuánto hubiera deseado irme con ella o haber sido yo el que partiera. Mi padre a los cuatro años de viudez se enamoró de una joven, vuelve a contraer matrimonio y se marcha del país. Muchas veces tuve los favores de algunas damas que al poco tiempo me dejaron o dejé en el olvido. Luis, un criado viejo me hace compañía.
Valeria conmovida, tocó con ternura los mechones entrecanos de Antonio, él correspondió con una leve caricia sobre el rostro helado de ella. Valeria se levantó intempestivamente dispuesta a huir mientras Antonio le gritaba:
―¡No te vayas Valeria! ¡Llévame contigo!
Pasaron días de ausencia, hasta que le comentó a Luis sobre la presencia de una mujer que rondaba la hacienda y del hechizo al que lo hacía presa fácil de ella. Le pidió de favor, si la llegase a ver por los alrededores se lo comunicara de forma inmediata; pero Luis nunca vio nada.
Al mes, don Antonio venía de montar a su caballo “Pinto”, entró al baño a ducharse, se vistió y al entrar a su recámara, empezó a olfatear el inconfundible olor a jazmines. Él evocó a la dueña de esa esencia y pensó: Aquí está Valeria e inició una búsqueda desesperada por todos los rincones de la habitación hasta que vio en una esquina unos diminutos pies desnudos, seguidos de unas piernas cubiertas por un vestido zurcido de encaje y el cabello recogido con una peineta de florecitas blancas. Valeria clavó su mirada en la figura viril de Antonio, mientras afloraba una sonrisa cautivadora. Él se acercó lentamente y con sus manos logró zafar la peineta dejando caer la cascada de pelo rubio sobre los hombros de Valeria. Acercó la cabeza a la de ella, suavemente deslizó sus labios sobre la boca virginal de su amada y comenzó a decir:
―Te he extrañado, te extraño como a nadie, estoy ansioso por conocerte, dime quién eres. ―Despacio desabotonó el vestido y se dedicó a palpar con éxtasis cada parte de aquel cuerpo inmaculado. En tanto musitaba:
―No me abandones. Llévame contigo.
Antonio se desprendió de sus vestiduras, sin dejar de tocarla, hasta comenzar a abrir ese paraíso escondido, que parecía reservado para él a través del tiempo. Por primera vez probó el amor y la ternura de una mujer. Valeria llenaba su ser como ninguna y afuera los grillos cantaban con regocijo.

Luis un tanto preocupado por no ver a su patrón, rondaba la “casa grande de la hacienda”; aunque no se atrevió a interrumpir la intimidad de don Antonio. Escuchaba voces y se preguntó si acaso hablaba con la dama misteriosa noche y día. A los dos días, el mozo se percató del silencio en la habitación de su amo; entró sigilosamente, aspiró un fuerte olor a jazmines, miró estupefacto el cuerpo rígido de don Antonio que tenía entre sus manos una peineta de flores blancas.